11/02/2021
Empieza a leer 'La niña de la banquisa' de Adélaïde Bon


A la doctora Muriel Salmona, a la infatigable inspectora a largo plazo, a todas las víctimas de violencia, mis heroínas


Cuando los crímenes empiezan a acumularse, se hacen invisibles. Cuando los sufrimientos se hacen insoportables, los gritos ya no se escuchan. Los gritos, también, caen como la lluvia en verano.
BERTOLT BRECHT

 

¿Se secó la boca con el dorso de la mano, se pasó la lengua por los dientes, se recompuso un poco el peinado? ¿Fue ella o fue él quien le subió las bragas, quien le recompuso el pichi rojo, quien le alisó la blusa blanca? Ella lo mira y asiente con la cabeza, como los perritos que menean la cabeza colocados sobre la bandeja del maletero. Soy buena, soy mona, me gusta esto, eres mi amigo, te gustan mis nalgas grandes, te portas bien con­migo, soy golosa, no diré nada, es nuestro secreto, te lo prometo, no diré nada. Esas son las palabras que él le dijo y que ella no recuerda, como tampoco recuerda lo que él le hizo.

Recoge la bolsita de papel blanco con los palotes y el bote de copos especial para peces rojos que había dejado en la esquina desnuda de un escalón.

Algo ha dado un vuelco, no sabe si es el suelo o si es ella, se concentra para subir la escalera.

En el rellano, se gira cuando él la llama, vuelve a prometérselo asintiendo con la cabeza.

 

Está tumbada en su cama, intenta atrapar una lágrima con la punta de la lengua. Las tablas del pasillo chirrían, coge su libro. Sin familia, Hector Malot.

– ¿El libro que estás leyendo te hace llorar? –pregunta su padre, alarmado quizá porque ella se ha deslizado como una sombra desde la entrada del piso hasta su habitación, sin el ritual atronador del Hola mi querida familia a la que amo y adoro, sin cerrar de golpe la puerta de entrada, sin correr a contarles cualquier cosa. Su cabeza se mueve. Izquierda. Derecha. Derecha.

Izquierda.

– ¿Ha ocurrido algo?

Su cabeza se mueve. Arriba. Abajo. Abajo. Arriba.

 

Está sentada entre su padre y su madre en el sofá color burdeos del salón, su hermano y sus hermanas han desaparecido. Mira las paredes tapizadas, no las reconoce, como tampoco reconoce a sus propios padres. De repente todo está cambiado sin que ella pueda ver qué. Le hablan, a ella le cuesta oírles, comprenderles. Flota.

 

Está sentada en el asiento trasero del coche de policía, junto a su padre. Los policías ponen las luces giratorias para hacerla sonreír. Ella sonríe. Es buena. Ya no está ahí. Está muerta. Parece que nadie se da cuenta.

 

En la comisaría, una policía le hace preguntas, ella tiene que contestar con un sí o un no, asiente o sacude la cabeza, dependiendo. No siente nada. La policía toma nota, Me tocó el culete: por delante y por detrás. Me cogió la mano izquierda y la colocó sobre su sexo.

Le dicen que pone una denuncia por tocamiento sexual y que el señor de la escalera es un pedófilo. Ella asiente con la cabeza.

 

No siente las medusas que se meten en ella aquel día, no siente los tentáculos largos y transparentes que la penetran, no sabe que sus filamentos van a arrastrarla poco a poco a una historia que no es la suya, que no le concierne. No sabe que van a desviarla de su ruta, atraerla hacia profundidades desiertas e inhóspitas, entorpecer hasta el más mínimo de sus pasos, hacerla dudar de sus puños, estrechar año tras año el mundo que la rodea reduciéndolo a una bolsita de aire sin salida. No sabe que a partir de ahora está en guerra y que el ejército enemigo habita en ella.

Nadie la previene, nadie se lo explica, el mundo ha enmudecido.

 

Pasarán los años. Olvidarán ese domingo soleado del mes de mayo o, mejor dicho, no hablarán de él. Ella tampoco pensará más en ello.

 

 

Por supuesto, tú ya habías vivido peleas, penas, enfados, derrotas y entierros. Ya habías aprendido que amar con fuerza a alguien no impide que muera, pero que podemos seguir hablándole después, como hablabas con el abuelo, bajo el ciruelo. Sabías que existen enfermedades de las que nadie sana y preguntas a las que nada responde. Y respuestas, sin embargo, en las telas de araña resplandecientes de rocío que ninguna palabra sería capaz de contener. Dios habitaba en el rincón más cálido de tu corazón y en el zumbido de los insectos en primavera. Te encaramabas a la cima de los árboles para sentir cómo te inclinabas con ellos bajo la brisa. Tenías un enamorado que hacía esgrima y para el cual dibujaste un día los doce hijos que tendríais juntos. Te pillabas unas rabietas telúricas que hacían que te sentaras en la acera y te negaras a levantarte. Coleccionabas palabras bonitas y palabras locas en libretas. Querías ser bombera, salvadora del mundo, gran escritora. Te traían sin cuidado los espejos y las apariencias. Tenías nueve años.


* * *

Traducción de Cristina Zelich.

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La niña de la banquisa

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