04/05/2022
Empieza a leer 'Memorial' de Bryan Washington


Creo que todo el mundo en todas partes está hablando siempre de la misma mierda.
RACHEL KHONG 

El mundo es maravilloso, terrible.
ANDRÉS NEUMAN

¿Necesita una razón el amor?
MASAO WADA, Terrace House

 

Benson

1

Mike se va a Osaka, pero su madre vuela hacia Houston.

Dice que solo serán unas semanas.

O tal vez un par de meses. Pero necesito ir. 

Lo primero que pienso es: Joder. 

Lo segundo que pienso es que no nos lo podemos permitir.

Entonces caigo en que nosotros no tenemos ahorros de ningún tipo. A Mike, sin embargo, las finanzas siempre se le han dado bien, siempre se ha mostrado a favor de mantener las cuentas separadas. Esto es algo que con él siempre había dado por sentado.


Ahora dice que quiere encontrar a su padre. El hombre se ha puesto enfermo. Mike quiere llegar a tiempo antes de que se vaya. Y yo estoy en el sofá, medio escuchando y medio cargando el teléfono.

Hace años que no ves a tu madre, digo. Viene a verte a ti. Yo no la conozco.

Y añado: Joder, tu padre ni siquiera te cae bien.

Es cierto, dice Mike. Pero ya he comprado el billete.

Y Ma estará aquí cuando vuelva. Tú eres una buena compañía. Lo superará.

Está cascando huevos en la cocina, vertiendo las yemas en un par de sartenes. Luego les echa sal y la mayonesa salpicada de orégano. Mike antes era muy tiquismiquis con la salsa sriracha y ponía el grito en el cielo cada vez que la tocaba, pero ahora exprime una botella descolorida sobre mi tortilla y la extiende con la espátula.

No pregunto dónde piensa hospedarse en Japón. No pregunto con quién va a quedarse. No pregunto dónde va a dormir su madre cuando esté aquí, en nuestro apartamento de una sola habitación, ni cómo nos organizaremos. Cuando un tren está en marcha, a veces puedes pillarlo. Así es como consiguieron entrar en este país las familias de algunos de los chavales con los que trabajo. Si te caes, estás muerto. Si eres demasiado lento, estás muerto. Pero si empiezas a correr, nunca llegas a perderlo.

Así que no agarro la mesa y la estampo contra el suelo. Ni tampoco las sillas. No le rayo el coche ni lo embisto contra el salón. Después del ojo morado dejamos de ponernos las manos encima; ambos llegamos a la conclusión, internamente, de que era lo mínimo que podíamos hacer.

Hoy me limito a sonreír.

Le agradezco a Mike que me haya puesto al corriente.

Le pregunto cuándo se marcha, y sé que es un error por mi parte. He alargado el brazo para desenchufar el cargador antes de que responda: Mañana.

*

Hemos estado bien. Gracias por preguntar.

*

Llevamos, de relación, ¿cuánto? ¿Cuatro años? Depende de cuándo se empiece a contar. Hace meses que no vamos a una fiesta y, cuando íbamos, al principio nadie sabía que follábamos. Mike se quedaba a un lado mientras cualquier chica caucásica iba abriéndose paso en mi espacio personal, entonces él me pasaba el brazo por encima del hombro para meter un dedo en mi cerveza.

O estornudaba, se estiraba y se limpiaba la nariz en mi manga.

O acariciaba mi cartera, despacio, y volvía a dejarla en su sitio dándome una palmaditas.

Una vez, en una cena, fue el centro de atención con una mano apoyada en mi regazo y acariciándome la entrepierna con el pulgar por debajo de la mesa. Cada tanto, alguien miraba y se notaba cuando al fin se daban cuenta. Enderezaban la espalda. Esbozaban una sonrisa demasiado forzada. Entonces Mike les preguntaba si ocurría algo y ellos aseguraban que no era nada, y él volvía a las andadas, sin mirar ni una sola vez en mi dirección.


Éramos conscientes de la imagen que dábamos. Y de la que no. Pero una noche, hace unas semanas, durante una ruta de bares organizada por el trabajo de Mike, un simple vistazo fue suficiente. Trabaja en una cafetería en Montrose. Es una de esas fusiones en las que preparan cuencos de arroz y rollitos de huevo (aunque en realidad es comida mexicana, porque, a menos que te llames Mike, son ellos quienes cocinan).

