02/11/2020
Empieza a leer 'Hombres justos' de Ivan Jablonka


INTRODUCCIÓN:
REVOLUCIONAR LO MASCULINO

Los hombres lideraron todos los combates, salvo el de la igualdad de sexo. Soñaron todas las emancipaciones, salvo la de las mujeres. Con alguna que otra excepción, se acomodaron al funcionamiento patriarcal de la sociedad, sacaron provecho de él. Hoy como ayer, los privilegios de género son endémicos en todo el mundo.

Moldeado por milenios de estereotipos e instituciones, el modelo del macho tradicional ha caducado. Está anticuado y es a su vez nefasto, porque es una máquina de dominar: a las mujeres, pero también a todos los hombres cuya masculinidad es juzgada ilegítima. Esta es la próxima utopía: inventar nuevas masculinidades. Transformar lo masculino para que se vuelva compatible con los derechos de las mujeres e incompatible con las jerarquías patriarcales. Como resultado, la familia, la religión, la política, la empresa, la ciudad, la seducción, la sexualidad y el idioma podrían verse trastocados.

En todos los países, sea cual sea la situación de las mujeres, es urgente definir una moral de lo masculino para la totalidad de los actos sociales. ¿Cómo impedir que los hombres ultrajen los derechos de las mujeres? En materia de igualdad de sexo, ¿qué vendría a ser un «tipo correcto»? Hoy necesitamos hombres igualitarios, hostiles al patriarcado, afectos al respeto más que al poder. Solo hombres, pero hombres justos.


El punto ciego de la democracia

En 1791, Olympe de Gouges iniciaba su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana mediante el siguiente apóstrofe: «Hombre, ¿acaso eres capaz de ser justo? Quien te lo pregunta es una mujer.» Más de dos siglos después de su muerte, cuando uno observa en todo el mundo la composición de los gobiernos, las inequidades salariales, el desequilibrio en las tareas domésticas, la violencia dentro de la pareja o en el espacio público, aún cabe preguntarse si los hombres son «capaces de ser justos». La invención democrática en el siglo XVIII, la revolución industrial en el siglo XIX, el socialismo y la descolonización en el siglo XX no cambiaron nada de eso: nuestra modernidad permanece endeble.

Numerosas instituciones aquí y allá mencionan la igualdad entre los sexos. Sin embargo, los derechos de las mujeres siguen siendo un impensado de nuestra condición democrática. De Aristóteles a Rawls, pasando por Descartes y Rousseau, los filósofos se interesaron muy poco por la cuestión. Su reflexión sobre la justicia no englobaba la justicia de género. Los revolucionarios, por su parte, se sacrificaron por la libertad, salvo cuando esta beneficiaba a las mujeres. Tomando conocimiento de esas lagunas y refundando lo masculino sobre la base de los derechos de todas y todos podemos enriquecer nuestras ambiciones comunes.

¿Por dónde empezar? Tomemos dos ejemplos: la distribución de las tareas y la violencia sexual. En el siglo XX, la sociedad cambió más rápido que los hombres. Hoy, en los países occidentales, la mayoría de las mujeres trabaja, estudia una carrera, elige su sexualidad, pero los hombres no han sacado todas las consecuencias que derivan de ello. El horizonte de las mujeres se ha ampliado de manera increíble; no así el de los hombres, que no se han deshecho de sus hábitos: mandar y ser servidos. Giros sociales, por un lado, y resistencias al cambio, por el otro, colisionan en el seno de cada pareja. Punto de cristalización de las desigualdades de género, las tensiones ligadas al reparto de las tareas son la experiencia individual de una serie de mutaciones colectivas. Por esa razón, la puesta en movimiento de lo masculino no solo exige buena voluntad y esfuerzos personales, sino también lógicas políticas.

Del mismo modo, el movimiento #MeToo ha demostrado que la definición de lo masculino exigía un debate. Ha incitado a los hombres a interrogarse acerca de las agresiones sexuales. No se puede decir que de ello haya resultado una movilización masiva, pero al menos se dio inicio a la reflexión. ¿Por qué tantos abusos, acosos, violaciones, en un clima de indiferencia o de tolerancia latente? ¿Dónde se sitúa la línea roja más allá de la cual uno se convierte en un Weinstein, pequeño o grande? ¿Seré un seductor o un canalla?

Esas inquietudes son sanas, pero todavía quedan muchas cosas por debatir. A los ojos de la justicia de género, ¿qué es un buen padre, un buen compañero, un buen colega, un buen mánager, un buen amante, un buen creyente, un buen dirigente, un buen ciudadano? Estos interrogantes equivalen a preguntarse, individual o colectivamente, qué significa ser un hombre hoy.

Ya no corresponde a las mujeres cuestionarse a sí mismas, torturarse sobre sus elecciones de vida, justificarse en todo momento, agotarse conciliando trabajo, maternidad, vida familiar y ocio. Corresponde a los hombres recuperar el retraso que tienen respecto de la marcha del mundo. A ellos corresponde interrogarse sobre lo masculino, sin suscribirse a la mitología del héroe de los tiempos modernos que merece una medalla porque logró programar la lavadora. Esa introspección no tendría ningún sentido ni ninguna eficacia sin el concurso de toda la sociedad, en todos los ámbitos: legislación, fiscalidad, protección social, organización del trabajo, cultura empresarial, civilidad amorosa, educación familiar, pedagogía, enseñanza, modos de vivir juntos.

