09/03/2020
Empieza a leer 'Las tres de la mañana' de Gianrico Carofiglio

NOTA DEL AUTOR

Este libro y sus personajes (salvo uno) son pura ficción. La trama, sin embargo, está inspirada en hechos reales. Doy las gracias a quien me los contó.

 

Acabo de cumplir cincuenta y un años, la edad que entonces tenía mi padre. He pensado que podría ser un buen momento para escribir sobre aquellos dos días y sus noches.

Si papá viviera, ahora tendría ochenta y cuatro años. No me resulta fácil imaginármelo tan mayor. La verdad es que, por mucho que lo intento, no lo consigo.

Mamá tiene ochenta y un años y es una mujer fuerte y muy guapa. Cuando era joven decían que se parecía a Antonella Lualdi. El único indicio de que ella también envejece es que, cada vez con mayor frecuencia, se pone a contar historias del pasado. En casi todas aparecen mi padre y ella de jóvenes.

Marianne tenía treinta y siete años y los tendrá siempre. No sé nada de ella, ni siquiera si aún vive. Lo único que sé es que vivía en la rue du Refuge en el viejo barrio del Panier, en Marsella.

Yo aún no había cumplido los dieciocho. Los cumpliría pocas semanas más tarde, el 30 de junio de 1983.

 

1

No sabría decir cuándo empezó todo. Yo tendría unos siete años, o quizás alguno más, no me acuerdo bien. De pequeño uno no tiene claro lo que es normal y lo que no lo es.

Pensándolo bien tampoco lo tienes claro cuando eres adulto. Pero esto es una digresión y, en la medida de lo posible, querría evitar las digresiones.

El caso es que más o menos una vez al mes me sucedía una cosa extraña e incluso un poco agobiante. Sin previo aviso y sin que hubiera ocurrido nada especial, me invadía una sensación de ausencia, de distanciamiento de lo que me rodeaba, acompañada de una sorprendente intensificación de los sentidos.

Normalmente somos nosotros quienes seleccionamos los estímulos provenientes del mundo exterior. Estamos rodeados de sonidos, de olores y de todo tipo de entes visibles. Pero no somos objetivos, no oímos todo lo que choca en nuestros tímpanos, no percibimos todo lo que llega a nuestras fosas nasales ni vemos todo lo que impacta en nuestras retinas. El cerebro decide qué percepciones trasladar a la conciencia y qué información registrar.

Lo demás se queda fuera, excluido y sin embargo muy presente. Al acecho, podría decir.

Dejad de leer un momento y concentraos en los ruidos que os rodean y de los cuales no erais conscientes hace apenas unos segundos. Aunque estéis en una habitación silenciosa, seguro que percibís un motor a lo lejos, un crujido, un zumbido; voces más o menos cercanas cuyas palabras no lográis comprender, pero que existen. Y seréis conscientes también de los movimientos, de las vibraciones que produce vuestro cuerpo: la respiración, el latido del corazón o el gorgoteo del aparato digestivo.

Puede que no sea una sensación placentera, os aseguro que para mí no lo era. De repente mi cerebro dejaba de ser selectivo y permitía que entrase de todo. A este fenómeno correspondía una supresión temporal de la capacidad de interaccionar con los demás: con tantos estímulos era imposible. Durante algunos minutos no conseguía hablar y me quedaba ahí sentado, en cualquier parte, como si estuviera borracho.

Me pasé años sin hablar de ello con nadie. Pensaba que era algo propio de mi carácter y además no habría sabido cómo explicarlo. Carecía de las palabras necesarias para contar una experiencia de ese tipo.

Un día me sucedió en casa de un compañero de clase. Ernesto, el hijo de un oficial de los carabinieri que vivía en un enorme pabellón de servicio. Estábamos jugando al futbolín en el comedor de la casa después de habernos comido –a saber por qué me acuerdo aún de este detalle– unos tofes.

Su madre estaba sentada en una butaca, puede que haciendo punto.

Yo atacando y a punto de tirar a puerta desde una posición muy ventajosa, pero no lo hice. De pronto, y con una violencia que nunca había experimentado, fui azotado por una enorme cacofonía que me arrolló como un torente cargado de desechos. El impacto fue tan potente que por algunos instantes perdí el conocimiento.

Me desperté en la butaca que antes ocupaba la madre de Ernesto. Ahora, inclinada hacia mí, me acariciaba la cara y me hablaba con tono preocupado.

– Antonio, Antonio, ¿cómo te sientes?

– Bien –respondí nada convencido.

– ¿Qué te ha pasado?

– ¿Qué me ha pasado?

– No hablabas y parecía que tampoco oías. Luego te desmayaste.

El estruendo había pasado pero yo todavía me sentía confuso y no conseguía decir una palabra. Así que la mamá de Ernesto llamó a mi madre y le contó lo ocurrido. Al llegar a casa fui sometido a un nuevo interrogatorio.

– ¿Qué te ha pasado, Antonio?

– No lo sé. Bueno, sí, nada nuevo.

– La madre de Ernesto dice que te hablaban y tú no respondías, como si estuvieras inconsciente o te hubieras quedado dormido.

– A veces me pasa...

– ¿Qué es lo que te pasa?

Hice el esfuerzo de describir lo que de vez en cuando me ocurría, y que esa tarde se había manifestado de forma mucho más violenta.

La sensación de que alguien estuviera tocando un tambor en mi pecho. La respiración, tan presente, como para convencerme de que si me distraía y dejaba de pensar en respirar, moriría asfixiado.

Los sonidos más comunes se transformaban en una insoportable algarabía.

Y luego, con cierta frecuencia, me sucedía también otra cosa: la impresión de haber vivido ya el momento que estaba viviendo. Tiempo después me explicaron que se llamaba déjà-vu y que era un fenómeno relativamente normal. Pero entonces yo no lo sabía y en ocasiones me parecía estar viviendo en un mundo fantasmagórico.

 

* * *

Traducción de Carmen García-Beamud.

***

 

Las tres de la mañana

 

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