09/12/2020
Empieza a leer 'Ruta de escape' de Philippe Sands


Con sus arcos traspasarán a los jóvenes; no se apiadarán del fruto del vientre ni tendrán compasión de los hijos.
ISAÍAS 13, 18

Es más importante entender al verdugo que a la víctima.
JAVIER CERCAS


Prólogo

Roma, 13 de julio de 1949

La dolencia del hombre de la cama nueve era grave. Una fiebre intensa y una afección hepática aguda le impedían comer y no le dejaban centrarse en los objetos de ambición y deseo que le habían motivado durante toda su vida.

Las breves anotaciones que había registradas al pie de la cama apenas ofrecían información, y gran parte de esta era inexacta: «El 9 de julio de 1949 ingresó un paciente llamado Reinhardt». La fecha era correcta; el apellido, no. Su verdadero apellido era Wächter, pero, de haberse utilizado, habría alertado a las autoridades de que al paciente, un alto mando nazi, se le buscaba por asesinato masivo. Antaño había sido la mano derecha de Hans Frank, gobernador general de la Polonia ocupada, ahorcado tres años antes en Núremberg por la matanza de cuatro millones de seres humanos. También Wächter estaba acusado de asesinato masivo, concretamente del fusilamiento y la ejecución de más de cien mil personas. Era una estimación a la baja.

«Reinhardt» había huido y se encontraba en Roma. Se creía perseguido por los estadounidenses, polacos, soviéticos y judíos por genocidio y crímenes contra la humanidad. Esperaba llegar a Sudamérica.

En el registro se identificaba a su padre como «Josef», lo cual era correcto. El espacio reservado a su nombre de pila estaba en blanco. «Reinhardt» usaba el de Alfredo, pero su verdadero nombre era Otto.

En cuanto a la profesión del paciente, se hacía constar que era «escritor», lo que no resultaba del todo falso. Otto Wächter le escribía cartas a su esposa y llevaba un diario, aunque las entradas de este último eran escasas y, como más tarde tuve ocasión de descubrir, estaban escritas en una especie de taquigrafía o código que las hacía difíciles de descifrar. También había escrito poemas y, más recientemente, para llenar las horas vacías de un hombre que necesita distracción, un guión de cine y un manifiesto sobre el futuro de Alemania. A este último le dio el título de Quo vadis Germania?

Cuando era libre y poderoso, el paciente estampó su firma en documentos de un tipo que conllevaría la persecución de cualquiera. Su nombre aparecía en la parte inferior de importantes cartas y decretos. En Viena puso fin a la carrera profesional de miles de personas, incluidos dos de sus profesores universitarios. En Cracovia autorizó la construcción de un gueto. En Lemberg prohibió trabajar a los judíos. Sería más acertado, pues, describir la ocupación del paciente como abogado, gobernador y SS-Gruppenführer. Durante los últimos cuatro años, su principal foco de atención había sido su propia supervivencia; era un hombre que se ocultaba e intentaba escapar, y que creía haberlo logrado.

En el registro a pie de cama se indicaba asimismo que tenía cuarenta y cinco años de edad. En realidad era tres años mayor, y había celebrado recientemente su cumpleaños.

También se hacía constar que era soltero. Pero lo cierto es que estaba casado con Charlotte Bleckmann, identificada como Lotte, o Lo, en sus cartas. Ella lo llamaba a él Hümmchen, o Hümmi, un término cariñoso. Tenían seis hijos, aunque podrían haber sido más.

El registro no facilitaba ninguna dirección en Roma. De hecho, vivía en la clandestinidad, en la celda de un monje en el último piso del monasterio de Vigna Pia, en las afueras de la ciudad, escondido en una curva del río Tíber. Le gustaba nadar.

Las anotaciones no mencionaban el hecho de que precisamente habían sido dos monjes de Vigna Pia quienes habían llevado al paciente al hospital.

