19/10/2021
Empieza a leer 'Napalm en el corazón' de Pol Guasch


LA SEPULTURA

Llegó el frío como siempre llega. Mira: una mañana te levantas y el suelo está blanco. Los días eran cortos y helados. Desde la ventana, las cosas se volvían pequeñas e insignificantes. Si la nieve aguantaba una semana, es que había venido para quedarse. Y así era: las primeras lluvias del otoño martilleando la tierra reseca, convirtiendo los caminos en ciénagas de un momento a otro, aislándonos de la ciudad; la humedad diluyéndose en una sequedad súbita que podía ser mortal; y la nieve, la nieve que señalaba el inicio de una etapa cuyo final no podíamos anticipar. Desde la ventana veía los árboles y estaban igual de lejos, igual de cerca. Cuando el viento se envalentonaba, rompía las ramas congeladas y arrancaba las hojas que aún no habían caído. Los zorros bajaban del bosque y entraban en las casas vacías. Animales calientes sobre el frío. En parte porque sabían que les daríamos de comer. Yo veía a Vita saliendo al porche para dejarles huesos y pellejos en un plato. Luego se acercaban y gruñían y se enseñaban los dientes unos a otros. Los que no llegaban al plato venían hacia aquí y esperaban delante de nuestra puerta. Yo les sacaba pan duro remojado en leche. Lo devoraban.

 

I


El reino del silencio, decía yo, ¿cuándo volverás del reino del silencio?

EIDER RODRIGUEZ


LA EXHUMACIÓN

La nieve se había fundido sobre la tierra que latía como un mármol caliente y hervían los charcos de agua sucia. Brotaban las primeras dalias y el tiempo se alargaba barriendo las últimas pilas de masa congelada que se acumulaban en los márgenes de caminos y carreteras. Había un árbol, altísimo, que germinaba en los cortes tiernos donde se arremolinaba el pulgón, avaricioso, sorbiéndole la savia. Cada día era un pozo de vida que se iluminaba desde el fondo hasta la superficie y derramaba la luz hacia fuera: entornábamos los ojos para poder ver y nos saludábamos desde las ventanas escondiendo el cuerpo detrás de las cortinas. Solo nos veíamos las manos y, excepcionalmente, acechábamos los jardines descuidados. En las aceras se acumulaba una capa de polen fosforescente que recordaba el polvo que se deja en las esquinas para ahuyentar a los perros. Cada cual tenía una colmena, sólida y rebosante de própolis, en los arbustos de la entrada. Estorninos y petirrojos acudían a las colmenas y devoraban a las abejas, piando, y llevaban el pico meloso a las crías, que chillaban en los árboles. La paz no era una sensación, era un lugar: la hierba que debía de llegarnos por las rodillas, el correteo de los animales que intuíamos solo por el movimiento que dibujaban entre la maleza. Bestias que venían del bosque y se paseaban por el asfalto y amamantaban a las crías en nuestros porches. Leí en algún sitio que se habían visto lobos, en manada, paseándose entre las casas. Boris me lo dijo, más tarde: «He visto unos lobos enormes bajando del monte.» Fue en la primera carta que me mandó.


Me repetía, en voz baja, «día novecientos»:

Boris, Boris:

El hombre rapado ha vuelto por casa. Yo venía del huerto y me lo he encontrado sentado a la mesa. Y me ha parecido ver a mi madre, a su lado, empequeñecida, como si su llegada la hubiese encogido. Sobre la mesa, tostadas y té. He alzado la vista: sonreían con los labios largos. Sin decir nada, he subido a la habitación. No he podido mirarlo a la cara: hablaban en la otra lengua. Mi madre con los ojos bien estirados de lo contenta que estaba y ese señor contándole historias, y la mitad debían de ser inventadas. Y ella, ella se las creía y asentía con la cabeza, mordisqueaba la tostada, asintiendo una y otra vez con la frente, escuchando las mentiras y tragando. Ahora un mordisco de esto, ahora un mordisco de lo otro, ahora un sorbo para ayudar a tragar otra mentira. ¿Qué mierdas entendería, Boris, si no la habla nunca, la otra lengua, si yo nunca la he visto hablándola?

Ya es el tercer día que viene. La primera vez traía la pensión de Vita, pero dijo que había llamado a nuestra puerta por error. Mi madre, al principio, lo observaba con prudencia y le hablaba sin abrirla del todo. Sacaba la cabeza por la rendija. Pero estuvieron un buen rato charlando y yo solo entendí algunas palabras. La segunda vez, ya sin excusa, apareció y pasearon los dos por el jardín: mi madre le enseñó el huerto y las gallinas, la vaca y la verja oxidada que lleva al bosque. Entre risas, iba señalando los árboles, las plantas y el monte, y él asentía. Y hoy es la tercera vez. Y ahora es mi madre la que asiente con la cabeza sin parar.

