23/02/2022
Empieza a leer 'Peluquería y letras' de Juan Pablo Villalobos


La infelicidad tiene que estar viva para que pueda suceder cualquier cosa.
VIVIAN GORNICK


Nada en este libro es cierto, salvo lo que sí.


Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final.

La brasileira y yo nos habíamos conocido hacía quince años en la universidad, en un seminario sobre literatura del Holocausto –no hay ironía ni dobles sentidos en este hecho, porque no lo estoy inventando, simplemente sucedió así–. Habíamos decidido vivir juntos aunque las circunstancias no eran para nada propicias: los dos nos habíamos separado hacía poco tiempo, la brasileira era brasileña y yo era mexicano, y ambos habíamos venido a Barcelona con la idea de estudiar un doctorado y volver a nuestros países. Por si fuera poco, la beca con la que los dos nos manteníamos apenas cubría las necesidades básicas y tenía fecha de caducidad.

¿Qué íbamos a hacer luego, cuando los estudios y la beca se terminaran?

Como no teníamos la más remota idea, decidimos tener un hijo.

Sobrevinieron innumerables complicaciones –a la brasileira le gustaba llamar a lo nuestro matrimonio de inconveniencia–, obstáculos que hubo que salvar –la gran mayoría trámites–, pruebas a superar –vivir en Brasil tres años y acabar volviendo a Barcelona fue quizá la más complicada–, pero el caso era que no solo continuábamos juntos, sino que nos habíamos multiplicado y ya éramos cuatro: la brasileira, el adolescente, la niña y yo. Los llamaré de esta manera porque ninguno de los tres me autorizó a utilizar sus nombres en estas páginas.

– ¿Y por qué vas a escribir sobre nosotros? –me preguntó el adolescente, luego de pedirme que tampoco fuera a usar el apodo con el que lo llamaban sus amigos, anticipándose al bochorno de verse retratado.

Eran las siete y media de la mañana y el adolescente desayunaba antes de irse a la secundaria. Yo estaba tomando el primer café del día, preparando el que iba a llevarle a la brasileira a la cama para despertarla, cuando me di cuenta de que aquí debía empezar el libro: en el inicio de un día cualquiera.

– ¿Ya se te acabaron las ideas? –insistió el adolescente.
– Siempre he escrito sobre nosotros –le contesté–, en todos mis libros.
– Ya, pero no explícitamente – replicó.

A pesar de su edad, el adolescente tenía un vocabulario muy florido; perduraba de las lecturas infantiles –ahora casi no leía nada– y se estaba volviendo cada vez más barroco por su obsesión con las rimas multisilábicas de las batallas de rap.

– Pues mira –le expliqué–, ahora es lo contrario: voy a escribir de nosotros porque en el fondo no voy a estar hablando de nosotros, sino de algo más, de algo que está más allá de nosotros. En la literatura siempre es así, escribes de una cosa aunque en realidad estás hablando de otra.
– ¿De qué? –me preguntó.
– No sé –le contesté–, de una idea, de una forma, de la forma de una idea, de la idea de una forma, algo así.

Miré la cuchara vacía que el adolescente sostenía y que se había quedado suspendida a medio camino entre su boca y el plato de cereales, como demostrando su recelo, su incomprensión o su perplejidad. La luz estridente de la lámpara de halógeno de la cocina se reflejaba en la superficie metálica de la cuchara. Había amanecido hacía un buen rato –era la semana previa al inicio del verano–, pero nuestro departamento estaba en el primer piso y solo recibía luz natural indirecta.

– Pero ¿entonces de qué se va tratar el libro? –me preguntó el adolescente.
– De la felicidad, de las condiciones de la felicidad, creo –le dije.
– ¿Crees?, ¿no lo sabes?
– No exactamente.
– ¿Nosotros somos felices?
– ¿Tú qué piensas?
– No sé, tú eres el que escribe el libro.
– Pero te puedo citar.
– Ni se te ocurra – sentenció.

Tomó aire para añadir algo, pero se arrepintió y prefirió devolver la vista al plato de cereales. Se apresuraba a terminar porque en el bolsillo le quemaba el celular, exigiendo su atención.

A las ocho cuarenta salí de casa, acompañé a la niña caminando hasta la puerta del colegio y, antes de encerrarme en el estudio a escribir, fui a la clínica de gastroenterología a pedir un justificante que la brasileira necesitaba.

Si fuera verdad lo que yo le había dicho al adolescente, que la literatura siempre contaba otra cosa más allá de las apariencias, que por detrás o por debajo de toda historia había una segunda historia, otro relato oculto que no se contaba, la parte del iceberg que estaba debajo del agua –como habían afirmado un montón de críticos literarios y escritores–, en este caso la segunda historia había acontecido la semana anterior, cuando en la clínica de gastroenterología me habían practicado una colonoscopia. No tenía pensado escribir sobre este examen –había sido una inspección de rutina–, pero por lo visto la literatura se encontraba en todas partes, hasta en mi recto.

Por fortuna, durante la exploración los médicos no habían encontrado pólipos, pero al salir de la clínica, como yo estaba bajo los efectos de la anestesia, flotando en una nube deliciosa de propofol, y la brasileira iba concentrada en intentar controlarme para que no hiciera el ridículo, se nos había olvidado que ella necesitaría justificar su ausencia en la oficina, lo que me obligó a volver a la clínica aquella mañana.

De nuestro departamento a la escuela de los niños había setecientos cincuenta metros, de la escuela de los niños a mi estudio, seiscientos; me pasaba el día andando sin salir de un radio de dos o tres kilómetros –incluso la clínica de gastroenterología estaba muy cerca–, deambulando plácidamente entre los bares de toda la vida y los restaurantes de moda, los locales de tatuajes y de venta de spray para grafiti, las peluquerías y las librerías, los supermercados para mascotas y los centros de yoga, los despachos de arquitectos ecologistas y las carnicerías veganas, en resumen, la infraestructura de parque de diversiones de nuestro barrio. Todo era tan ameno que bien podría ser que estuviera confundiendo la felicidad con la comodidad o el aburguesamiento.



Peluquería y letra

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