14/02/2023
Empieza a leer 'Memè Scianca' de Roberto Calasso

 

Era una noche templada a finales de prima­vera. Estábamos sentados en torno a una mesa de piedra, bajo una pérgola. Un poco más allá, el lago de Garda. Por aquellos días yo estaba leyendo los recuerdos de infancia de Florens­ki, titulados A mis hijos. Me habían conmovido en particular algunas historias, algunos deta­lles de sus primeros años en la estepa del Cáu­caso. Josephine, de veintiún años, y Tancre­di, de doce, me escuchaban interesados, pero también por complacerme. Historias demasia­do lejanas, pensé. Después empezaron a pre­guntarme qué recuerdos conservaba yo de mis primeros años. Dije algo y me di cuenta de in­mediato de que sonaba igualmente lejano. ¿Qué diferencia había, en el fondo, entre la es­tepa del Cáucaso a finales del siglo XIX y Flo­rencia durante la guerra? No demasiada. Per­tenecían, ambas, a esa era incierta y borrosa que se extendía desde los años precedentes a su nacimiento.

 

«Oía cómo llegaba el verano por el bulevar.» Empecé a escribir mi primer libro de memo­rias en Florencia, a los doce años. Se abría con esa frase sobre el verano, referida a la época fabulosa en la que tenía cinco o seis años. El acorde inicial lo daba el cambio en el sonido de un tranvía, con el aproximarse de la nueva estación. Era el 19, que entonces pasaba por el centro del bulevar Reina Margherita, antes de que asumiera el nombre republicano y resis­tente de Spartaco Lavagnini. Al sonido cam­biante de los tranvías correspondían, de no­che, las láminas de luz que partían la oscuri-dad en franjas paralelas: solitarios automóviles que atravesaban el bulevar.

Después nos trasladábamos al lugar donde el verano alcanzaba su momento culminante. Un campo soleado y enceguecedor. Castellina in Chianti, donde mis padres alquilaban una casa. En ese punto choqué con el primer obstáculo grave para quien escribe un cuento: los nom­bres. No quería que fueran nombres verdade­ros. Traté de inventar algo que sonara plausi­blemente toscano. Pero no conseguí llegar demasiado lejos. Al final, las páginas sobre Cas­tellina, de las que solo escribí una mínima parte, iban a llamarse Castillo. Allí mi primer recuerdo tiene que ver con ratones nocturnos. Grandes habitaciones, llenas de sombra, semivacías. Junto a mi cama había un armario imponente y lúgubre, de madera oscura. Desvelado en plena noche, oía un ruido tenaz, que no se parecía a nada y provenía del armario. Eran ratones que roían las mantas apiladas. Por la mañana, dije con tono convencido: «Hay ratones en el arma­rio». Al principio no me creyeron. Pensaban en fantasías infantiles. Pero enseguida se dieron cuenta también ellos y se desencadenó una gran agitación. Para arreglar el desastre vino una mo­dista, que era sordomuda. Miraba las mantas roídas y decía: «Naierre, naierre», que en su len­guaje significaba: «Cortar, cortar». Después, poco a poco, todo se tranquilizó.

 

 

Tras ese primer intento, que se interrum­pió enseguida, la idea de escribir acerca de mí mismo se desvaneció hasta hoy, después de casi setenta años. Escribir quedaría ligado para siempre a la exploración de algo lejano, también en la lengua, que me parecía más ur­gente que cualquier otra cosa sobre mí, inclui­do yo mismo. El único libro que he dedicado a un italiano apareció tardíamente y era a un pin­tor, Tiepolo, no un maestro de la lengua italia­na. Aquello que nos resulta más cercano nece­sita un camino tortuoso para llegar a hacerse visible.

 

 

Leyendo A mis hijos de Florenski, que por momentos resulta grandioso y conmovedor, se me reveló aquello que debía evitar en cualquier caso: la progresión lineal. La memoria está he­cha fundamentalmente de agujeros, como un territorio acribillado de cráteres volcánicos ya inactivos. Cualquier intento de reconstruir un itinerario similar al trazado de una calle sobre un mapa es vano y tiende a desfigurar los ele­mentos que se van incorporando a su paso.

Los asiriólogos denominan «pseudoauto­biografías» a las primeras vidas, escritas no por quien habla en primera persona, que es siem­pre un rey o un dios, sino por un escriba igno­to, que vivió muchos años más tarde, cuando ya no quedaban testimonios directos.

A lo largo de los años uno se vuelve, aunque no quiera, el escriba de uno mismo. Faltan los testigos, todo fragmento que aflora podría aflorar por última vez, antes de ser abandona­do a una inexistencia completa. Quien escribe duda de cada palabra que escribe. Sabe que nadie podrá confirmarla. Pero predomina el impulso de aferrar el borde de una tela que al­guna vez envolvió un cuerpo.

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Traducción de Edgardo Dobry

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Meme Scianca

 

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