Nuestros Estados, que tanto valoran la igualdad y la justicia, carecen desesperadamente de hombres afectos a esos valores. Nuestras democracias tienen un punto ciego: la justicia de género, que exige que desaparezcan las desigualdades entre los sexos. El desafío para los hombres no es «ayudar» a las mujeres a ser independientes, sino cambiar lo masculino para no someterlas.


Nuevas masculinidades

Contrariamente a las demás revoluciones (neolitización, monoteísmos, viajes de circunnavegación, ciencia moderna, derechos humanos, independencias), la revolución feminista movilizó poco a los hombres. ¿Por qué esa cuasiausencia? Se sintieron señalados, amenazados, pero sobre todo fueron incapaces de pensarla como tal, es decir, como una revolución. De hecho, muchos no vieron en ella sino una agitación estéril: en el mejor de los casos, una «transformación de las costumbres»; en el peor, un «asunto de señoras».

La indiferencia o la hostilidad de los hombres explica que a menudo las feministas hayan tenido que contar únicamente con sus propias fuerzas. De ahí esa atmósfera de guerra de sexos que hoy reina: mientras que muchos hombres se sienten agredidos por las reivindicaciones de las feministas, algunas de ellas se niegan a colaborar con sus «opresores». Esas dos posiciones descansan en la misma premisa: la igualdad de sexo no sería un asunto de hombres. No es cierto. En 1966, la antropóloga Germaine Tillion escribía que no existe en ninguna parte «una desgracia estanca meramente femenina, ni un envilecimiento que hiera a las hijas sin salpicar a los padres». Podemos recordar, con ella, que los derechos de las mujeres simplemente caen bajo la órbita de los derechos humanos. Precisamente de ese combate se excluyen los hombres. ¿Será demasiado tarde para contemplar un frente intersexo de progreso, un feminismo inclusivo?

Hay hombres, como Nicolas de Condorcet, Charles Fourier, William Thompson, John Stuart Mill, Léon Richer, Jin Tianhe y Tahar Haddad, que apoyaron la emancipación de las mujeres. Defendían su integridad física, su libertad de movimiento, su igualdad intelectual, civil o política; reclamaban para ellas el derecho a aprender, trabajar, votar, amar, ser autónomas. El compromiso de aquellos pioneros salva el honor del género masculino. Demuestra que la dominación padecida por las mujeres no es un problema de sexo, sino de género; no una maldición biológica, sino una institución cultural. Por consiguiente, todo el mundo está habilitado para combatirla: el feminismo es una elección política.

No obstante, si aquellos valientes pensadores tenían la ambición de «nivelar» a las mujeres en materia de derechos, no contemplaban cambiar la vida de los hombres, ni su autoridad social, ni su preponderancia de género. Posición generosa, pero inconsecuente, ya que remedia los efectos sin arremeter contra las causas. Por tal motivo, la prohibición de las mutilaciones sexuales, el reparto de las tareas en el seno del hogar, la paridad en política o en la empresa –un feminismo que coloque a las mujeres «en el mismo plano» que los hombres– son objetivos obviamente necesarios pero insuficientes.

El modelo paritario (la mujer «equiparable al hombre»), que inspiró al feminismo desde finales del siglo XVIII, dejaba casi intactas las prerrogativas de lo masculino: las mujeres debían entonces reclamar y obtener derechos que los hombres ya poseían. Hay que invertir esa relación. La dinámica de los géneros exige la adopción de un modelo donde lo masculino debiera redefinirse respecto de los derechos de las mujeres. Porque conquistaron la libertad y la igualdad, las mujeres encarnan la norma de una sociedad democrática: corresponde a los hombres adaptarse a ese Estado de derecho y de hecho.

Toda militancia ha de comenzar por un examen de conciencia. Ese trabajo sobre uno mismo atañe ante todo a quienes ostentan un poder: políticos, altos funcionarios, directivos de empresas, ejecutivos, publicitarios, urbanistas, policías, jueces, médicos, periodistas, docentes, investigadores. Todos deben interrogarse sobre la masculinidad en general y sobre la propia en particular. ¿Existen situaciones en las que saco partido de mi condición de hombre, sin siquiera quererlo, sin siquiera saberlo? ¿Lo masculino se define por la fuerza, la agresividad, el culto del poder y el dinero, la denigración del otro? ¿Por qué los hombres que desprecian a las mujeres también desprecian a determinados hombres, percibidos como degenerados o traidores a su sexo?

Hay mil formas de ser hombre; de ahí la noción de «masculinidades». Podemos concebir a un hombre feminista, pero también a un hombre que acepte su cuota de femenino, a un hombre a quien la violencia y la misoginia repelen, a un hombre que abandone los roles que le han hecho asumir, a un hombre sin la autoridad, la arrogancia, el privilegio, la pretensión de representar a la humanidad entera. Las nuevas masculinidades pueden sanar lo masculino de su complejo de superioridad.


