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Espíritu de divulgación

Espíritu de divulgación

En el mundo en el que vivimos, en el plano real, la gente dice una cosa y piensa otra, y a menudo es completamente imposible discernir la veracidad de sus palabras.

POR Kiko Amat
11/12/2025

“Para mí, todo tiene que ver con la integridad y la verdad de algo, para bien o para mal (…) No puedes mentir sobre ello, ni cambiarlo”. La cita aparece en la biografía de Billy Childish To ease my troubled mind (2024). El músico inglés aduce allí que su versión de los hechos es la “verdadera”, pues él no miente jamás. “Si yo digo que algo sucedió, puedes estar seguro de que sucedió”, añade.

Mi caso es ligeramente distinto al de Childish: la verdad no me chifla, al menos no por sí misma, pero soy incapaz de reprimirla. Se trata de algún tipo de compulsión de origen neurológico, como la que domina a Lazlo Carreidas en Vuelo 714 a Sidney, el cómic de Tintín, justo después de que le inyecten suero de la verdad. En el tebeo, el fármaco tiene “demasiado éxito” (como lo resume Wikipedia), “ya que Carreidas empieza a confesar todas las maldades que ha cometido desde los cuatro años”.

A mí me sucede algo parecido, y ni siquiera necesito el ñaca de Temazepam. Hace un par de semanas me invitaron al podcast Medianoche en Comala, de Radio Maconda, y no llevaba ni diez minutos ante el micrófono, hablando de adverbios, cuando me poseyó lo que solo podría definirse como “espíritu de divulgación” (no es una canción de Los Planetas).

A lo largo de la siguiente hora de programa no solo hablé de la futura aparición de un libro mío, cuando no tenía ni el acuse de recibo de mi editora, sino que les confesé a mis entrevistadores y, naturalmente, al grueso de su audiencia, mi nueva situación sentimental. Por si la revelación era insuficiente, me apresuré a añadir que, empelido por una inefable pasión trovadoresca, incluso le había escrito una poesía (oh, cielo santo) a la destinataria de mis atenciones.

No contento con ello, ya off the record, en el bar chino de la esquina, continué largando de forma imprudente sobre: compleción del “ciclo matrimonial” y feliz divorcio; inmediata mudanza y previsiones de vida bohemia; estado de mis cuentas (en apabullante detalle bancario); salud y estado anímico de mis dos hijos; proyecto de novela futura (el cual había jurado, solo unos días antes, mantener en secreto hasta el borrador #7, como mínimo); y, como guinda, un pormenorizado análisis de mi filo-anorexia juvenil.

Me gustaría dejar claro, llegados a este punto, que nadie me había preguntado sobre nada de lo anterior. Yo no estaba tumbado sobre una mesa camilla, sufriendo un severo waterboarding -o tortura por ahogamiento simulado- por parte de un SS-Rottenführer que me decía Tenemosss formasz de haszerle hablarr, Dr. Amat. Tampoco, merece la pena subrayar, me hallaba bajo los efectos de alguno de esos narcóticos recreativos que incrementan la locuacidad, y por los cuales algunos de mis amigos sienten un afecto sincero. Lo máximo que había ingerido aquella tarde era una lata de cerveza. Ni la bebida ni la medida justifican un ataque sanagustiniano que casi me lleva a admitir lo que le hice en 1984 a la perra de la familia.

Tranquilo todo el mundo, que eso, al menos, no va a relatarse aquí.

Lo sucedido en aquel podcast me llevó a replantearme algo que llevo repitiendo desde que tengo uso de razón: que soy un excelente mentiroso. En cada una de las entrevistas que he contestado desde el año 2003, cuando publiqué El día que me vaya no se lo diré a nadie, mi primera novela, he escupido variaciones del concepto “De niño era un bolas tremendo, me lo inventaba todo, y eso me llevó a ser escritor”.

El problema con la afirmación previa reside menos en el hecho de que yo fuese o no un embustero pertinaz (lo era), sino que evade juzgar la calidad de la mentira. Igual que Holden Caulfield en El guardian entre el centeno (“Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adónde voy, soy capaz de decir que voy a la ópera”), yo era un fulero colosal, en efecto, y no necesitaba para ello la menor provocación, pero mis trolas, como las de Holden, eran detectables por su índole hiperbólica. Ningún adulto no discapacitado creería que un adolescente pajillero está abonado a la Metropolitan Opera House, del mismo modo que nadie creyó, en mi Primera Comunión, en 1981, que la razón por la que ya no lucía el reloj de pulsera recién regalado era porque un “desconocido” me lo había “arrancado” de la muñeca en la capilla de los Salesianos (1).

Mis embustes, veo ahora, no solo eran increíbles por innecesarios, y exagerados, sino que para colmo solía delatarme la expresión facial. ¿Se acuerdan de la frase, casi cliché en películas sobre gángsters, de “lleva el mapa de Sicilia en la cara”? Yo llevaba, y llevo aún, un detector de embustes; con el sensor enfocado hacia dentro, y la pantalla hacia afuera (tamaño autocine, además).

