30/05/2025
Empieza a leer 'Posesión' de A. S. Wyatt

 

INTRODUCCIÓN

 

Escribir Posesión fue para mí una suerte, aunque al principio pareció lo contrario. La escribí en dos veranos después de renunciar al puesto docente que llevaba once años ocupando en el University College de Londres, y resultaría ser la única de mis novelas que no se viera interrumpida por otros problemas, proyectos, enfermedades y responsabilidades.

Había estado pensando en una novela así durante por lo menos quince años, y a lo largo de ese tiempo había cambiado mucho en mi cabeza. A diferencia de todo lo demás que he escrito, empezó por el título. Estaba yo sentada en la antigua sala de lectura redonda del Museo Británico, observando cómo Kathleen Coburn, la gran especialista en Coleridge, daba vueltas y vueltas por el catálogo circular, y me di cuenta de que había dedicado toda su vida a aquel difunto. Y pensé: «¿Es él quien la posee, o le posee ella a él?». Y pensé que podía haber una novela, «Posesión», sobre las relaciones entre los vivos y los muertos. Sería como el relato de un hechizo diabólico. Después me di cuenta de que la palabra tenía un sentido directamente económico. ¿Quién «posee» los manuscritos de escritores muertos? Empecé a darle vueltas a eso, y mucho tiempo después caí en la cuenta de que «posesión» se aplicaba también a las relaciones sexuales. En esa época yo trabajaba sobre las maravillosas cartas de Robert y Elizabeth Barrett Browning, y se me ocurrió la idea de dos parejas de amantes, una moderna y la otra de plena era victoriana, que se poseyeran recíprocamente en todos esos sentidos.

Mi plan original había sido escribir una especie de novela experimental, un palimpsesto fantasmal de textos literarios teóricos e intrusivamente biográficos, tras los cuales fuera posible vislumbrar a los amantes y poetas pero no verlos claramente. Lo que hizo cambiar todo fue mi lectura de El nombre de la rosa de Umberto Eco, con su parodia medieval de una historia de detectives. Todos los amigos de mi marido en la City estaban enfrascados en aquel libro e interesados por toda la teología medieval que contenía. Yo vi que el secreto estaba en que si la historia que cuentas es robusta le puedes meter dentro todo lo demás que haya que meter. Así que empecé a inventar una historia de detectives como las que leía en mi infancia. Descubrí que las historias de detectives hay que construirlas hacia atrás: hay que inventar la trama que lleve a un desenlace que ya está resuelto. Hay que ir escondiendo cosas para encontrarlas en el momento estratégico. En la novela psicológica son los personajes los que hacen avanzar la trama a medida que se aclaran sus sentimientos. El rigor de esta forma nueva fue una liberación. Me sorprendí parodiando escenas de D. L. Sayers y Georgette Heyer.

La «idea» de la novela era que los poemas tienen más vida que los poetas, y que poemas y poetas son más vivaces que los teorizadores de la literatura o los biógrafos que van viviendo vidas de segunda mano. Para mí siempre es como una sorpresa volver a la obra de un poeta después de leer cosas escritas sobre él o ella. Formalmente mi novela necesitaba la presencia de poemas de verdad. Yo no escribo poesía. Robertson Davies había escrito una novela sobre una ópera utilizando los poemas de Thomas Lovell Beddoes a modo de libreto virtual. Mi editor por entonces era D. J. Enright, un muy buen poeta (infravalorado). Yo le conté que estaba pensando utilizar los versos «victorianos» del Ezra Pound joven. «Tonterías», dijo Denis. Los vas a escribir tú. Así que me fui a mi casa y escribí un poema victoriano sobre una araña. Me encontré con que los poemas llegaban sin dificultad; se escribieron a medida que la forma de la novela los iba necesitando, como parte de la corriente de palabras; yo veo una novela como una labor de punto, toda ella un único hilo continuo. La gente me preguntaba por mi «investigación», dando por supuesto que era un trabajazo y no el deleite de descubrir cosas que no conocías. Pero en mi caso yo estaba, y lo había estado desde siempre, ya poseída por los poemas de Tennyson y Browning. Los leí de pequeña, mi madre era experta en Browning. Llevo sus ritmos metidos en la cabeza, y de hecho surgen en pasajes de mis novelas donde no hacen falta.

