Ojos que no ven
Cuando la vieja imprenta local en la que Felipe Díaz Carrión llevaba media vida quebró, él se quedó sin trabajo y sin posibilidades de conseguirlo. Las nuevas tecnologías habían vuelto inútiles todos sus saberes, y la huerta sólo daba para comer.
Era la época en que los jóvenes, y los que ya no lo eran tanto, emigraban a las grandes ciudades, a las industriosas poblaciones del norte. Su hijo tenía nueve años, y no había día, o noche, en que Asun, su mujer, no le pidiera a Felipe que se marcharan a aquellos territorios que parecían tener el monopolio del futuro. Así que cerraron la casa y se fueron al norte.
Felipe trabajó primero en la construcción, y después en una fábrica de productos químicos. Tuvieron otro hijo, se compraron otra casa, y pasó el tiempo, y la vida los cambió. Porque algunos de los miembros de la familia –el hijo mayor y Asun, que quizá no soportaban ser para siempre los otros, los maquetos o charnegos, o comoquiera que los llamen con desprecio quienes se tienen por únicos titulares del lugar– no pudieron sino sucumbir a las fascinaciones del discurso de los nuevos amos, a las obsesiones de identidad y afirmación.
Y éstas son algunas de las líneas del mapa del territorio de esta hermosísima novela, de esta fábula sorprendente, contemporánea y ferozmente sabia, donde se anudan con mano maestra pasado y presente en la historia de tres generaciones. Una novela que nos habla de un mundo y de las maneras enfrentadas de estar en él, de una ética y una estética, y de las persuasiones de la vileza moral como proyecto político; que pone el dedo en una de las llagas de nuestra historia reciente, los dramas de la emigración interna, tan interesadamente ignorada, y en la tragedia de un país al que «no le ha bastado como proyecto común la aspiración a un sistema de progresiva excelencia en la civilidad, la educación y la justicia».
«La novela es una crónica de cosas atroces que suceden todavía en nuestro país el terrorismo y las complicidades que lo alimentan– y también una fábula de intensidad primitiva, la del hombre que vuelve al cabo de mucho tiempo a los lugares de su infancia y la del padre que ve crecer a su hijo y convertirse en un extraño y en un enemigo y descubre que el monstruo más temible es el que ha engendrado uno mismo... La novela corta, como el poema y el relato, como una obra musical, obtiene su efecto de la unidad de lectura... En ninguna otra forma narrativa es más poderosa la maestría. Termino Ojos que no ven en un cierto estado de sonambulismo y regreso a la primera página para fijarme con más cuidado en su meticulosa construcción. Me acuerdo siempre de Cyril Connolly: literatura es algo que ha de ser leído al menos dos veces» (Antonio Muñoz Molina, Babelia, El País).
«J. Á. González Sainz es un narrador excepcional y un maestro del idioma que se prodiga menos de lo que sería deseable... Quizá no exista, en la tragedia vasca, una visión propia de los vencidos, pero ésta de unos ojos que a pesar suyo ven es lo que más se le parece» (Jon Juaristi, ABC).
Sinopsis
Cuando la vieja imprenta local en la que Felipe Díaz Carrión llevaba media vida quebró, él se quedó sin trabajo y sin posibilidades de conseguirlo. Las nuevas tecnologías habían vuelto inútiles todos sus saberes, y la huerta sólo daba para comer.
Era la época en que los jóvenes, y los que ya no lo eran tanto, emigraban a las grandes ciudades, a las industriosas poblaciones del norte. Su hijo tenía nueve años, y no había día, o noche, en que Asun, su mujer, no le pidiera a Felipe que se marcharan a aquellos territorios que parecían tener el monopolio del futuro. Así que cerraron la casa y se fueron al norte.
Felipe trabajó primero en la construcción, y después en una fábrica de productos químicos. Tuvieron otro hijo, se compraron otra casa, y pasó el tiempo, y la vida los cambió. Porque algunos de los miembros de la familia –el hijo mayor y Asun, que quizá no soportaban ser para siempre los otros, los maquetos o charnegos, o comoquiera que los llamen con desprecio quienes se tienen por únicos titulares del lugar– no pudieron sino sucumbir a las fascinaciones del discurso de los nuevos amos, a las obsesiones de identidad y afirmación.
Y éstas son algunas de las líneas del mapa del territorio de esta hermosísima novela, de esta fábula sorprendente, contemporánea y ferozmente sabia, donde se anudan con mano maestra pasado y presente en la historia de tres generaciones. Una novela que nos habla de un mundo y de las maneras enfrentadas de estar en él, de una ética y una estética, y de las persuasiones de la vileza moral como proyecto político; que pone el dedo en una de las llagas de nuestra historia reciente, los dramas de la emigración interna, tan interesadamente ignorada, y en la tragedia de un país al que «no le ha bastado como proyecto común la aspiración a un sistema de progresiva excelencia en la civilidad, la educación y la justicia».