01/05/2025
Empieza a leer 'Los ilusionistas' de Marcos Giralt Torrente

 

«Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura.»
GEORGES PEREC

 

Había previsto empezar esta nota con dos o tres citas sobre la familia, pero tuve la mala idea de confiarme a una aplicación de inteligencia artificial para encontrarlas y el resultado no fue el esperado. O eran panegíricos edulcorados o se pasaban de frenada por el lado negativo o caían en la insulsez académica o en el misticismo. Y no fue una solución tentar al algoritmo con escritores concretos. Cuando había conseguido una gavilla a mi gusto, al hacer la búsqueda inversa para asegurarme de que cada cita provenía efectivamente del autor referenciado, resultó que todas eran falsas o al menos no literales.
A decir verdad, me alegro de que haya sido así. Escribir de la familia a menudo es visto con recelo – más aún cuando se trata de la propia–, y es natural que, puestos en la tesitura, busquemos el amparo de unas palabras legitimadoras. Sin embargo, ¿no representaría en cierto modo una rendición?
La familia es el territorio de la memoria. Memoria de sí misma y del mundo que la contiene. Memoria en construcción y no siempre fiable, donde el amor y el conflicto confluyen. Dejarla totalmente de lado no es posible, vuelve en los sueños y en las pesadillas. Nos proporciona los primeros rudimentos para descifrar la realidad, nos forma y deforma, y, a poco que la escrutemos, nos confronta con el principal problema de la condición humana: ¿somos realmente libres para trazar nuestro destino?
Todos los personajes proceden de mi familia, pero, siempre que me ha sido posible, he embozado los nombres tras sus iniciales. Un nombre propio es un arma de doble filo. Nos acerca si nos cae bien al oído o al recuerdo, y nos expulsa si es el caso contrario.
El orden de los textos no es aleatorio, pero reconozco haber tenido dudas con el primero. Al final he sido fiel a mi intención inicial, ya que, si bien cualquier historia puede contarse de distintas maneras, el principio de algo, su origen, es el que es. Aunque no sea más que una convención. Este libro, entre otras cosas, trata de eso, de los distintos elementos que nos configuran y de la imposibilidad de atribuirles una sola causa. Es en parte la autopsia de una familia, de sus miembros y de los hechos determinantes de sus vidas. Habla de lugares y de generaciones, de la reverberación del pasado en el presente y del apego a contar, a domar la vida con palabras; de los disfraces en los que nos guarecemos, de destinos buscados e impuestos, de pasión, de fiestas, de ausencias y de renuncias. Por supuesto, he tratado de ser objetivo, pero no puedo eludir que pertenezco a la misma estirpe.

 