Cuando el libro quedó terminado, despertó reparos y dudas en editores de ambas orillas del Atlántico. Me pedían que quitara la poesía, que redujera los escritos victorianos. «Es una buena intriga echada a perder por esas excrecencias», me dijo el único editor americano que tuvo el valor de contratarlo. Yo lloraba en las madrugadas. Entonces ganó el premio Irish Times Aer Lingus, y el premio Booker, y para asombro de todo el mundo, yo incluida, pasó a ser un bestseller. Hay personas que escriben tesis sobre mis poetas imaginados. Se ha traducido a más de treinta idiomas. Tengo una gran deuda con Umberto Eco.

A. S. BYATT,
2009

 

Posesión

Para Isobel Armstrong

 

Si un escritor llama Romance a su obra, no será menester que declare su intención de permitirse, en cuanto a la manera y el material, una laxitud a la que no se habría sentido autorizado si pretendiese escribir una Novela. Esta segunda forma de composición se propone una fidelidad muy estricta al curso, no ya posible, sino probable y ordinario de la experiencia humana. A la primera, aunque como obra de arte deba someterse a leyes rígidas, y aunque cometería un pecado imperdonable si se apartase de la verdad del corazón humano, empero se le permite presentar esa verdad bajo circunstancias que en gran medida pueden ser del capricho o la invención del escritor... El punto de vista desde el cual la presente narración entra en la definición de romántica consiste en el intento de enlazar un tiempo pretérito con el presente mismo que vemos alejarse presuroso.
NATHANIEL HAWTHORNE,
prólogo a La casa de los siete gabletes

 

And if at whiles the bubble, blown too thin,
Seem nigh on bursting, – if you nearly see
The real world through the false, – what do you see?
Is the old so ruined? You find you’re in a flock
O’ the youthful, earnest, passionate – genius, beauty,
Rank and wealth also, if you care for these:
And all depose their natural rights, hail you,
 (That’s me, sir) as their mate and yoke-fellow,
Participate in Sludgehood – nay, grow mine,
I veritably possess them – [...]

And all this might be, may be, and with good help
Of a little lying shall be: so Sludge lies!
Why, he’s at worst your poet who sings how Greeks
That never were, in Troy which never was,
Did this or the other impossible great thing! [...]

But why do I mount to poets? Take plain prose –
Dealers in common sense, set these at work
What can they do without their helpful lies?
Each states the law and fact and face o’ the thing
Just as he’d have them, finds what he thinks fit,
Is blind to what missuits him, just records
What makes his case out, quite ignores the rest.
It’s a History of the World, the Lizard Age,
The Early Indians, the Old Country War,
Jerome Napoleon, whatsoever you please.
All as the author wants it. Such a scribe
You pay and praise for putting life in stones,
Fire into fog, making the past your world.
There’s plenty of ‘How did you contrive to grasp
The thread which led you through this labyrinth?
How build such solid fabric out of air?
How on so slight foundation found this tale,
Biography, narrative?’ or, in other words,
‘How many lies did it require to make
The portly truth you here present us with?’

ROBERT BROWNING,
Mr. Sludge, «the Medium» 

