30/05/2025
Empieza a leer 'A pedazos' de Hanif Kureishi
Para Isabella
El origen de este libro son una serie de notas dictadas desde la cama de un hospital, primero en Italia y después en Londres, tras el accidente que sufrí el día de San Esteban de 2022. Mi pareja, Isabella, y mis hijos anotaron mis palabras durante ese periodo. Más tarde se revisaron, ampliaron y editaron con el mismo método, trabajando con mi hijo Carlo en mi casa del oeste de Londres, donde me encuentro ahora.
La caída
En Roma, el día de San Esteban, después de un agradable paseo hasta la piazza del Popolo y una visita a la Villa Borghese, ya de vuelta en el apartamento, sufrí una caída.
Sentado a la mesa del comedor de Isabella, con mi iPad delante, acababa de ver a Mo Salah marcar un gol contra el Aston Villa. Estaba tomando una cerveza cuando sentí un mareo.
Me incliné hacia delante hasta que la cabeza me quedó entre las piernas; recuperé la consciencia unos minutos después, rodeado de un charco de sangre, con el cuello torcido en una postura grotesca e Isabella arrodillada junto a mí.
De pronto vi lo que solo puede describirse como un objeto cóncavo, semicircular y con garras moviéndose hacia mí. Recurriendo a la escasa lucidez que me quedaba, descubrí que era una de mis manos, una cosa extraña sobre la que ya no tenía control.
Deduje que no existía ninguna clase de coordinación entre mi cerebro y el resto de mi cuerpo. Me había disociado de mí mismo.
Creí que me estaba muriendo, que me quedaban solo unos segundos de vida. Era una manera penosa y miserable de marcharse de este mundo.
Hay quien dice que cuando estás a punto de morir te pasa ante los ojos tu vida entera, pero en mi caso no estaba pensando en el pasado sino en el futuro: en todo lo que me iba a perder, en todo lo que me quedaba por hacer.
Hospital Gemelli, Roma
Isabella y yo vivimos en Londres, pero pasábamos las Navidades en su apartamento de Roma, y fue allí donde me desplomé, sentado a la gran mesa redonda cubierta de libros y papeles en la que ella y yo trabajábamos juntos por las mañanas.
Oyó mi grito de desesperación desde el lavabo, entró y llamó a una ambulancia. Me salvó la vida y, arrodillada a mi lado, consiguió que yo mantuviera la calma. Le dije que quería despedirme de mis tres hijos por FaceTime, pero a Isabella no le pareció buena idea porque se asustarían y quedarían consternados.
Pasé varios días profundamente traumatizado, muy alterado e incapaz de reconocerme a mí mismo.
Ahora estoy en el hospital Gemelli de Roma. No puedo mover ni los brazos ni las piernas. No soy capaz de rascarme la nariz, llamar por teléfono o comer sin ayuda. Como podéis imaginaros, es al mismo tiempo humillante y degradante, y me convierte en una carga para los demás. Según el informe del hospital, debido a la caída sufrí una hiperextensión del cuello y una tetraplejía inmediata. Una tomografía evidenció una severa estenosis del canal espinal, con signos de lesión medular desde la vértebra cervical C3 a la C5. Simplificando, las vértebras de la parte superior de mi columna sufrieron una especie de latigazo cervical. Me han operado del cuello para aliviar la compresión en la parte de columna vertebral donde está la lesión, y desde entonces he notado una leve mejoría motora.
Tengo sensibilidad y algo de movilidad en todas las extremidades, no sufrí lo que llaman una «fractura total». Empezaré a acudir a fisioterapia y rehabilitación lo antes posible.
Por ahora no está claro si podré volver a caminar, o si seré capaz de sujetar un bolígrafo. Estoy registrando estas palabras a través de Isabella, que las va tecleando poco a poco en su iPad. Estoy decidido a seguir escribiendo, nunca ha sido tan importante para mí como ahora.