Abrieron hace un año. Celebraban su aniversario. Mike nos ofreció como voluntarios para echar una mano durante una hora dando vueltas a las tortillas en un hornillo junto al DJ.

Yo me sentía miserable. Mike se sentía miserable. Todo los que se cruzaban con nosotros nos miraban en plan: Hum. Nos saludaban. Nos preguntaban cuánto tiempo llevábamos juntos. Querían saber dónde nos habíamos conocido, cómo nos las habíamos apañado durante Harvey, pero la puta música estaba demasiado alta, así Mike y yo simplemente nos encogíamos de hombros.

*

No abro la boca de camino al aeropuerto cuando vamos a recoger a su madre y tampoco suelto prenda cuando Mike aparca. El Aeropuerto Intercontinental George Bush se encuentra fuera de la circunvalación de Houston, pero siempre hay tráfico en la autopista. Una vez se detiene en Llegadas, Mike coge las llaves y una fila de coches centellea detrás de nosotros, una pequeña constelación de viajeros.

Mike se ha dejado bigote. Se agita en su rostro. Normalmente se lo recorta entero, y de pronto pienso que parece una especie de caricatura de sí mismo. Nos quedamos sentados junto a la terminal; nuestra situación no puede ser la más jodida de todas las que hay aquí, pero aun así, te lo preguntas.

Yo me lo pregunto.

Me pregunto si él se lo pregunta.

Últimamente no se nos ha dado muy bien eso de disculparnos. Ahora sería un buen momento.

El aeropuerto recibe unos ciento quince mil visitantes diarios, y aquí estamos, dos de los más ridículos.

Oye, dice Mike. Suspira. Me da las llaves. Dice que volverá enseguida con su madre.

Si nos dejas tirados en el aparcamiento, dice Mike, es probable que te encontremos.

*

Tardó apenas dos citas en sacar del tema de la Raza. Habíamos ido a un bar irlandés escondido detrás de Hyde Park. El resto de personas que había en el patio eran blancas. Me había emborrachado un poco y cuando le dije a Mike que era ligeramente más bajo que la media, chasqueó la lengua en plan: Anda que has tardado.

¿Y si te dijera que eres demasiado educado?, dijo Mike.

Vale.

O lo bien hablado que eres.

Ya lo he pillado. Lo siento.

No lo sientas, dijo Mike, y me pegó en el hombro. Era la primera vez que nos tocábamos esa noche. El camarero, pestañeando, nos miró.

Solo espero que me veas como a un ser humano totalmente realizado, dijo Mike. Más allá del evidente atractivo.

Cállate.

Lo digo en serio, dijo Mike, sin tonterías.

Yo, Mifune, dijo; tú, Yasuke.

Para.

O puede que solo seamos los putos Bonnie and Clyde.

*

En el tiempo que Mike tarda en volver de la Recogida de Equipajes, tres polis diferentes lanzan miradas furtivas al coche. Sonrío a los dos primeros. Frunzo el ceño al tercero. Este último da un golpecito en la ventanilla, como diciendo: ¿A qué cojones esperas? Y cuando señalo la entrada del aeropuerto, se limita a mirarme con cara de pocos amigos.

Entonces los veo salir. Lo primero que pienso es que parecen de la familia. La madre de Mike tiene la espalda ligeramente encorvada, y él arrastra la maleta de ruedas tras ella. Hubo una época en que sea veían una vez al año –ella volaba hasta aquí solo para visitarlo–, pero los últimos tiempos han sido un tanto accidentados. Las visitas cesaron cuando yo me mudé con Mike.

Lo menos que puedo hacer es abrir el maletero. Me gustaría ser el tipo de tío que no lo hace, pero no lo soy.

Mike ayuda a su madre a ajustar el asiento trasero mientras ella se mete en el coche, y ni siquiera me mira. Lleva el pelo recogido en un moño. Cazadora azul brillante, mascarilla quirúrgica y un débil rastro de maquillaje.

Ma, dice Mike, ¿tienes hambre?

Farfulla algo en japonés. Se encoge de hombros.

Ma.

Me mira. Vuelve a preguntarle. Entonces él también cambia de idioma.