(Y si a ratos la burbuja, por demasiado hinchada, / parece a punto de estallar; si casi se ve / el mundo real a través del falso, ¿qué es lo que se ve? / ¿Está lo viejo tan ruinoso? Te encuentras en un rebaño / de juventud, de empeño, de pasión; genio, belleza, / rango, riquezas también, si te interesan: / y todos deponen sus derechos naturales y te aclaman / [es decir, me aclaman a mí] como colega y compañero, / ingresan en la cofradía de Sludge, y se hacen míos, / verdaderamente los poseo. [...] / Y todo esto podría ser, puede ser, y con ayuda / de alguna mentirilla será: ¡conque Sludge miente! / ¡En el peor de los casos, como el poeta que canta cómo unos griegos / que nunca existieron, en una Troya que nunca existió, / hicieron tal o cual proeza imposible! [...] / Pero ¿por qué me elevo a los poetas? Tomad la prosa llana: / los que manejan el sentido común, puestos a trabajar, / ¿qué pueden hacer sin sus útiles mentiras? / Cada cual declara la ley, el hecho y la apariencia / como querría que fuesen, encuentra lo que le conviene, / no ve lo que le estorba, se limita a registrar / lo que abona su caso, omite el resto. / Y es una Historia del Mundo, la Era del Dinosaurio, / los Indios Primitivos, la Guerra Colonial, / Jerónimo Napoleón, lo que se quiera. / Todo como al autor le plazca. Y a ese escriba / le pagáis y alabáis por dar vida a las piedras, / poner fuego en la bruma, hacer del pasado vuestro mundo. / Y mucho: «¿Cómo fue usted capaz de asir / el hilo que le guió por ese laberinto? / ¿Cómo alzó del aire un edificio tan sólido? / ¿Cómo en tan leve fundamento pudo fundar este relato, / esta biografía, esta narración?». O, dicho en otras palabras, / «¿Cuántas mentiras le costó hacer / la majestuosa verdad con que aquí nos obsequia?».)

 

CAPÍTULO I

 

Allí están estas cosas: el vergel,
el árbol, la serpiente, la áurea fruta,
la mujer en la sombra de las ramas,
el curso de agua y el espacio herboso.
Allí están y allí estaban. En el huerto
hespérido, confín del viejo mundo,
pendía dorado el fruto en las eternas
frondosidades, y el dragón Ladón,
erizando la enjoyelada cresta,
la áurea garra afilando, descubriendo
el argentado diente, dormitaba
a la espera –toda una eternidad–
de que Heracles, el héroe trapacero,
llegase a desposeerle y expoliarle.

RANDOLPH HENRY ASH,
El jardín de Proserpina, 1861

El libro, grueso y negro, estaba cubierto de polvo. Tenía las tapas combadas y quebradizas; en sus tiempos había sido maltratado. Le faltaba el lomo, o mejor dicho sobresalía entre las hojas como abultado marcador. Estaba sujeto con vueltas y vueltas de una cinta blanca sucia, cuidadosamente atada con un lazo. El bibliotecario se lo entregó a Roland Michell, que lo esperaba sentado en la sala de lectura de la Biblioteca Londinense. Había sido exhumado de la caja de seguridad número 5, donde solían flanquearlo Las travesuras de Príapo y El amor griego. Eran las diez de la mañana de un día de septiembre de 1986. Roland ocupaba la mesita individual que más le gustaba, detrás de un pilar cuadrado, pero con el reloj de la chimenea bien a la vista. A su derecha había un ventanal soleado, que dejaba ver el ramaje verde de St James’s Square.

La Londinense era el lugar preferido de Roland. Mugrienta pero civilizada, no solo estaba repleta de historia sino habitada también por poetas y pensadores vivos, que uno se tropezaba puestos en cuclillas sobre el piso de metal calado del depósito o discutiendo amigablemente en el rellano de la escalera. Allí había ido Carlyle, allí George Eliot había deambulado entre las estanterías. Roland veía arrastrarse sus faldas de seda negra, sus colas de terciopelo, estrujadas entre los Padres de la Iglesia, y oía el eco metálico de su pisada firme entre los poetas alemanes. Allí había ido Randolph Henry Ash, a atiborrar su elástica mente y su memoria de menudencias encontradas en Historia y Topografía, o en las fecundas conjunciones alfabéticas de Ciencia y Miscelánea: Danza, Decoración, Delfines, Demencia, Dietética, Distribución. En su época los libros sobre Evolución se clasificaban en la sección Hombre Preadamita. Roland había descubierto recientemente que la Londinense poseía el ejemplar que perteneció a Ash de los Principios de una ciencia nueva de Vico. Era muy de lamentar que los libros de Ash estuvieran repartidos entre Europa y los Estados Unidos. El lote más nutrido, con mucho, se encontraba, cómo no, en la Colección Stant de la Universidad Robert Dale Owen de Nuevo México, donde Mortimer Cropper trabajaba en su edición monumental de la Correspondencia completa de Randolph Henry Ash. Eso hoy día no era problema, los libros viajaban por el éter como la luz y el sonido. Pero no era imposible que el Vico de Ash tuviera notas marginales que se le hubieran escapado incluso al infatigable Cropper. Y Roland estaba buscando fuentes del Jardín de Proserpina. Y era siempre un placer leer las frases que Ash había leído, que habían tocado sus dedos, que habían recorrido sus ojos.