06/01/2023
No fui un niño feliz, pero tampoco particularmente infeliz. En cuanto aprendí a leer me sentí libre. Podía ir a bibliotecas a diario, a menudo acompañado de mi madre, y descubrí que los libros eran un modo de salir de mi entorno inmediato.
No tardé en aprender a montar en bici. A solas, podía explorar las calles y los campos de la agreste periferia donde crecí. Fue en un condado llamado Kent, que había sufrido terribles bombardeos no muchos años antes de que yo naciera.
En aquella época los progenitores tenían una actitud menos policial. Te daban un penique por la mañana y no esperaban volver a verte el pelo hasta el anochecer. Me pasaba el día de un lado a otro en bici, paraba donde me apetecía y hablaba con cualquiera que tuviese alguna historia que contarme. Sigo siendo así.
El tercer instrumento de mi liberación fue el descubrimiento del manual de mecanografía de mi padre. Había sido periodista y escribía literatura. Su vigoroso modo de teclear en mangas de camisa me parecía seductor y magnético.
Se compró una pequeña máquina de escribir portátil con estuche azul de la que se sentía muy orgulloso. La llevaba a todas partes porque era muy ligera, y un día anunció que se iba a Vietnam para ser corresponsal de guerra, como Hemingway o Norman Mailer.
Empecé a vendarme los ojos con la corbata del uniforme escolar y descubrí que era capaz de teclear las palabras correctamente sin mirar.
Fue un subidón. En esa época acababa de leer Crimen y castigo, una lectura de lo más alegre para un chaval, y para practicar me dediqué a copiar páginas enteras de la novela.
En el colegio había sido siempre un desastre, pero por fin había topado con algo que se me daba bien. Jamás tuve la tentación de escribir narraciones submarinas, relatos de aventuras o cuentos fantásticos con gigantes, enanos, elfos o sirenas.
No sabía gran cosa de esos temas, pero sí conocía bien a las personas de mi entorno. Y supongo que eso me convirtió en un autor realista. Un día, mirando por la ventana en el colegio, me llamé a mí mismo «escritor».
Sentí que me quedaba como un guante. Y deseaba que los demás se refirieran a mí como tal, aunque no había escrito todavía una sola línea.
Después de todo, en el colegio ya me habían llamado un montón de cosas, tipo «moreno», o «paki», o «caraculo», de modo que había dado con mi propio apelativo y estaba decidido a no soltarlo jamás. Sigue siendo lo que me considero.
Disculpa un momento, tienen que ponerme un enema.
La última vez que me introdujeron un dedo por detrás por motivos médicos fue hace bastantes años. Mientras el enfermero me giraba, me preguntó: «¿Cuánto tiempo le llevó escribir Hijos de la medianoche?». Le respondí: «Si la hubiera escrito yo, ¿no cree que habría optado por una clínica privada?».
07/01/2023
Antes de la caída, cuando me levantaba por la mañana, lo primero que hacía era prepararme un café y subir a mi estudio, que da a la calle. En el escritorio tengo docenas de estilográficas, lápices y rotuladores en varios tarros y tazas de café; también dispongo de un montón de frascos de tinta de diversos colores, de los más disparatados a los más sobrios.
Elegía una estilográfica y hacía un trazo en una hoja de papel de un buen gramaje, después otro, y escribía una palabra, una frase, otra, hasta que sentía que algo se despertaba dentro de mí. La escritura zigzagueaba en la página en tintas multicolor, como si se hubiera producido un estropicio en un aula infantil.
A medida que garabatea, empezaba a oír la voz de algunos personajes; si había suerte, se ponían a hablar unos con otros, o incluso a divertirse entre ellos. Eso me entusiasmaba y sentía que mi vida por fin tenía sentido.
Estoy seguro de que los pintores, arquitectos y jardineros adoran las herramientas con las que trabajan y las ven como extensiones de su cuerpo. Algún día espero poder utilizar de nuevo mis preciadas y amadas herramientas.
Disculpa, me están inyectando en la barriga una cosa llamada heparina que previene los coágulos.
