06/03/2020
Empieza a leer 'Mi corazón sedicioso' de Arundhati Roy

El final de la imaginación

«El desierto se estremeció», según nos informó (a nosotros, a su pueblo) el gobierno de la India.

«La montaña entera se volvió blanca», replicó el gobierno de Pakistán.

 

A primera hora de la tarde, el viento dejó de soplar sobre Pokhran. A las 3.45 de la tarde, el detonador hizo estallar los tres artefactos. A unos doscientos o trescientos metros bajo tierra, el calor generado alcanzó una temperatura aproximada de un millón de grados centígrados. Tan elevada como la del sol. Rocas que pesaban hasta mil toneladas, verdaderas minimontañas subterráneas, se volatilizaron instantáneamente... Las ondas expansivas levantaron una extensión de terreno del tamaño de un campo de fútbol a varios metros sobre el nivel del suelo. Al verlo, uno de los científicos exclamó: «¡Ahora creo esas historias que dicen que el dios Krishna levantó una montaña...!»

India Today

 

Mayo de 1998. Quedará registrado en los libros de historia, siempre y cuando sigamos teniendo libros de historia en los que registrar. Siempre y cuando tengamos un futuro.

No queda nada nuevo u original que decir sobre las armas nucleares. Nada puede haber más humillante para un escritor de ficción que tener que volver a exponer un argumento que otras personas ya han expuesto a lo largo de los años, en otras partes del mundo, y de manera apasionada, elocuente y erudita.

Estoy dispuesta a arrastrarme, a humillarme abyectamente, porque en estas circunstancias el silencio sería insostenible. De modo que os digo a todos los que no queráis callar: cojamos nuestras partes, pongámonos los vestidos que ya habíamos desechado e interpretemos nuestros papeles de segunda mano en esta triste obra de segunda mano. Pero no olvidemos que lo que está en juego es descomunal. Nuestro cansancio y nuestra vergüenza podrían significar nuestro fin. El fin de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos. De todo aquello que amamos. Tenemos que buscar en lo más íntimo de nuestro ser y encontrar la fuerza para pensar. Para luchar.

Una vez más, vamos lamentablemente por detrás de los tiempos. Y no solo en lo científico o lo tecnológico (ignoremos las vanas pretensiones), sino, más precisamente, en nuestra capacidad para comprender la verdadera naturaleza de las armas nucleares. Nuestra percepción de la esfera del horror es desesperadamente obsoleta. Aquí nos tienen, en la India y Pakistán, discutiendo los puntos más sutiles de la política, y de la política exterior, comportándonos ante el mundo como si nuestros gobiernos acabaran de inventar una bomba más nueva y más grande, una especie de enorme granada de mano con la que aniquilarán al enemigo (eso dicen los dos) y nos protegerán de cualquier daño. ¡Cuán desesperadamente queremos creérnoslo! ¡Qué súbditos tan maravillosos, formales, crédulos y de buena voluntad hemos resultado ser! El resto de la humanidad... (Sí, sí, ya lo sé, ya lo sé, pero olvidémonos de ellos por un instante. Perdieron su derecho al voto hace mucho tiempo.) Lo siento. Como iba diciendo, el resto de la humanidad puede que no nos perdone, pero el resto de la humanidad, dependiendo de quién forje sus opiniones, quizá no sepa cuán fatigados, desanimados y acongojados estamos. Quizá no se dé cuenta de lo urgentemente que necesitamos un milagro. De lo profundamente que anhelamos lo mágico.

¡Ojalá, ojalá, la guerra nuclear fuera tan solo una guerra más! ¡Ojalá tuviera que ver con las cosas de siempre: naciones y territorios, dioses e historias! ¡Ojalá todos aquellos que la tememos fuéramos unos cobardes sin valor moral, unos cobardes que no estamos dispuestos a morir por la defensa de nuestros ideales! ¡Ojalá la guerra nuclear fuera la clase de guerra en la que países luchan contra países y hombres luchan contra hombres! Pero no lo es. Si hay una guerra nuclear, nuestro enemigo no será China o los Estados Unidos, ni tampoco Pakistán (o la India). Nuestro enemigo será la propia Tierra. Los propios elementos –el cielo, el aire, la tierra, el viento y el agua– se volverán contra nosotros. Su cólera será terrible.

