23/05/2022
Empieza a leer 'La senda de Aristóteles' de Edith Hall

 

INTRODUCCIÓN

 

Las palabras «feliz» y «felicidad» son muy trabajadoras y productivas. En inglés, por ejemplo, uno puede comprarse un Happy Meal o tomarse un cóctel por poco dinero durante una happy hour. Las «pastillas de la felicidad» nos ayudan a mejorar nuestro estado de ánimo, y en las redes sociales podemos enviar emoticonos felices y contentos. Tenemos la felicidad en muy alta estima. La canción «Happy», de Pharrell Williams, fue número uno y el tema más vendido de 2014 en los Estados Unidos y en otros veintitrés países. Según este cantante y compositor, la felicidad es un momento de júbilo pasajero, un estado de ánimo que consiste en sentirse como un globo de aire caliente.

No obstante, la felicidad nos provoca confusión. Casi todo el mundo cree que quiere ser feliz, entendiendo la felicidad como un prolongado estado psíquico de satisfacción (a pesar de lo que dice Williams en su canción). Si decimos a nuestros hijos que «solo queremos que sean felices», lo que queremos decir es «felices siempre». Por paradójico que parezca, en nuestras conversaciones cotidianas es mucho más frecuente que la felicidad se refiera a una alegría trivial y momentánea: una comida, un cóctel, un correo electrónico... O, como dijo Lucy, de la tira cómica Carlitos y Snoopy, después de abrazar a Snoopy, un encuentro con un «cachorro calentito». Un «feliz cumpleaños» implica unas horas de diversión para celebrar el hecho de haber nacido.

¿Y si la felicidad fuese un estado del ser que durase toda la vida? En lo que respecta a lo que eso realmente significaría, los filósofos se dividen en dos grupos principales. Por una parte, los que sostienen que la felicidad es objetiva y que un observador o un historiador la pueden percibir e incluso evaluar; sería, por ejemplo, buena salud, longevidad, una familia que nos quiere, estar libres de problemas económicos o de ansiedad. Según esta definición, la reina Victoria, una mujer admirada en todo el mundo que vivió casi ochenta y dos años y dio a luz a nueve hijos que llegaron a adultos, tuvo, sin duda alguna, una vida «feliz»; pero María Antonieta, claro, fue «infeliz»: dos de sus cuatro hijos murieron siendo aún niños, su pueblo la despreció y murió en la guillotina sin haber cumplido cuarenta años.

La mayor parte de los libros que tratan el tema de la felicidad se ocupan de esta definición de «bienestar» objetivo, y lo mismo se aplica a los estudios que los gobiernos encargan para medir la felicidad de sus ciudadanos a escala internacional. Desde 2013, Naciones Unidas celebra el 20 de marzo el Día Internacional de la Felicidad, que aspira a fomentar la felicidad mensurable poniendo fin a la pobreza, reduciendo la desigualdad y protegiendo el planeta.

En el segundo bando se sitúan los filósofos que niegan esa definición y que entienden la felicidad como un hecho subjetivo. Para ellos no se relaciona con «bienestar», sino con «satisfacción». Según este punto de vista, ningún observador puede saber si alguien es feliz o no, y es posible que la persona que más se jacta de serlo padezca una profunda melancolía. La felicidad subjetiva se puede describir, pero no medir. No podemos saber quién fue más feliz durante la mayor parte de su vida, si María Antonieta o la reina Victoria. Es posible que María Antonieta disfrutara largas horas de intensa gratificación y que Victoria no, pues enviudó muy joven y vivió aislada durante años.

Aristóteles fue el primer filósofo que indagó esta segunda clase de felicidad, la subjetiva, y desarrolló un complejo programa humano para llegar a ser una persona feliz. Y ese programa sigue siendo válido hasta hoy. El filósofo de Estagira nos ofrece todo lo que necesitamos para evitar lo que le ocurre al protagonista moribundo de La muerte de Iván Ilich (1886), de Tolstói, que toma conciencia de haber malgastado gran parte de su vida tratando de ascender en la escala social y valorando más su propio interés que la compasión y los valores comunitarios (casado, además, con una mujer que no le gustaba). Ante la inminencia de la muerte, Iván odia a los miembros más cercanos de su familia, que ni siquiera se dignan a sacar el asunto a colación. La ética aristotélica abarca todo lo que los pensadores modernos asocian con la felicidad subjetiva: realización personal, búsqueda lograda de «un significado» o «un sentido» y el «fluir» del compromiso creativo con la vida (o «emoción positiva»).

En este libro aspiro a presentar la ética de Aristóteles, consagrada por la tradición, en un lenguaje contemporáneo y aplicar sus lecciones a los desafíos prácticos de la vida real: tomar decisiones, redactar una solicitud de empleo, comunicarse en una entrevista, emplear la tabla aristotélica de las virtudes y los vicios para analizar nuestro carácter, resistirnos a las tentaciones y escoger amigos y pareja.

Da igual el momento de la vida en que nos encontremos; las ideas de Aristóteles pueden hacernos más felices. Son pocos los filósofos, los místicos, los psicólogos o los sociólogos que han hecho mucho más que reformular las percepciones básicas de Aristóteles, pues fue él quien las anunció primero y mejor, más claramente y de un modo más holístico que cualquiera de los que vinieron después. Cada parte de su receta para ser feliz remite a una etapa distinta de la vida humana, pero también se cruza con todas las demás.

Aristóteles insistió en que llegar a ser subjetivamente feliz como individuos es una responsabilidad única y trascendental, y es nuestra responsabilidad. También es un gran don; decidir ser más feliz es algo que, cualesquiera sean las circunstancias, está dentro de la competencia de la mayoría. Sin embargo, comprender la felicidad como un estado interior y personal sigue siendo ambiguo. ¿Qué es, pues, la felicidad? Los filósofos modernos llegan a la felicidad subjetiva desde tres direcciones.

 

 

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Traducción de Daniel Najmías.

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La senda de Aristóteles

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