En cuanto a su estado, el registro declaraba:


El paciente indica que desde el 1 de julio no puede comer; que el 2 de julio desarrolló fiebre alta y el 7 de julio mostró síntomas de ictericia. El paciente es diabético, y el examen clínico ha revelado una afección hepática: atrofia hepática amarilla aguda (icterus gravis).


Sabemos por otras fuentes que «Reinhardt» recibió a tres visitantes durante su estancia en el Hospital del Espíritu Santo. Uno era un obispo, antaño cercano al papa Pío XII. Otro era un médico que durante la guerra había servido en la embajada alemana en Roma. La tercera era una dama prusiana casada con un académico italiano, con quien tenía dos hijos. Esta última había ido a verle todos los días: una vez el domingo, el día después de su ingreso, dos veces el lunes, y otra el martes.

Aquel día, miércoles 13 de julio, era su quinta visita. En cada ocasión le traía un pequeño obsequio, una pieza de fruta o algún terrón de azúcar, como había sugerido el médico.

A la dama prusiana no le fue fácil entrar en la Sala Baglivi, donde él yacía. En su primera visita fue interrogada minuciosamente por un guardia. «Necesito más detalles», le dijo este. Sé discreta, le habían advertido a ella previamente, di solo que eres una amiga de la iglesia. Ella repitió esas palabras, el guardia cedió, y ahora ya la reconocían.

La visitante quedó impresionada por el tamaño de la Sala Baglivi. «Como una iglesia», le diría a la esposa del paciente que, según el registro, no existía. Recordó el frescor de aquel vasto espacio, un refugio del calor diurno, mientras se dirigía hacia allí caminando desde su casa, pasando por la piazza dei Quiriti y junto a la fuente que había llevado a declarar a Mussolini que en un parque público nunca debería haber cuatro mujeres desnudas.

Entró en la Sala Baglivi, dejó atrás la pequeña capilla, giró a la derecha, se acercó a la cama del paciente y se detuvo. Lo saludó, pronunció algunas palabras, le refrescó con un paño húmedo y le cambió la camisa. Luego sacó un pequeño taburete de debajo de la cama y se sentó para darle conversación y consuelo. La presencia de un nuevo paciente en la cama vecina implicaba que ahora tenían menos privacidad, de modo que procuró ser cuidadosa con sus palabras.

El paciente tenía poco que decir. Le estaban dando penicilina –por vía intravenosa– para tratar la infección, y el medicamento había reducido la fiebre, pero le había debilitado. Los médicos le dijeron que limitara el consumo de alimentos –café con leche, unas gotas de zumo de naranja, una cucharada de dextrosa...–, advirtiéndole de que debía proteger el estómago.

En cada una de sus visitas, la dama había notado un cambio. El lunes estaba débil y hablaba poco. El martes parecía más animado y más hablador. Le preguntó por las cartas que esperaba recibir, y le manifestó su esperanza de que su hijo mayor, también llamado Otto, pudiera ir a verle antes de que terminara el verano.

Las palabras de ese día fueron alentadoras aunque su cuerpo pareciera más débil. «Esto va mucho, mucho mejor», le dijo el paciente. Ella le dio una cucharadita de zumo de naranja. Tenía la mente clara y le brillaban los ojos.

El paciente logró articular un pensamiento más extenso: «Si Lo no puede venir ahora, no importa, porque estas largas noches pasadas me he sentido muy cerca de ella, y me alegra que estemos tan unidos. Ella me entiende plenamente, y todo ha sido como debía ser.»

Por dentro ardía, pero no sentía dolor. Aparentemente tranquilo, se quedó quieto y le cogió la mano a la dama. Ella le habló de cómo le había ido el día, de la vida en Roma, de los niños. Antes de irse le acarició la frente con ternura.

Él le dijo unas pocas palabras más: «Estoy en buenas manos, te veré mañana.»

