10/03/2020
Empieza a leer 'Una cierta idea de mundo' de Alessandro Baricco

PRÓLOGO

Hace diez años cambié de ciudad. ¿Y a mí qué?, diréis. Pues que allí dejé todos los libros que había leído hasta entonces para entrar en una casa en la que no había ni un solo libro mío. Con lo que ahora, aquí dentro, hay diez años de libros míos, mis últimos diez años. Los tengo colocados uno al lado del otro, no en orden alfabético o por tipología, sino según el orden en que los he ido abriendo (un sistema que, por cierto, recomiendo; en noches de aburrimiento, te pones a mirar los lomos y, echándole ganas, es como si revivieras fragmentos de tu propia vida, basta dejar que te vuelva la sensación de aquella vez que los tuviste entre las manos; y vuelve, vaya si vuelve). Esta es la razón por la que soy capaz de decir, con cierta exactitud, cuáles son los cincuenta mejores libros que he leído en los últimos diez años. Algo más difícil sería explicar por qué he decidido dedicarle un artículo a cada uno de ellos. Entregando uno a la semana, cada domingo, durante un año.

Para que otros también los lean, diría yo. Y ya con eso bastaría. Pero hay algo más. Por lo pronto me apetece hablar de libros en un momento en el que ya no parece tan importante contarse cuáles son buenos y cuáles no, discutir un poco, tomar partido. Resulta más fácil hacerlo hablando de cine o de política. Y sin embargo ahí están siempre los libros, a miles, y ahí siguen, exponiendo una sociedad de placeres pacientes que, silenciosamente, contribuye al desarrollo de la inteligencia y de la fantasía colectivas. Todo lo que se pueda hacer para dar relevancia a esta apacible liturgia, que se haga. Y aquí estoy yo, cumpliendo con la parte que me corresponde.

Pero al final hay también otra razón, que para mí es incluso más importante y que he tratado de resumir en el título de este proyecto que ha durado un año. Una cierta idea de mundo. El hecho es que me resulta cada vez más difícil expresar lo que veo cuando miro a mi alrededor; y concentrarme solo en una parte de este gran espectáculo no parece llevar muy lejos, uno acaba topándose con tecnicismos que enfocan el detalle pero pierden de vista el conjunto que lo integra, que es lo que en realidad importa. Por otra parte, ¿cómo puede uno estar callado con todo lo que pasa alrededor? Con mayor razón si eres alguien que se gana el pan trabajando con la inteligencia y el gusto. Es un lujo que no te puedes permitir. Y después me viene a la mente una cosa que he aprendido de los más mayores: si quieres saber lo que piensan del mundo, simplemente déjales hablar de lo que conocen y aman de verdad. (Pregúntales cómo se imaginan el Paraíso si quieres saber qué piensan de la vida; no sé quién lo dijo, pero es cierto.) Yo tengo dos o tres cosas que conozco a fondo y que amo con locura. Una de ellas son los libros. Un día se me ocurrió la idea de que si me ponía a hablar de ellos, de uno en uno, solo de los buenos, sin hacer nada más que eso, se me ocurrió que de ahí podía surgir una cierta idea de mundo. Con muchas posibilidades de que fuera la mía.

Así que aquí estoy. Quisiera solo puntualizar que habrá un poco de todo, novelas, ensayos, tebeos, libros recién publicados, textos quizás ya fuera de catálogo, basta que tengan forma de libro. Y quisiera también recordar que no son los cincuenta mejores libros de mi vida, eso sería otra cosa, una especie de Canon personal que nunca se me ocurriría realizar; estos cincuenta son fruto de la casualidad, de lo que por azar he leído en un período de mi vida, solo eso. Para que nos entendamos, no estará Viaje al fin de la noche (ese lo leí cuando tenía veinte años). Ni Anna Karénina (que me reservo para alguna larga convalecencia, deseando entonces no tener que leérmelo nunca). Simplemente he elegido los mejores cincuenta libros de entre los que he leído recientemente, de los que hablo con los amigos cuando terminamos las discusiones sobre cine y política. Se merecían algo más.

A. B., noviembre de 2012

 

13 de noviembre de 2011

Andre Agassi

OPEN. MEMORIAS

«Lo compré porque me lo aconsejaron dos amigos, los dos más jóvenes que yo y los dos guionistas. Hay que fiarse siempre de los guionistas, cuando leen.»

No lo ha escrito él, de acuerdo. Lo ha escrito J. R. Moehringer, uno al que en el año 2000 le dieron el Pulitzer de periodismo y que objetivamente es un monstruo de la escritura. Pero no por ello hay que pensar que simplemente se haya limitado a hacer de ghostwriter. Ha conseguido darle a Agassi una voz (la vida ya la tenía, y vaya vida) y lo ha hecho con una endiablada habilidad narrativa. Resultado: Moehringer se te olvida inmediatamente y te ves viajando con un Agassi inesperado que no deja de hablar ni por un momento. Un tren del que ya no puedes bajarte hasta la última página. Tu familia se empieza a quejar y en el trabajo ya no das pie con bola.