Siempre he tenido la sensación de que escribir a mano, deslizar la muñeca por la hoja, la sensación de la piel sobre el papel, se parece más a dibujar que a teclear. Nunca he querido escribir directamente en una máquina, lo encuentro demasiado frío.
Al cabo de un rato, una palabra lleva a otra, seguida de otra más, y así van brotando más palabras y frases. Me siento en el escritorio con mi pijama a rayas de Paul Smith y una hora después es posible que haya surgido algo que merezca la pena.
Cuando lo leo, casi siempre hay algo que me llama la atención y que da pie a tirar del hilo. Supongo que este método de trabajo es lo que ahora llaman escritura automática o libre asociación. Empiezas de cero y al cabo de un rato acabas llegando a algún lado.
Sigo percibiendo mis manos como objetos extraños. Las tengo hinchadas, no las puedo abrir ni cerrar, y cuando las cubre la sábana, no sé dónde están exactamente. Podrían estar en otro edificio, tomando una copa con amigos.
Me han trasladado de la UCI a una habitación pequeña y deprimente. Tengo una imagen de la Virgen María en la pared de enfrente, y el paisaje desde la ventana, que no alcanzo a ver por mí mismo, consiste en un aparcamiento, una autovía y unos pinos romanos que parecen sombrillas. Le comento a Isabella que no han redecorado la habitación desde que se marchó Hemingway.
Ayer estaba decaído. Mientras intentaba dictarle este texto a Isabella me desesperé con la lentitud del proceso. Ella es italiana y el inglés es su segunda lengua, de modo que no siempre pilla lo que digo.
Carlo Kureishi, el segundo de mis gemelos, ha venido a Italia y me está ayudando con el dictado. Tiene veintimuchos y, como yo, estudió Filosofía en la universidad. Adora el cine y el deporte y se está abriendo camino como guionista. Me gusta lo rápido que teclea. En condiciones normales, esto lo escribiría yo mismo, claro. Y sin faltas de ortografía.
Isabella y yo hemos empezado a discutir. Se pasa el día entero conmigo en el hospital, y se la ve ya cansada y más delgada, como es de esperar en estas terribles circunstancias. Se ha vuelto hacia mí y me ha preguntado: «¿Tú habrías hecho lo mismo por mí?». No he sido capaz de responderle. No lo sé.
Nuestra relación ha tomado un nuevo rumbo, del todo inesperado, y vamos a tener que buscar una nueva manera de querernos. En estos momentos, la verdad es que no tengo ni la más remota idea de cómo afrontarlo.
Hace unos meses, Apple Music, en representación de los Beatles, me pidió que escribiera un prólogo para el libro Get Back, que se lanzaría coincidiendo con el estreno de la serie de Peter Jackson en Disney+. Estuve muchos días bloqueado. ¿Qué más se podía decir sobre los Beatles?
Y entonces se me ocurrió que esos cuatro chavales, con sus numerosos colaboradores, fueron capaces de hacer juntos lo que habrían sido incapaces de hacer cada uno por su cuenta. Eso supone al mismo tiempo un milagro y una terrible dependencia. En mi experiencia, los artistas son colaboradores natos.
Cuando no estás colaborando con alguien en concreto, lo haces con la historia heredada, y también con el tiempo, la política y la cultura en que estás inmerso. No existen las individualidades absolutas.
En este hospital romano más bien deprimente, a las afueras de Roma, escribo estas palabras para intentar comunicarme con alguien, y al mismo tiempo conectar con Isabella, construir una nueva relación a partir de la anterior. Como si no tuviera bastantes frentes abiertos.
Ojalá lo que me ha ocurrido no hubiera sucedido nunca, pero no hay familia en este planeta que pueda esquivar el desastre o la catástrofe. Sin embargo, de estos giros inesperados tienen que surgir también nuevas oportunidades para la creatividad.
Si tú, lector, estuvieras conmigo esta noche, nos serviríamos un buen combinado de vodka y zumo, beberíamos y nos abrazaríamos con un atisbo de esperanza.
08/01/2023
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Traducción de Mauricio Bach
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