UNO
Los años escritos

Sé mucho sobre ellos, pero casi tanto es lo que ignoro.
Lo que ignoro comprende algunas fechas y lugares y, sobre todo, gran parte de los sentimientos que los llevaron a actuar en cada momento como lo hicieron. Lo que conozco es apenas un vislumbre. Historias oídas que me condicionan, pero que me esfuerzo en cuestionar; datos desnudos de ornamento, intuiciones.
En los momentos de mayor entrega amorosa, él la llamaba Pichusa o Fifina y ella a él Pichús o Chalo. Puedo mencionar los apodos, ya que provienen de un documento fiable: las cartas entre ambos que se conservan, casi trescientas de él entre 1933 y 1953 y cuarenta de ella de 1947 y 1948. Una correspondencia en parte mutilada. La razón es prosaica: mientras ella atesoró las de su marido, este no fue tan cuidadoso.
Él era escritor, o fantaseaba con serlo, y ella habría querido casi cualquier cosa que él deseara. Ella era hija única, y él, el mayor de tres hermanos. Él había nacido en 1910 en una aldea de Ferrol, y ella, dos años después, en una villa marinera con nombre de trabalenguas (si vou a Bueu nun bou vou, si non vou a Bueu nun bou non vou). Allí se conocieron en el verano de 1931, cuando ella tenía diecinueve años y él acababa de cumplir veintiuno. Ella pasaba las vacaciones de verano en casa de su madre antes de iniciar el último curso de magisterio y él estaba de visita en la de su padre, oficial de marina con desempeño en la comandancia portuaria.
Es oportuno detallar la situación geográfica en la ría de Pontevedra, ya que, favorecida por su relativa cercanía con Vigo, la villa disfrutaba de unas peculiaridades que la distinguían de otras poblaciones ribereñas de Galicia. Especialmente próspera, los modos de vida ligados a la pesca y las labores agropecuarias de subsistencia convivían con los modos burgueses y proletarios vinculados a dos conserveras de pescado. La pincelada es pertinente para situar mejor la procedencia social de ella, que había nacido en una familia humilde, aunque acomodada, y, gracias a la idiosincrasia del entorno, se había beneficiado de una autonomía más propia de las urbes. Su madre – campesina astuta, buena administradora de su dinero– había podido enviarla interna a cursar el bachillerato y más tarde a la Escuela Normal de Pontevedra, de donde saldría con el título de maestra y la consideración de señorita. De su padre, emigrante en América, sabemos poco, si bien este saber poco es un dato ya de por sí significativo.
Imaginemos los sueños modestos de una chica crecida sin padre, resuelta pero inocente, que aspira a una vida distinta a la de su madre – no en vano el ambivalente triunfo de esta ha sido hacerla diferente–. Esa chica siente gratitud y cariño por quien la ha traído al mundo, ha interiorizado buena parte de sus prejuicios, pero rechaza no pocas de sus terquedades y a lo mejor no desea el futuro que le ha diseñado, tal vez casarse con alguien que termine de facilitar su salto en la sociedad, tal vez un médico, un abogado, un ingeniero..., desde luego no un comerciante ni un funcionario ni aún menos un hombre como el que ella elige, un forastero.
El forastero se convertirá años después en una celebridad literaria, pero lo conseguirá tras una trayectoria larga y sinuosa, y en aquel entonces no pasa de ser un exestudiante de Letras, cargado de fantasías, al que su afición a la escritura y la falta de apoyo paterno han impedido poner el broche a sus estudios.
Los dos nadan en cierto modo a contracorriente. Josefina, porque para ser ella misma necesita sobreponerse a la testaruda determinación de su madre; y Chalo, porque es el primogénito de un matrimonio mal avenido y el enroque de sus padres en el encono mutuo le ha privado de un suelo firme sobre el que desarrollarse.
En un artículo de prensa regional he leído que el cortejo tuvo lugar en una sala de fiestas llamada El Baile del Pirigallo. Por mi parte, imagino verbenas y romerías populares; fugaces encuentros en la ribera del mar que dieron pie a apresuradas charlas grupales y que más tarde desembocaron en la búsqueda exclusiva el uno del otro. Eran tiempos de revueltas obreras e idealismos, de conversaciones interminables y proclamas. No he sabido quiénes eran sus amigos. Es de suponer que los testigos de su boda. Dos de ellos, los más preeminentes, murieron al comienzo de la guerra fusilados por el bando franquista. Esta es, sin embargo, una historia en la que lo histórico, pese a condicionar su devenir, aparece solo tangencialmente. Es una historia de interiores y de supervivencia.
Si bien me propongo ceñirme a la información contenida en las cartas entre ambos, una breve introducción resulta necesaria. Para empezar, ya que me he referido a la posición de ella, debo hacer lo propio con la de él. De padre marino, dueño de un carácter exaltado que le había impedido ascender en el escalafón, y con una madre que distraía en las leyendas familiares las aristas de una realidad insatisfactoria, no tenía mucho de lo que presumir. Había iniciado estudios de Leyes en Oviedo, donde su padre prestó servicio brevemente, y, luego de regresar a Galicia y cambiarse a los de Letras como alumno libre de la Universidad de Santiago, había dejado la carrera inconclusa y se había ido a Madrid para trabajar como periodista bohemio. Su horizonte estaba por escribir. El pero es que carecía de los recursos para escribirlo conforme le exigían sus muchas ambiciones artísticas y mundanas.
Convencer a las familias no fue fácil, sobre todo a la madre de ella. De hecho, no lo lograron, ya que se casaron sin su consentimiento y muy probablemente con hoscos augurios de calamidades futuras.
No hay fotos de su boda, en mayo de 1932. Debió de ser una boda improvisada, sorpresiva incluso, concebida para consumar por la vía rápida lo que la oposición familiar amenazaba con impedir.
No hay fotos de ellos juntos en los meses posteriores, y muy pocas de los años siguientes. Abundan, en cambio, las de los dos solos, intercambiadas por correo durante las frecuentes temporadas en que vivieron separados.

 

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Los ilusionistas

 

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