30/05/2025
Empieza a leer 'Memoria estremecida' de Jesús Moncada
Remover difuntos y arrancarlos de la muerte plantea una cuestión ciertamente espinosa: la tiniebla, por asentada que parezca, termina aflorando tarde o temprano en el mundo de los vivos. Por eso, aunque las infamias que son el pretexto de estas páginas trastornaron la villa de Mequinensa hace mucho tiempo, entre agosto y noviembre de 1877, me ha parecido pertinente cambiar la identidad de todos los que desempeñaron algún papel en ellas, a fin de prevenir suspicacias, malentendidos y embrollos. Con dos excepciones.
La primera es un apellido tan ilustre que el lector lo reconocerá de inmediato si le apetece adentrarse en el libro. Los mequinenzanos siempre lo hemos considerado la clave de uno de los episodios más abyectos del caso; conservarlo era, por consiguiente, ineludible.
Con la segunda quiero hacer constar mi agradecimiento a don Agustí Montolí, por entonces escribano del juzgado de Caspe y autor de una relación inédita de los hechos. El manuscrito, descubierto no hace mucho, me ha resultado valiosísimo. Quiero advertir, sin embargo, desde el principio, que la responsabilidad de aquel funcionario en las páginas que siguen termina en la frontera donde su crónica cede el paso a mi novela, aunque la línea divisoria no será fácil de distinguir; hitos y lindes resultan a menudo borrosos, a veces invisibles, en una tierra donde el deslumbre del sol puede resultar tan falaz como el enigmático velo de la niebla.
Con Arnau de Roda, un gran amigo, más viejo que los caminos, tengo también una deuda que no podré saldar en toda mi vida y que, en buena ley, debería hacerle figurar como coautor del libro. Él me proporcionó una copia del relato del escribano. Yo andaba metido en otras cosas y tardé mucho en ocuparme de la historia, cosa que Arnau tomó por falta de interés. Hilvanados los primeros capítulos, se los envié desde Barcelona para que me hiciera las observaciones que creyese oportunas.
Su abuelo Ulisses, impresor y librero, a quien Arnau, huérfano desde los dos años a causa de una epidemia de cólera, quería con locura, había intervenido en la estremecedora historia, la conocía al dedillo y le había confiado muchos detalles a su nieto. Era, pues, el juez ideal. Accedió a leer mi original y así empezamos una sabrosa correspondencia. Enseguida intuí lo que luego se confirmó a lo largo de los meses: los comentarios de mi amigo, a menudo irónicos, a veces sarcásticos, siempre sustanciosos, constituían un complemento tan interesante del libro que, al final, me resultó inconcebible la idea de separarlos. Por tanto los publico juntos, incluyendo las notas que Palmira, primogénita de Arnau y compañera mía de infancia, añadía a las cartas de su padre.
La Mequinensa que vivió aquel trance ya no existe. La construcción de un pantano en el Ebro la borró del mapa en 1975. Desde entonces, los mequinenzanos viven en una población nueva, muy cerca del lugar que ocupaba la antigua. Así que, cuando alguno habla de la «villa vieja» se refiere a la desaparecida, convertida ahora en un frágil laberinto de ceniza que el viento araña y se nos lleva, brizna a brizna, de la memoria.
Para acabar, un consejo: si después de este preámbulo el lector aún se ve con ánimo de proseguir, más vale que se abrigue. En cuanto vuelva la página, se encontrará en la madrugada del 24 de noviembre de 1877. Y aquel día, en contra de lo que pronosticaban los almanaques –no mucho frío, nubes, riesgo de lluvias–, un cierzo afiladísimo azotaba el valle del Ebro.
Primera parte
La comitiva
I
1
La súplica estremecida, «No vayas, Agustí, quédate en casa», le sigue pasillo abajo. Teresa no esgrime argumentos ni necesita hacerlo, sus palabras rezuman una ternura más persuasiva que cualquier discurso. Ternura, se dice, atravesando el comedor donde la ahumada luz del quinqué saca por un instante de la oscuridad la esfera del reloj de pared –las cuatro y media– y el cuadrito con una vista de la bahía de Nápoles; no encuentra otra manera de definir los sentimientos de su mujer. Porque ¿qué amor (la palabra siempre le hace sonreír) puede inspirar un pobre diablo como él, un escribano de cuarenta y cinco años, olvidado en una audiencia polvorienta de una ciudad perdida? ¿Qué pasión podría hacer olvidar su aspecto: rechoncho, calvo y, si se descuida, un poco bizco? Los años han ido destapando sin misericordia las taras que el vigor de la juventud disimulaba, y su salud, cada vez más precaria, no cesa de añadir otras nuevas. La dolorosa conciencia del deterioro hace que reciba con incrédula estupefacción las caricias de Teresa y que le sorprenda que ella reaccione amorosamente a las suyas, siempre temerosas, tímidas.
–Por favor, no vayas.
La inquietud había empezado la tarde anterior durante la visita de Teòfil. El forense traía dos noticias. La primera, que soltó después de asegurarse de que Teresa trasteaba por la otra punta del piso y no podía oírle, era la autopsia, «Decepcionante, si te digo la verdad, no me lo esperaba», de la beata más conspicua de Caspe. Habían encontrado el cadáver sentado en un banco de la colegiata, ante el altar del santo predilecto de la finada. En contra de lo que los descreídos de la ciudad, «Y yo el primero, Agustí», aseguraban en secreto, lejos del alcance de los piadosos oídos clericales, el corazón de la meapilas bombeaba sangre de la buena, no agua bendita; y, en cuanto a los amores de la difunta con el registrador de la propiedad, casado y con cuatro hijos, y por tanto adulterinos, podía confirmarle su condición platónica. Teòfil había dejado caer la segunda noticia mientras le tomaba el pulso, y el ritmo de los latidos se había alterado tanto que el médico, serio de repente, le había soltado una filípica. Pues ¿qué esperaba? ¿De qué le servían la edad y la experiencia de años y años en el tribunal? ¿Aún creía en milagros caídos del cielo? ¡Santa inocencia! El asunto estaba visto y sentenciado desde el primer día. Finalmente, después de ordenarle una semana más de cama, «Y sobre todo de sensatez», el forense se había despedido con el consejo de siempre: que se fueran a vivir a Valencia, junto al mar.
