08/09/2020
Empieza a leer 'Sontag' de Benjamin Moser

 

P: ¿Siempre consigues lo que te propones?
R: Sí, el treinta por ciento de las veces.
P: Entonces no siempre consigues lo que te propones.
R: Sí que lo consigo. El treinta por ciento de las veces es siempre.

De los diarios de Susan Sontag, 1 de noviembre de 1964

 

PRÓLOGO: 
SUBASTA DE ALMAS


En enero de 1919, un elenco de miles de personas se reunió en el cauce seco de un río al norte de Los Ángeles para recrear un horror contemporáneo. La película Subasta de almas, también conocida como Armenia arrasada, basada en el libro homónimo publicado el año anterior por una joven superviviente del genocidio armenio, fue uno de los primeros spectaculars de Hollywood, un nuevo género cinematográfico que conjugaba efectos especiales y presupuestos desorbitados para dejar a los espectadores boquiabiertos. Esta cinta en concreto era aún más inmediata y poderosa por cuanto incorporaba otro género novedoso, el noticiario, popularizado durante la Primera Guerra Mundial, que había llegado a su fin solo dos meses antes. La película estaba, como suele decirse, «basada en hechos reales». El genocidio del pueblo armenio, que había empezado en 1915, seguía en marcha.

El lecho de arena seca del río San Fernando, en las inmediaciones de Newhall, California, resultó ser la localización «idónea», según una publicación especializada en el medio cinematográfico, para filmar a «los despiadados turcos y kurdos» que marchaban tras la «harapienta multitud de armenios con sus fardos, algunos de ellos arrastrando a niños de corta edad, por los accidentados caminos y carreteras del desierto». Miles de armenios participaron en el rodaje, incluidos supervivientes del genocidio que habían logrado llegar a Estados Unidos.

Algunos de los extras no soportaron el rodaje, que incluía la representación de violaciones grupales, ahogamientos masivos, prisioneros obligados a cavar sus propias tumbas e incluso el barrido panorámico de un grupo de mujeres crucificadas. «Varias mujeres cuyos familiares perdieron la vida a manos de los turcos», relataba el autor de la crónica periodística, «se han sentido sobrecogidas por esa escenificación de la tortura y la infamia.»

El productor, apuntaba a renglón seguido, «les ofreció un almuerzo en forma de pícnic».

 

Una imagen tomada ese día muestra a una joven con atuendo de estampado floral y un voluminoso hato que le cuelga del brazo. Entre las improvisadas tiendas de campaña de los refugiados, y con gesto afligido, consuela a una muchacha. Ninguna de las dos osa mirar a las siniestras sombras que se acercan, hombres invisibles con los brazos flexionados que parecen apuntarles con algo. Tal vez estén a punto de fusilarlas. Tal vez, en vista del amplio abanico de torturas disponibles, esa forma de muerte sea la menos dolorosa.

Al contemplar ese rincón asolado de Anatolia, nos produce alivio recordar que en realidad se trata de una película rodada al sur de California y que esas sombras alargadas no pertenecen a soldados turcos de intenciones aviesas, sino a dos fotógrafos. Pese a las notas de prensa que afirmaban lo contrario, no todos los extras que participaron en el rodaje eran armenios. La pareja de la foto, por ejemplo, la forman una mujer judía llamada Sarah Leah Jacobson y su hija de trece años, Mildred.

Si saber que se trata de un montaje hace que la foto resulte menos conmovedora, todo lo contrario sucede con otro hecho que ni las modelos ni los fotógrafos podían conocer. Ambas mujeres regresaron a su casa del centro de Los Ángeles tras rodar sus respectivos papeles en «la escenificación de la tortura y la infamia», pero Sarah Leah moriría al cabo de poco más de un año, a la edad de treinta y tres años. Esa imagen desgarradora es la última en la que aparece junto a su hija.

Mildred nunca perdonaría a su madre por haberla abandonado. Pero el abandono no fue el único legado de Sarah Leah. A lo largo de su breve vida, viajó desde su Bialystok natal, en el este de Polonia, hasta Hollywood, donde murió. Mildred heredaría este espíritu aventurero. Se casó con un hombre nacido en Nueva York que a los diecinueve años había viajado a China y se había internado en el desierto de Gobi para comprar pieles a las tribus nómadas de Mongolia. Tal como le había pasado a Sarah Leah, su precoz andadura se vio truncada, pues también perdió la vida a la edad de treinta y tres años.

La hija de ambos, llamada Susan Lee –un eco americanizado de Sarah Leah–, tenía cinco años cuando su padre murió. Según escribiría más tarde, solo lo conoció por «un puñado de fotos».

 

«Las fotografías», escribió Susan, la hija de Mildred, «exponen la inocencia, la vulnerabilidad de unas vidas que se encaminan a su propia destrucción.» El que pocos de los individuos que posan ante el objetivo estén pensando en su inminente fin hace que sus retratos resulten tanto más turbadores: Sarah Leah y Mildred representaban una tragedia ajena sin sospechar que la suya estaba a la vuelta de la esquina.

Tampoco podrían haber adivinado lo mucho que Subasta de almas, concebida para recordar hechos pasados, miraba hacia el futuro. Resulta tan oportuno como inquietante que la última fotografía de la madre y la abuela de Susan Sontag tenga que ver con la recreación artística de un genocidio. Sontag, que reflexionó a lo largo de toda su vida sobre la crueldad y la guerra, habría de redefinir nuestro modo de contemplar imágenes de sufrimiento, llevándonos a preguntarnos qué hacer –si es que debemos hacer algo– con esas imágenes.

Para ella, el problema no podía reducirse a una abstracción filosófica. Al igual que la vida de Mildred quedó hecha añicos tras la muerte de Sarah Leah, también la de Susan se vio partida en dos, según sus propias palabras. La ruptura se produjo en una librería de Santa Mónica, donde vislumbró por primera vez imágenes del Holocausto. «Nada de lo que he visto –ya sea en fotografías o en la vida real– me ha marcado de un modo tan doloroso, profundo e instantáneo», escribió.

Tenía entonces doce años. La conmoción fue tal que durante el resto de su vida se preguntaría, libro tras libro, cómo retratar –y cómo sobrellevar– el dolor. Los libros, con su promesa de un mundo mejor, la salvaron de una niñez desdichada, y siempre que se enfrentaba a la tristeza y el abatimiento su primer impulso era esconderse tras las páginas de un libro, ir al cine o a la ópera. El arte tal vez no compensara los sinsabores de la vida, pero era un paliativo indispensable. Y hacia el final de su vida, durante otro «genocidio» –palabra que se inventó precisamente para definir el holocausto armenio–, Susan Sontag supo exactamente qué necesitaban los bosnios. Se fue a Sarajevo y puso en pie una obra de teatro.

 

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Traducción de Rita da Costa.

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Sontag

 

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