Algo así es menos habitual de lo que podría suponerse. En el libro Hablando con extraños (2019) el autor Malcolm Gladwell expone que los humanos a menudo nos equivocamos al juzgar a los demás, y por consiguiente solemos interpretar erróneamente sus intenciones de cara a nosotros. Gladwell llama a ello “sesgo de veracidad”: tendemos a creer por defecto que nuestro interlocutor dice la verdad. Eso, según el divulgador, es bueno y malo a la vez: nos deja indefensos ante el engaño, cierto, pero a la vez permite que la sociedad no se desmorone; pues si actuaramos llevados por la desconfianza permanente desperdiciaríamos una cantidad de tiempo atroz, y ningún tipo de intercambio social podría llevarse a cabo.

En el capítulo “La falacia de Friends”, el autor menciona un enrevesado sistema llamado FACS (Facial Action Coding System), el cual, como su nombre indica, analiza los (cuarenta y tres) movimientos musculares distintivos de la cara y los transcribe, “igual que un músico puede escuchar una pieza musical y traducirla a una serie de notas en un pentagrama”. Así, en el episodio “El de la chica que golpea a Joey”, la expresión de Ross cuando descubre a su amigo Chandler y su hermana Monica liándose es 4C + 5D + 7C + 10E + 16E + 25E + 26E (la letra indica medida de intensidad, siendo E la más potente). Dicho en castellano, la cara de Ross en el intersticio de la puerta (“¡Chandler! ¡Chandler! Te he visto por la ventana, he visto lo que le hacías a mi hermanita. ¡Sal ahora mismo!”) exhibe una clara expresión de shock-enfado-repugnancia.

El problema con todo ello, aduce Gladwell, es que “la vida real no es como Friends”, donde los actores se “aseguran de que cualquier emoción que se supone que deba de sentir de corazón su personaje se exprese a la perfección en su cara”. En el mundo en el que vivimos, en el plano real, la gente dice una cosa y piensa otra, y a menudo es completamente imposible discernir la veracidad de sus palabras, por mucho que uno saque una regla y se ponga a medir la distensión del “músculo cigamático mayor” (los extremos de los labios).

La excepción a la regla, como sugería algo más arriba, parece ser mi caso. Incluso cuando no acabo de desembucharle todos mis secretos a un perfecto extraño, incluso si a lo largo de la conversación he logrado mantener una férrea gestión de la aduana cerebro-boca, existen grandes posibilidades de que mi jeto le esté contando todo lo que desea saber. Sé lo que digo, porque he visto filmaciones de mí mismo, y es algo chocante de contemplar. Solo los personaje de cartoons, y unos pocos actores de cine mudo, realizan un despliegue tan desmesurado de expresiones faciales.

Por ejemplo: el viejo eye-rolling, o “revoleo/volteo de ojos”, cuando los ponemos en blanco para expresar incredulidad, exasperación o hastío, o una mezcla de las tres cosas. La mayoría de gente, por puro decoro, espera a que su oyente se haya vuelto, o le eche un vistazo al móvil, para hacerlo. Mi circunstancia, por el contrario, se parece más al transtorno conocido como Nistagmo, cuyas características son un movimiento ocular febril e involuntario, originado por transtornos de oído interno (no es mi caso), esclerosis múltiple (tampoco) o sífilis (le ruego a Dios que tampoco).

Enfrentado a una prolija glosa de las bondades del yoga, por decir algo, o de las gracias con las que ha sido bendecido el hijo de alguien, puedo notar en tiempo real como mis cejas empiezan a elevarse hacia el techo, cual globos de helio en manos de un querubín negligente. Esa es la señal que necesitan mis ojos para rotar hacia arriba y hacia dentro, hasta que las pupilas queden firmemente ocultas tras los párpados. A veces, si la chapa ha sido especialmente inclemente, mi cabeza realiza una rotación lateral extra, con mirada al suelo y luego al firmamento, en espléndida parábola.

Ese suele ser el instante en que mi interlocutor se acuerda que se ha dejado algo por comentar, alguna asana benéfica que deseaba recomendarme y sin la que mi equilibrio chakral quedaría incompleto, y se vuelve hacia mí, y topa con aquel semblante, mezcla de zombi antillano y personaje de Disney, de significado inconfundible. Sí: mi faz, en abierta revuelta contra mi instinto de camuflaje, y cualquier tipo de convención social, ha vuelto a anunciar EXACTAMENTE LO QUE PIENSO. Mis facies han aniquilado, de forma única en los anales de la medicina, el “sesgo de veracidad”: lo que dibujan esas cejas y ojos y boca en O (o en franca sonrisa; no soy un desalmado) es la verdad desnuda, en su forma más insostenible.

“Me han grabado a fuego desde pequeño que la educación permanece siempre por encima de la sinceridad”, escribía Pablo Rivero en Érase una vez el fin (Anagrama, 2016). “Hoy en día no es así. No paro de escuchar cosas como “Soy una persona muy legal, te digo las cosas a la cara”, morid, hijos de puta, nadie debería restregar por la cara a nadie su maldita sinceridad”. Y estoy de acuerdo, estoy de acuerdo, me encantaría ceñirme a tal precepto; pero mi rostro, cuando no mis palabras, parecen poseídos por un perpetuo espíritu de divulgación.

 

  1. No puedo culpar a nadie por recelar de la existencia del famoso caco de relojes infantiles, especialmente cuando, como el mismísimo Jack The Ripper, se esfumó sin haber sido apresado. 
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