–Por favor, Agustí...
La cara de Teresa aparece, al lado de la suya, pálida, en el espejo del lavabo. Los ojos azules, angustiados, de la mujer y la tibieza de una mano que le acaricia la espalda le hacen dudar. Se lava, se seca rápidamente, acaba de vestirse, se va al despacho. Coge un libro de la pequeña biblioteca y se lo mete en el bolsillo del abrigo. Mientras abre un cajón del escritorio, sufre un ataque de tos.
–Agustí...
Se siente débil. Vacila. Entonces un ruido en la calle le sobresalta. El rumor, denso, sordo, se acerca rápidamente; los perros ladran con furia tras las puertas cerradas a cal y canto. Enfrente de la casa, el fragor se hace más definido, esparce un estrépito de cascos herrados, relinchos, chirridos metálicos, hace vibrar los cristales de los balcones de la sala.
–Dios mío –murmura Teresa.
En el portal, un golpe de cierzo casi le arranca la manta morellana que su mujer, resignada, ha conseguido que se eche sobre el abrigo. Se encoge para cruzar la calle. Avanza pegado a la pared. No quiere volverse; sabe que Teresa le mira por los cristales del balcón, prefiere no verla.
En la posta –luz mortecina, tibieza de establo, olor agrio de estiércol– el mozo no acaba nunca de ensillarle la mula. Alaba su mansedumbre. Favorita de un canónigo que la alquila a menudo para ir a echar un vistazo a los olivares heredados de un ama de llaves fondona y agradecida, está acostumbrada a paseos eclesiásticos de mucha parsimonia. Sin embargo, a diferencia del animal, el muchacho está nervioso: es el miedo que la comitiva ha sembrado por las calles de la ciudad antes de tomar el camino de Mequinensa.
2
Un roce en el techo la despierta: el cierzo debe de haber abierto la ventana del desván, hace rodar algún trasto por el suelo. En la calle, la voz del sereno anuncia las seis. Se asombra, suponía que era más temprano. Seguramente lo que le parecían brevísimas cabezadas de una noche inquieta han sido intervalos muy largos de sueño, espacios de inconsciencia deslizándose insidiosamente tras un aleteo imperceptible de los párpados. Las seis: se imagina cuadrillas de mineros camino del transbordador del Ebro por una Mequinensa aterida de frío, grupos de mujeres a punto de empezar en la fábrica Camps, hormigueo de tripulaciones en los muelles... Un mundo del que se siente separada.
En la casa solo suena el roce en el suelo del desván. El silencio la irrita. A estas horas, su yerno ya tendría que haberse levantado para ir a la mina, su hija tendría que estar atareada preparándole el desayuno. Recuerda el alboroto de anoche después de unos golpes impacientes en la puerta, cuando ya estaban todos acostados, y los chillidos de su hija. Gritó para que subiesen a decirle qué pasaba y atribuyó la falta de respuesta a que no la habían oído, aunque sabía que no era cierto. Ella, Marta, clavada en la cama, a merced de los demás, está condenada a adivinar lo que pasa fuera de la habitación, a oír resbalar los acontecimientos sin poder intervenir. Solo le llegan ecos, cabos sueltos; hay que juntarlos para intentar sacar alguna conclusión. Tiene horas para hacerlo: las del día, y también las de la noche. No se acaban nunca.
3
Casi le ha rozado la cara, ha podido sentir su palpitación diabólica. Sobrecogida, cierra la puerta de golpe, recula escaleras arriba, sube a la cocina. Mientras se repone del susto, aviva las brasas de la chimenea, echa un manojo de romero. Coge las tenazas, vuelve abajo y abre de nuevo, ahora muy lentamente, la puerta de la calle: el pañuelo sigue allí. Sujeta un extremo con la herramienta, tira, aguantando la respiración, consigue desprenderlo de la aldaba; sosteniéndolo con las pinzas, vuelve arriba.
De nuevo en la cocina, aprieta con más fuerza las tenazas, alarga el brazo y acerca el pañuelo al fuego donde el manojo de romero ya arde. La sacudida es brutal. Vuelve la cabeza para no verlo. Sin embargo no puede evitar oír el espeluznante rechinar de los dientes del ser maligno escondido en la tela. Y la pestilencia que desprende, mientras se abrasa y pierde su poder demoníaco, del que ella, Justina, tenía que ser víctima, le produce náuseas. Está a punto de quemarse los dedos, pero mantiene la punta de las tenazas en el fuego hasta que aquello acaba de consumirse y cesan las vibraciones de la herramienta. Cuando se decide a mirar, las cenizas del pañuelo flotan en la chimenea como copos de nieve negra.
Aunque es temprano –apenas clarea y el transbordador aún hace su primera travesía cargado de mineros–, aprieta el paso. Si se presenta tarde, corre el peligro de que encarguen su trabajo a otra criada. Llega jadeando a la mansión de los Picarda. En la puerta cochera da un grito cuando una mano la sujeta por el brazo.
–¿Adónde vas, Justina? –le cuchichea al oído la voz de Eugeni, el administrador–. ¿No sabes lo que pasa o estás loca? Hoy tendrías que haberte quedado encerrada en casa.
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Traducción de Pepe Ferreras
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