En general, cuando un libro consigue obtener este tipo de resultado es porque contiene una de estas cuatro preguntas: ¿quién es el asesino?, ¿acabará el protagonista encontrándose a sí mismo?, ¿pero se casan al final?, ¿cuál de los dos gana? Open contiene tres de estas cuatro preguntas y las entrelaza estupendamente: uno queda atrapado sin posibilidad de escapatoria. (No hay ningún asesinato, pero, exagerando un poco, la idea de entrenar a un hijo de siete años lanzándole 2.500 pelotas al día es muy semejante a una especie de envenenamiento metódico, y esa era la idea de educación que tenía en la cabeza el padre de Agassi.)

Ahora que me he detenido a escucharlo, sé que Agassi ha vivido de la misma forma que jugaba al tenis, o sea, con los pies bien plantados en la pista para poder atrapar la pelota mientras sube (a todos se les da bien hacerlo cuando baja), imaginando todo a una velocidad impensable y coleccionando, a la vez, monstruosas estupideces y sublimes invenciones. Y mientras hacía todo eso intentaba darle también un sentido a su vida, lo cual es difícil de creer si se recuerda la imagen de ese payasete vestido con unos minishorts vaqueros y una cresta rosa que jugaba al tenis como un flipper. A no ser que abras el libro y le des una oportunidad. Al final se sucumbe, parecía idiota sí, pero no lo era. O al menos se llega a la conclusión de que era inteligente pero de un modo muy bárbaro y, por tanto, fascinante. Si el joven Werther hubiera nacido en 1970 en Las Vegas no habría sido muy diferente. Todo muy superficial, pero cuando, por ejemplo, te explica los fragmentos de vida que pueden viajar en una pelota de tenis que vuela sobre el cemento, sin ninguna profundidad, buscando obsesivamente las pocas líneas pintadas de blanco, te haces una idea, aunque sea muy física, de cómo el infinito puede correr por la piel del mundo sin tomarse la molestia de descender a ninguna parte, al subsuelo. Se necesita solo una mente igual de rápida y ligera, y después todo vuelve a su sitio.

Agassi tenía (tiene) una mente de ese tipo, y también la tenían (quizás de un modo un poco más rudimentario) los que estaban a su alrededor. (Gente capaz de soltar frases como esta: «Andre, algunas personas son termómetros, y otras, termostatos. Tú eres un termostato. Tú no señalas la temperatura que hay en una habitación, tú la cambias.» Brutal, simplista, pero también verdad de algún modo, y sobre todo muy útil si te lo dicen cuando estás a punto de salir por primera vez con la mujer de tus sueños.) Pelota tras pelota, las preguntas y las respuestas sobre la vida vuelan, haciendo saltar del cemento pensamientos, y al final hace que se asista a un único, grande y fascinante partido entre un chaval y el agujero negro que lleva dentro: que más o menos, se quiera o no, es el mismo partido que jugamos todos. He leído multitud de relatos, pero el de Agassi posee una belleza elemental y sintética que vale más de mil bordados literarios (novelas de ganchillo, no sé si me explico). Al final de su carrera, después de siglos ganando y perdiendo, después de haber vuelto a empezar de nuevo un par de veces y de mantenerse en la pista solo gracias a las inyecciones de cortisona, los periodistas empezaron a preguntarle por qué no lo dejaba. Era una pregunta pertinente, pertinentemente formulada a alguien que siempre ha pensado: «Odio el tenis.» He aquí la respuesta de Agassi: «Así es como me gano la vida. Y además todavía me queda juego. No sé cuánto, pero algo me queda.» Tengo en mente decenas de preguntas a las que me encantaría poder responder con una exactitud tan salvaje como esa. (Si alguien me preguntara por qué no dejo de escribir, se acabaría tragando una conferencia de media hora como mínimo.)

En conjunto, lo único que no me ha gustado tanto del libro es cómo termina. El héroe se casa, gana y se descubre a sí mismo. Final feliz, pero no es eso lo que no me ha gustado. Lo malo es que el héroe descubre el sentido de la vida cuando empieza a ocuparse de los demás, principalmente de sus hijos, pero también de otros que son otros de verdad, por ejemplo abriendo una escuela para niños que no tienen la posibilidad de estudiar. Voluntariado. Todos felices. Se cierra el telón. Y eso no me lo creo. Para mí, la búsqueda del sentido es una especie de partida de ajedrez, muy dura y solitaria, que no se gana si uno se levanta dejando el tablero y se va a preparar la comida para todos. Está claro que es bueno ocuparse de los demás y que es un gesto condenadamente justo y necesario, pero jamás se me ocurrió pensar que tuviera que ver realmente con el sentido de la vida. Temo que el sentido de la vida sea arrancarse la felicidad de dentro de uno mismo, todo lo demás es una forma de lujo del ánimo, o de miseria, según el caso.

Por otra parte, existe también la posibilidad de que me equivoque. Es solo un pensamiento instintivo, un cierto modo de ver el mundo.

 

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Traducción de Carmen García.

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Una cierta idea de mundo

 

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