24/01/2020
Empieza a leer 'Beso feroz' de Roberto Saviano

A G., inocente al que mataron con diecisiete años.

A N., culpable que mató con quince años.

A mi tierra de asesinos y asesinados.

 

No te vuelvas, corre.
Niños con fusiles que gritan: «¡Papá!»

NTO’, «El baile de los carniceros» 

Primera parte

Besos

 

Nos mandamos besos con un plural genérico. Muchos besos. Pero cada beso es único, como lo son los cristales de nieve. No se trata solo de cómo nos los damos, sino de cómo surgen: de la intención que los origina, de la tensión que los acompaña. Y se trata también de cómo los recibimos o rechazamos, de con qué vibración –de alegría, de excitación, de vergüenza– los recibimos. Hay besos que resuenan en el silencio o se ahogan en el ruido, besos que van empapados en lágrimas o acompañados de carcajadas, besos que se dan al sol o en la invisible oscuridad.

Los besos tienen una taxonomía precisa. Hay besos que se dan como se pone un sello, que unos labios estampan sobre otros labios. Son besos pasionales, besos aún verdes. Es un juego inmaduro, un don tímido. Diferentes son los besos «a la francesa», en los que los labios se abren un poco y se intercambian papilas gustativas y glándulas, humores y caricias con la punta de la lengua, por todo el perímetro de la boca ceñida de dientes blancos. Lo contrario son los besos maternos, que los labios estampan en las mejillas y que anuncian lo que viene luego: el estrecho abrazo, la caricia, la mano sobre la frente para ver si tenemos fiebre. Los besos paternos nos rozan los pómulos, son besos de barba, que pinchan, señal fugaz de acerca­miento. También hay besos de saludo, que rozan la piel, y besos lascivos, babosos, que se roban y gozan de una intimidad furtiva.

Los besos feroces no pueden clasificarse. Sellan silencios, hacen promesas, dictan condenas o declaran absoluciones. Hay besos feroces que rozan un poco las encías y otros que llegan casi a la garganta. Pero todos ocupan el máximo espacio que pueden, usan la boca como acceso. La boca no es sino el orificio por el que penetramos para ver si hay alma, si hay o no hay algo más que el cuerpo; el beso feroz quiere explorar ese abismo insondable o en­contrarse un vacío: el vacío sordo, oscuro, que esconde.

Hay una vieja historia que se cuenta entre los neófitos de la barbarie, los criadores de perros de pelea clandestinos, seres deses­perados que se dedican, a su pesar, a una causa de músculos y de muerte. Cuenta esa leyenda, de la que no hay pruebas científicas, que a los perros de pelea se los selecciona cuando nacen. Los adiestradores estudian a los cachorros con frío interés. No se trata de escoger al que parece robusto, de descartar al flaco, de preferir al que echa a su hermana de la teta o de fijarse en el que castiga a su hermano glotón. La prueba consiste en otra cosa: el criador coge al cachorro por la nuca, lo arranca del pezón de la madre y agita el hociquito delante de su mejilla. La mayoría de los cachorros la lamen. Pero uno –casi ciego, sin dientes todavía, con unas encías acostumbradas solo a la blandura de la madre– intenta morder. Quiere conocer el mundo, quiere tenerlo entre los dientes. Ese es el beso feroz. A ese perro, macho o hembra, lo criarán para que pelee.

Una cosa son los besos y otra los besos feroces. Los primeros se mantienen dentro de los límites de la carne; los segundos no conocen límites. Quieren ser lo que besan.

Los besos feroces no son malos ni buenos. Existen, como las alianzas. Y siempre dejan sabor a sangre.

 

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Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona

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Descobreix aquest títol també en català: Petó ferotge

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Beso feroz

 

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