Ella dice algo, y luego él dice algo, y entonces otro tipo que se dedica a dirigir el tráfico se acerca a mi ventanilla. Es latino, con un pecho fornido embutido en el chaleco. La cabeza rapada como si estuviera en el ejército. Mueve los labios para decirnos algo a través del cristal y bajo la ventanilla. Pregunta si ocurre algo.

Le digo que ya nos vamos.

Pues a qué esperas, dice este hombre.

Las siguientes palabras salen de mi boca antes de tener tiempo de saborearlas. Un poco como la gravedad. Le digo: Vale, hijoputa, ya nos vamos.

Y el latino frunce el ceño. Antes de que reaccione se oyen varios bocinazos detrás de nosotros. Vuelve a mirarme y después se aparta, rascándose el pecho, dando un respingo.


Cuando subo la ventanilla, Mike me está mirando. También su madre. Ella dice algo mientras sacude la cabeza, y me incorporo al tráfico. 

Enciendo la radio y suena Meek Mill.

Cambio de emisora y suena Migos.

Apago la maldita radio. Por fin estamos en la autopista.

De repente, somos una telenovela más entre tantas otras, pero en ese momento la madre de Mike empieza a reírse, moviendo la cabeza.

Dice algo en japonés. 

Mike golpea la guantera y dice: ¡Ma!

*

Mis padres fingen que no soy gay. Para ellos es más fácil de lo que parece. Mi padre vive en Katy, en la zona oeste de Houston, y mi madre se quedó en Bellaire, incluso después de volver a casarse. Antes de eso, la mayoría de las cenas familiares las hacíamos en el centro. Mi padre era meteorólogo. Era una cuestión de estatus. Nos recogía a mi hermana, a mi madre y a mí en casa y nos llevaba por la I-45 para comer donde estaban sus compañeros de trabajo, y siempre pedía para nuestra mesa el plato más grande del menú –bandejas rebosantes de cerdo rebozado, kilos de cangrejo al vapor crepitando sobre una cama de bok choy– y llamaba a eso Trabajo, porque siempre estaba Trabajando.

Solía preguntar: ¿A cuántos negratas veis por ahí informando del tiempo?


Mi madre nunca discutía con él ni le soltaba palabrotas ni nada por el estilo. Repetía exactamente lo que él decía. Imitaba la voz de mi padre. Ese era su rollo. Hacía que sonara importante, como una especie de jefe, pero mi padre es poca cosa, y sus tácticas conseguían exactamente lo que estáis pensando.

Un gran trabajo el de hoy, decía mi madre en el coche, atascados en la 10.

Esta previsión es impresionante, decía momentos después de que mi padre estampara una copa de vino contra la pared de la cocina.

Juro que es la última, decía ella mirándole fijamente a los ojos, mientras él se trastabillaba, borracho, agarrado a sus rodillas, jurándole que jamás volvería a tocar una sola cerveza.


Al final se marchó. Lydia se fue con nuestra madre, cambió de instituto. Yo me quedé en las afueras, en mi vieja escuela de secundaria, y mi padre siguió bebiendo. Cuando lo despidieron de la cadena por aparecer borracho en antena, tuvo que echar mano de sus ahorros. A veces hacía de profesor sustituto en clase de Ciencias en el instituto, pero se pasaba la mayor parte del tiempo tirado en el sofá, abucheando los pronósticos que emitían cada hora por la cadena KHOU.

A veces, durante alguno de sus arrebatos de sobriedad, cuando yo volvía a casa, lo encontraba calificando trabajos de clase. Algún chaval había llamado anticipación a la precipitación. Otro, en lugar de definir los cúmulos había dibujado algodoncitos por toda la página. Una vez mi padre colocó tres exámenes en el extremo de una mesa ya de por sí excesivamente abarrotada, todos con la misma letra, solo cambiaban los nombres.

Los señaló con la mano, preguntó por qué todo tenía que ser tan jodidamente difícil.

*

A los pocos meses, Mike dijo que podíamos ser lo que quisiéramos. Independientemente de lo que pudiera parecer.

Soy una persona muy fácil, dijo.

Yo no, repuse.

Lo serás. Dame un poco de tiempo.

 

 

* * *

Traducción de Lucía Barahona.

* * *

Memorial

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