A las cinco y media, la dama prusiana se despidió del paciente conocido como «Reinhardt». Sabía que el final estaba cerca.

Más avanzada la tarde, el paciente recibió al obispo. En sus momentos finales, según el relato del obispo –en cuyos brazos presuntamente murió–, el paciente pronunció sus últimas palabras. Declaró que su enfermedad había sido causada por un acto deliberado, e identificó a la persona que lo había envenenado. Pasarían muchos años antes de que las palabras que supuestamente le dijo al obispo, sin que estuviera presente nadie más, fueran conocidas por otros.

El paciente no llegó a ver el día siguiente.

 

Pocos días después, la dama visitante escribió a Charlotte Wächter, la viuda. Diez páginas escritas a mano en las que explicaba cómo había conocido a Wächter unas semanas antes, poco después de su llegada a Roma. «Por él supe de usted, de los niños, de todo lo que apreciaba en la vida.» «Reinhardt» le había hablado a la dama visitante sobre su trabajo antes y durante la guerra, y también de los años siguientes, que había pasado en las montañas. La misiva describía cierto estado de agitación y aludía a un viaje de fin de semana que él había hecho fuera de Roma. No mencionaba el nombre del lugar adonde se había dirigido, ni a la persona que había ido a ver.

La carta finalizaba con unas palabras sobre el diagnóstico. El médico creía que la muerte se debía a una «atrofia hepática aguda», una forma de «intoxicación interna» posiblemente causada por la comida o el agua. La dama añadía asimismo algunos pensamientos sobre el futuro, acerca de cómo Charlotte iba a echar de menos a su «optimista y agradable camarada». Piense solo en los niños, añadía, que ahora necesitaban a una madre valerosa y feliz.

«Es especialmente esa valiente alegría, sus dos pies apoyados firmemente en el suelo, lo que su esposo amaba tanto de usted.» Terminaba la misiva con estas palabras, que guardaban silencio sobre el verdadero nombre del paciente.

 

La carta estaba fechada el 25 de julio de 1949. Viajó de Roma a Salzburgo, donde se entregó en casa de Charlotte Wächter y sus seis hijos.

Charlotte guardaría la carta durante treinta y seis años. Tras su muerte, en 1985, pasó a su hijo mayor, Otto, junto con otros documentos personales. Cuando Otto murió a su vez, en 1997, la carta pasó a Horst, el cuarto hijo. Este vivía en un vasto, desvencijado, desierto y magnífico castillo en la antigua aldea austriaca de Hagenberg, entre Viena y la ciudad checa de Brno. Durante años, la carta permaneció allí, en una anónima privacidad.

Más tarde, cuando habían transcurrido dos décadas, en un día extraordinariamente frío, fui a ver a Horst al castillo. Dado que ya me lo habían presentado unos años antes, yo era consciente de los miles de páginas que ocupaban los documentos personales de su madre. En un momento dado me preguntó si me gustaría ver el original de la carta de la dama prusiana. Por supuesto. Salió de la cocina, subió la empinada escalera de piedra, entró en su habitación y se acercó a una vieja vitrina de madera que tenía junto a su cama, cerca de la fotografía de su padre vestido con el uniforme de las SS. Sacó la carta, la bajó a la cocina, la depositó sobre la vieja mesa de madera y empezó a leer en voz alta.

Se le quebró la voz y, por un momento, dejó escapar unas lágrimas.

«No es verdad.»

«¿Qué no es verdad?»

«Que mi padre muriera de una enfermedad.»

Los troncos de la estufa chisporrotearon. Observé la condensación de su aliento.

Hacía cinco años que conocía a Horst. Y él eligió ese momento para compartir conmigo un secreto, la creencia de que su padre había sido asesinado.

«¿Cuál es la verdad entonces?»

«Es mejor empezar por el principio», respondió Horst.
 

* * *

Traducción de Francisco José Ramos Mena.

* * *

 

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