Nuestras ciudades y nuestros bosques, nuestros campos y nuestros pueblos, arderán durante días. Los ríos se volverán veneno. El aire se convertirá en fuego. El viento extenderá las llamas. Cuando todo lo que sea capaz de arder haya ardido y el fuego se apague, se elevará el humo y ocultará el sol. La Tierra quedará envuelta en la oscuridad. No existirá el día. Solo una noche interminable. La temperatura caerá por debajo del punto de congelación y reinará el invierno nuclear. El agua se convertirá en hielo tóxico. La lluvia radiactiva penetrará en la tierra y contaminará las aguas subterráneas. La mayoría de los seres vivientes, plantas y animales, peces y aves, morirán. Solo las ratas y las cucarachas crecerán y se multiplicarán y competirán con los humanos por la poca comida que quede.

¿Qué harán entonces aquellos de nosotros que sigan vivos? Quemados y ciegos, calvos y enfermos, llevando en brazos los cadáveres cancerosos de sus hijos, ¿adónde irán? ¿Qué comerán? ¿Qué beberán? ¿Qué respirarán?

El jefe del Grupo de Sanidad, Medio Ambiente y Seguridad del Centro de Investigación Nuclear de Bhabha, en Bombay, tiene un plan. Declaró en una entrevista (The Pioneer, 8 de abril de 1998) que la India podría sobrevivir a una guerra nuclear. Su consejo es que, si se desata una guerra nuclear, se adopten las mismas medidas de seguridad recomendadas por los científicos en caso de accidentes en centrales nucleares.

Sugirió que tomáramos píldoras de yodo y otras medidas, como quedarse en casa, consumir solo agua y comida almacenadas y evitar la leche. A los niños se les debería dar leche en polvo. «La gente que se encuentre en zonas de riesgo deberá dirigirse inmediatamente a la planta baja de sus viviendas, o, si es posible, al sótano.»

¿Qué hacer ante semejante grado de locura? ¿Qué hacer cuando se está encerrado en un manicomio y todos los médicos están gravemente trastornados?

No hagan caso, no es más que la ocurrencia de una novelista ingenua, les dirán, la hipérbole del profeta del día del juicio final. Nunca se llegará a eso. Nunca habrá guerra. Las armas nucleares tienen que ver con la paz, no con la guerra. «Disuasión» es la palabra más repetida por aquellos a los que les gusta verse a sí mismos como halcones. (Bonitos pajarracos. Tranquilos. Elegantes. Depredadores. La lástima es que no quedarán muchos después de la guerra. «Extinción» es una palabra que debemos probar de pronunciar y a la que debemos acostumbrarnos.) La disuasión es una vieja tesis que ha resurgido y está siendo reciclada con unas gotas de sabor local. A la teoría de la disuasión se le atribuyó todo el mérito de haber evitado que la Guerra Fría se convirtiera en la Tercera Guerra Mundial. El único hecho inmutable sobre la Tercera Guerra Mundial es que, de haberla, vendrá después de la Segunda Guerra Mundial. En otras palabras, no hay un plan establecido. Es decir, todavía tenemos tiempo. Y quizá ese juego de palabras (con la Tercera Guerra Mundial) sea premonitorio. No nos dejemos engañar por la moratoria de diez años en los que no se podrán hacer alardes nucleares. Es una cura de reposo (¡ja, ja, ja!). No es una curación total. No prueba ninguna teoría. Después de todo, ¿qué son diez años en la historia de la humanidad? La enfermedad ha vuelto. Y está más extendida y es más resistente al tratamiento que antes. No, la teoría de la disuasión tiene algunos fallos esenciales.

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Traducción de Francesc Roca y Cecilia Ceriani.

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Mi corazón sedicioso

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