Justicia de género y progreso colectivo

Revolucionar lo masculino supone teorizar la justicia de género. Esta última apunta a la redistribución de género, así como la justicia social exige la redistribución de la riqueza. Pero antes de vislumbrar las consecuencias sociales, institucionales, políticas, culturales y sexuales de semejante proyecto, es menester comprender el mundo nuestro, con sus dos rasgos paradójicos: la longevidad del patriarcado y los fallos de lo masculino.

Una de las razones que explican la lentitud de los avances es la ignorancia en lo que se refiere a la historia de la dominación masculina. Muchos son los hombres y mujeres que comprueban a diario que el macho ostenta el poder, pero no saben por qué ni desde cuándo. Entonces sí, habrá que hablar del Paleolítico, del Neolítico y de la Antigüedad, de todos los momentos en los cuales lo masculino dejó de ser un punto de vista para convertirse en la encarnación de lo superior y lo universal. Así es como nos remontamos a las raíces del problema. Quien quiera actuar sobre el presente ha de adoptar una perspectiva a muy largo plazo, para sopesar la amplitud de las transformaciones que nos quedan por realizar. Aquí comienza el cuestionamiento de lo masculino.

La supuesta nobleza de los hombres los obliga. Eso explica que siempre estén potencialmente en crisis, alienados por su propia dominación. Desde el siglo XIX, la jerarquía de los sexos se ve turbada por las victorias del feminismo y el acceso de las mujeres a cargos de responsabilidad, así como por la redefinición de los roles familiares. En el último cuarto del siglo XX, la desaparición de los bastiones industriales y la tercerización del empleo sacudieron el estatus de los hombres. Tanto en la universidad como en el mercado laboral, los chicos compiten cada vez más con las chicas, mejor adaptadas a la economía del saber.

Permanencia del patriarcado, por un lado; escalada de las dudas, por el otro. ¿Cómo explicar esta paradoja? En realidad, lo masculino se preocupa porque teme no dominar más. Aprovechemos. Ha llegado la hora de defender un nuevo proyecto de sociedad: la justicia de género, que conlleva criterios de justicia (no dominación, sino respeto, igualdad), una ética de género (máximas para guiar lo masculino) y acciones subver­sivas (el desmontaje del patriarcado), con el fin de alcanzar determinada calidad de relación social («vivir con iguales», como dice John Stuart Mill). Así es como se puede redistribuir el género. Por consiguiente, se trata de barajar y dar de nuevo, con miras a repartir de forma igualitaria los poderes, las responsabilidades, las actividades, los juegos, los roles públicos y privados.

El presente libro despliega sus proposiciones en cuatro partes. La primera rastrea la formación de las sociedades patriarcales; la segunda saca a la luz los combates y actores del feminismo; la tercera analiza las transformaciones que hoy profundizan los fallos de lo masculino. Juntas, esas páginas esclarecen el modo en que se construyó y luego tambaleó el poder de los hombres. La cuarta parte demuestra que, gracias al cuestionamiento, lo masculino puede ser redefinido. Los hombres tienen otra historia además del patriarcado y, por ende, otro porvenir: las nuevas masculinidades. Masculinidades que reconocen los derechos de las mujeres, pero también los de todos los hombres.

Mi reflexión está sostenida por dos preocupaciones solidarias entre sí: cómo se comportan y cómo deberían comportarse los hombres. Para decirlo en términos filosóficos, es bueno establecer un diagnóstico de la realidad, siguiendo la tradición hegeliana, antes de extraer una moral de acción, en la perspectiva kantiana. Conceptualizar lo que es, querer lo que debería ser. ¿Con qué finalidad? El progreso colectivo.

Este libro, ensayo de ciencias sociales y manifiesto político, habla de nuestra felicidad. Se inscribe en una tradición antigua: los filósofos de la Ilustración descubrieron la idea de felicidad, los padres de la independencia americana querían propiciar su concreción aquí abajo, los fundadores de la República francesa afirmaban en 1793 que «la meta de la sociead es la felicidad común». Lo que a todas luces ignoraban todos ellos es que uno de sus ingredientes es la igualdad de sexo. Pero sucede que ese combate no podrá ganarse sin la participación de los hombres.

Puede que extrañe esta referencia a las revoluciones del siglo XVIII, conducidas por hombres en una época en que todos los discursos comenzaban diciendo «señores». Sin embargo, esos machos dieron a luz un mundo nuevo. Podríamos esperar, respecto de la justicia de género, lo que se atrevieron a hacer por la justicia social. ¿Para cuándo otra noche del 4 de agosto, en la que colectivamente los hombres renunciaron a sus privilegios? Un mundo más dichoso, fundado en los derechos de todas y todos, con mujeres libres y hombres justos: preciosa agenda para los siglos venideros.
 

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Traducción de Agustina Blanco

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Hombres justos

 

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