No me gusta, Boris. Tiene ojos como de animal. Y anda como un animal. Y huele como un animal. Y yo odio los ojos altivos como los suyos, las lenguas mentirosas, las piernas que corren hacia el mal y los hombres que hacen que los hermanos se peleen. Los odio. Y va pelado, como todos, porque así se lo dicen, y ellos lo hacen. Hombres que solo saben obedecer y luego van dando órdenes por ahí, y les dicen a los demás qué tienen que hacer y qué no, porque a los que les mandan no les contestan nunca, no se atreven. Pero ya lo sabes, Boris, que luego van por ahí dando órdenes con la metralleta como si fuese otro brazo. Seguro que eran así, también, los que le hicieron aquello a tus padres, Boris, estoy seguro. Seguro.

Te dejo. Aquí la vida sigue con el ritmo de siempre. Pero no tiene nada de lenta, sino una frialdad fría fría, como si el mundo siguiera congelado. Te pienso y desde la ventana de mi madre veo el cuarto de las ratas. Cuando te añoro, vuelvo allí: al cuarto de las ratas, nuestro cuarto. A veces me entra el miedo de que no volvamos a vernos nunca más, como si corriera el riesgo de no volver a ser feliz a tu lado, y necesito verlo. Te quiero como se quiere a quienes hace mucho que se fueron o aún están por llegar, a quienes no has visto nunca o nunca han existido: Boris.

Tuyo.

Por cierto, Boris, hoy ha muerto el abuelo.

 

LA SEÑAL

Tanta luz fosforescente esa mañana, cuando encontramos círculos de peces flotando en el agua y bandadas de pájaros en el suelo, reunidos por última vez para morir juntos. Fue al día siguiente. Primero vino la explosión fortísima, la luz que durante horas salió de la Fábrica, empañando el cielo, y luego silencio. Un silencio implacable, invisible. Y los que no nos marchamos, en casa, encerrados, y a morirnos de aburrimiento contando las vigas y llenando los agujeritos de la carcoma con alfileres. Boris y yo empezamos a escribirnos. Quedaron cuatro tanques y unos pocos soldados que llevaban las pensiones a las ancianas, repartían las cartas y vaciaban las casas de la gente que había huido. Los veía borrachos, destrozando las habitaciones, rompiendo los cristales. A menudo arrastraban al interior de las casas a alguna mujer que no se había marchado y que salía horas después con la cara deshecha. Hablaban en la lengua que querían que habláramos pero no hablábamos. Cuando Vita volvió con su hermana, unos meses después, encontró las tumbas invadidas por la maleza. Lo primero que hizo fue arrancarla y acostarse sobre la más pequeña, hurgando en la tierra. Y a mí me dieron pena esas plantas feas que habían arraigado allí, porque los otros niños siempre me habían gritado «mala hierba, mala hierba», y yo las había visto crecer poco a poco, como un bosquecillo que brota en un parterre.


Lo he encontrado muerto entre las tomateras, y frío, frío como el cristal de la ventana por las mañanas cuando toco la película de escarcha que lo recubre. De tan flaco, he confundido su muñeca con una de las cañas. Y con el gesto tranquilo, como si hubiese muerto repitiéndose que ya había visto bastante mundo y que se iba en paz reanudando una de las tareas que menos le gustaba hacer y que más había repetido a lo largo de la vida, que era ayudar a crecer las plantas y cuidarlas para después poder recoger sus frutos. Las orejas grandes, como hojas con espinas: los pelos blancos y puntiagudos en el lóbulo, escalando el cartílago. La piel oscura, reseca por el sol. El abuelo, muerto: con el corazón destrozado, hecho trizas, añicos. De tanto esperar. Roto de tanto bombear. Novecientas noches ha aguantado. Novecientas mañanas idénticas. No he llorado. Cuando he entendido que las manos eran suyas y no astillas de caña seca, he visto también las manos que dibujaron una cruz sobre la cabeza de uno de los perritos que tuvimos: acababan de nacer, siete perros tan pequeños que me cabían de dos en dos en la palma de la mano, y yo jugaba con uno de ellos, uno de los que eran blancos con manchas negras en los ojos, y le decía: «Eres mío, pequeñín, eres mío», y se me cayó al suelo, pobrecillo, desde las manos, y aulló con un tono de muerte aguda que no había oído nunca. Como si le hubiesen arrancado el grito de la garganta con una aguja. Y el abuelo lo cogió mientras aún respiraba y lo cuidó durante semanas hasta que dijo que ya estaba bien y que podía volver con el resto de la camada. Pero antes de devolverlo se mojó los dedos en una pasta rojiza de color sangre que guardaba en un frasco y le pintó una cruz en la frente. Queríamos quedarnos con uno de los cachorros antes de regalarlos, pero no el que se había caído, que podía salir mal, repetía el abuelo. «Un perro solo sirve para tenerlo fuerte y que haga de guardián.» Mientras tanto, lo sostenía en la mano. Al ver la muñeca seca del abuelo ha sido como si también hubiese muerto un pedazo de mundo antiguo, rojizo, de azadas y polvo terroso, que ahora quedaba a kilómetros de distancia, muy lejos, y del que no sabría decir apenas nada. Como si viera un film con un velo de escarcha cubriéndome los ojos.

 

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Traducción de Rita da Costa.

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Napalm en el corazón

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