23/12/2022
Empieza a leer 'Santander, 1936' de Álvaro Pombo

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–¡Tú eres un señorito, Alvarín! – exclama Rafael Maza-rrasa, dando una palmada en el hombro a su amigo.

–¡No se puede ser menos, desde luego! – contesta Alvarín, fruncido el ceño. Añade luego–:  También eres tú un señorito. Es lo único que somos, señoritos del Muelle.

–¡Señoritos, sí, a mucha honra! Sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos... ¿Te acuerdas de esas frases? Tú acababas de llegar a Santander, a España, a finales de octubre de 1933. Comentamos, ¿te acuerdas?, ese discurso. Somos señoritos porque así lo fueron siempre, en la historia, los señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque en tierras lejanas, y en nuestra patria misma, supimos arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras...

–Señoritos es despectivo, somos niños bien, diga lo que diga José Antonio Primo de Rivera.

Es un día nublado de finales de 1934. El Muelle está casi vacío esta tarde. Santander, en cambio, está repleta de agitación a finales de ese año. Será una Navidad agitada por fuera y remansada por dentro. Mercedes, la cocinera, hará una rica cena de Navidad: un pavo asado relleno de manzanas y de pasas. Álvaro y Cayo, su hermano, cenarán en casa de su padre esa noche. Manifestarán una alegría sombría. Una indiferencia por la presente situación familiar que, en el fondo, no sienten. Con veintiún años, Cayo ha vuelto de Inglaterra satisfecho de sí mismo, contento con las copas que ha ganado jugando al tenis allí y también aquí, en Santander. Un chico guapo sin gran interés por nada en concreto. Su máxima aspiración, desde que llegó a Santander, es echarse novia. Una novia de familia adinerada. Una guapa chica de la sociedad santanderina. Ha contado a su hermano que, nada más llegar a Santander, su padre, Cayo Pombo Ybarra, le hizo una lista de chicas posibles, buenos partidos todas. Era un juego irónico y sombrío de su padre, recientemente abandonado por Anita, Ana Caller Donesteve, la madre de los chicos. Esta tarde nublada, mientras pasea con Rafael Mazarrasa y hablan de política, Álvaro piensa con envidia en su hermano Cayo: Ojalá fuese como él, despreocupado, guasón, como todos los Pombo, descreído, arrogante, y a la vez lo contrario, muy capaz de ser encantador y de hacerse querer. Fingirse desvalido con tía Rosa e interpretar ese papel de hijo abandonado, aunque, la verdad, le encanta disfrutar la libertad que da el abandono materno, interesar a las chicas santanderinas a los veintiún años.

 

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Santander, 1936

 

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