Se veía inmediatamente que el libro llevaba mucho tiempo sin abrir, quizá desde el día en que lo ficharon. El bibliotecario fue en busca de una bayeta de cuadros y le quitó el polvo, un polvo de la época victoriana, negro, espeso y tenaz, un polvo compuesto de partículas de humo y niebla acumuladas antes de las leyes sobre contaminación atmosférica. Roland deshizo las ataduras. El libro se abrió de golpe como una caja, vomitando hoja tras hoja de papel descolorido, azul, marfil, gris, cubiertas de letras oxidadas, trazos marrones de una plumilla de acero. Roland reconoció la escritura con un vuelco de emoción. Parecían ser notas sobre Vico, escritas en el reverso de facturas de libros y cartas. El bibliotecario comentó que daba la impresión de que nadie las hubiera tocado hasta entonces. Tenían los bordes que sobresalían de las páginas teñidos de negro de carbonilla, lo que les daba un aspecto de esquelas de defunción. El borde de la página y el de la mancha coincidían exactamente con sus posiciones actuales.

Roland preguntó si podía estudiar aquellas anotaciones, dando sus credenciales: era ayudante de investigación a tiempo parcial del profesor Blackadder, que desde 1951 preparaba la edición de las Obras completas de Ash. El bibliotecario se fue de puntillas al teléfono; durante su ausencia las hojas muertas siguieron crujiendo y moviéndose, animadas por su liberación. Ash las había metido allí. El bibliotecario volvió diciendo que sí, que no había inconveniente, siempre que pusiera mucho cuidado en no alterar la colocación de los papeles sueltos hasta que estuvieran registrados y catalogados. El director agradecería que se le informara de cualesquiera hallazgos de importancia que pudiera hacer el señor Michell.

Todo esto había quedado resuelto a las diez y media. Durante la media hora siguiente Roland trabajó sin orden alguno, hojeando el Vico de atrás adelante y de delante atrás, buscando a Proserpina y a la vez leyendo las notas de Ash, lo cual no era fácil porque estaban escritas en distintos idiomas y con la letra que empleaba Ash en sus anotaciones, una letra casi de imprenta y diminuta, que a primera vista no parecía de la misma mano que la letra más generosa con que escribía la poesía o las cartas.

A las once encontró un pasaje de Vico que parecía ser el pertinente. Vico había buscado el hecho histórico en las metáforas poéticas de mitos y leyendas; esa recomposición era su «ciencia nueva». Su Proserpina era el cereal, origen del comercio y de la comunidad. En la Proserpina de Randolph Henry Ash se había querido ver un reflejo victoriano de la duda religiosa, una meditación sobre los mitos de resurrección. Lord Leighton la había pintado trastornada y flotante, como una figura de oro en un túnel de tinieblas. Blackadder estaba persuadido de que para Randolph Ash representaba una personificación de la propia Historia en sus comienzos míticos. (Ash había escrito también un poema sobre Gibbon y otro sobre Beda el Venerable, historiadores de corte muy dispar. Blackadder había escrito un artículo sobre R. H. Ash y la historiografía relativa.)

Roland comparó el texto de Ash con la traducción y copió algunas frases en una ficha. Llevaba dos cajas de fichas, una roja como un tomate y otra de un verde hierba intenso; en el silencio de la biblioteca, sus bisagras de plástico a presión daban un chasquido al abrirse. 

 

* * *

Traducción de María Luisa Balseiro

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 Posesión

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