01/02/2025
Empieza a leer 'La luz de las estrellas muertas' de Massimo Recalcati
A Claudio Lolli,
hermano mayor
Nietzsche: no rogar, bendecir. ¿No es eso lo que el duelo debería traer?
ROLAND BARTHES, Diario de duelo
INTRODUCCIÓN
El núcleo de este libro es la relación de la vida humana con la experiencia traumática de la pérdida. Lo que ocurre en nuestro interior cuando la enfermedad y la muerte arrebatan de nuestros brazos a las personas que conferían sentido a nuestra vida y a nuestro mundo. Cuando nos vemos en la tesitura de perder a los que tanto hemos amado. Así como cuando los ideales por los que hemos vivido se hacen añicos de manera irreversible, o cuando tenemos que abandonar una tierra o una casa que había acogido nuestra vida y a la que estábamos profundamente apegados.
El trauma de la pérdida se repite varias veces a lo largo de nuestra existencia porque la vida no tiene más remedio que discurrir a través de sus innumerables muertos. Y no solo nos referimos a las personas difuntas, sino a todas las muertes –todas las pérdidas– que hemos experimentado simbólicamente. ¿Qué clase de vacío se abre dentro y fuera de nosotros, lastrando nuestra vida hasta el punto –como puede ocurrir en las circunstancias más dramáticas– de empujarla a rechazar la vida? ¿Y qué trabajo hay que realizar para volver a vivir? ¿Para hacernos desear vivir de nuevo? Y, en última instancia, ¿qué sucede en cambio cuando ese trabajo resulta imposible de realizar y nos sentimos perdidos junto con quienes hemos perdido?
La experiencia del duelo ocupa la primera parte de este libro, en la que se trata de responder a estas preguntas fundamentales. La segunda parte está dedicada, en cambio, a la nostalgia. Así como el trauma de la pérdida y de su duelo presenta diferentes destinos posibles, existen del mismo modo diferentes formas de nostalgia. Un duelo puede volverse crónico (melancolía), puede verse aparentemente negado (manía) o puede dar lugar a un trabajo simbólico auténtico y fecundo en torno al vacío abierto con la pérdida del objeto (elaboración del duelo). Sin embargo, como veremos en detalle, ninguna elaboración de duelo puede llegar a realizarse por completo. Siempre queda un residuo, algo que no podemos olvidar, que no nos permite despegarnos por completo de nuestras pérdidas. En esta clave, la nostalgia mantiene una relación particular con ese residuo inolvidable que el trabajo del duelo no es capaz de absorber. Es este el punto común entre la nostalgia y el duelo: el carácter irreversible de la pérdida está asociado a la necesidad de recuperar lo que hemos perdido. Sin embargo, nadie puede regresar de la muerte, al igual que nadie puede regresar al tiempo mítico al que nuestra nostalgia quisiera devolvernos. Ni el trabajo del duelo ni el sentimiento de la nostalgia pueden, de hecho, recuperar lo que hemos perdido para siempre.
La nostalgia, con todo, puede tener dos caras diferentes, como me he esforzado por hacer patente en este libro: la primera es la de la añoranza, la segunda es la de la gratitud. La nostalgia-añoranza adquiere la forma de la rememoración de un pasado feliz pero irremediablemente perdido, por más que constantemente añorado. Esta nostalgia señala la prolongación del dolor del duelo por lo que hemos perdido y nunca nos será devuelto: la madre, la infancia, el vigor de la juventud, las oportunidades, los amores, una vida diferente, nuestros proyectos, etcétera. Es la condición básica de todo duelo: seguimos sintiendo entre nosotros la presencia del objeto perdido, en los espacios que hemos compartido, en el tiempo que hemos vivido juntos, sobrevive en las cosas que le pertenecían, en nuestra memoria y en nuestros recuerdos. Sin embargo, ella ya no está aquí, no puedo verla, tocarla, abrazarla, hablarle, escucharla, oler su perfume. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros y entre nuestro pasado y nuestro presente.
La segunda forma de nostalgia es la de la nostalgia-gratitud, que no queda prisionera del arrepentimiento, sino que se convierte en un poderoso recurso psíquico para la renovación de la vida. Mientras que la primera forma de nostalgia está animada por un profundo deseo de volver a lo que se anhela como una suerte de «paraíso perdido», la nostalgia-gratitud encuentra precisamente en ciertos detalles imborrables de nuestro pasado la fuerza para actuar con más vitalidad en el presente y para proyectarse generativamente en el futuro. Es esta la forma esencial que puede adquirir la tarea de heredar. No se trata aquí de aspirar al retorno –no hay retorno posible al origen, a la madre, a la infancia, a la patria, etcétera–, porque nuestro viaje por la existencia, como repetía Sartre, es un viaje cuyo billete es solo de ida. Todos somos viajeros sin posibilidad de retorno, sin posibilidad de desandar nuestro viaje por la vida porque detrás de nosotros no queda otra cosa más que nuestros innumerables muertos. En consecuencia, el lugar de retorno es en sí mismo un lugar imposible, una ausencia propiamente dicha, dado que no hay lugar alguno al que poder volver. Pero es precisamente en el trasfondo de esa imposibilidad de retorno donde se hace posible realizar nuestro viaje de ida. En ese caso, no nos vemos ya melancólicamente atraídos por nuestro pasado –nostalgia-añoranza como forma de cronificación melancólica del duelo–, sino que es nuestro pasado el que nos visita de manera sorprendente, ofreciéndonos una y otra vez la posibilidad de empezar de nuevo (nostalgia-gratitud como forma radical de herencia). Este segundo rostro de la nostalgia es el que podemos encontrar magistralmente expresado en algunas grandes obras de arte, pero también en ese extraño fenómeno astrofísico que es la luz de las estrellas muertas. Algo que ya no está entre nosotros –las ruinas de una ciudad destruida, así como el cuerpo celeste de una estrella muerta– no deja nunca de iluminar nuestra vida ni su devenir. Lo que ocupa ahora el lugar central no es el deseo de regreso, que encuentra su paradigma mitológico en Ulises, sino un deseo que aún no hemos experimentado plenamente nunca. De esa manera, la nostalgia, más que volverse regresivamente hacia lo que ya ha sido, puede adquirir los rasgos audaces de una fuerza que nos empuja hacia lo que nunca ha sido, lo que aún no ha ocurrido, lo que nunca hemos visto. Más que recordar el «paraíso perdido» en el pasado, esta segunda forma de nostalgia anima el deseo por lo otro como un deseo nuevo. ¿Es posible que sintamos de verdad nostalgia por el futuro? ¿Nostalgia por un lugar en el que nunca hemos estado? ¿Por un amor que nunca hemos experimentado? ¿Por un viaje que nunca hemos hecho? ¿Por un pensamiento que nunca se nos ha ocurrido? Y, sobre todo, la nostalgia como gratitud implica que aquello que viene a visitarnos desde nuestro pasado encierra una promesa inaudita para nuestro futuro. En este caso, lo que la elaboración del duelo no ha podido asimilar queda incorporado en nosotros sin movilizar sin embargo ninguna añoranza melancólica. Se trata más bien de algo del pasado que se transmite como una posibilidad inédita para el futuro. Me siento agradecido a mis innumerables muertos por lo que he recibido; lo llevo conmigo no como una reliquia a la que honrar, sino como algo que todavía espera su realización, como un viento primaveral, un viento austral que sopla del sur.
Noli, octubre de 2022
Primera parte
Duelo y trabajo del duelo
Mi propio cuerpo [...] es como una casa vacía [...] No ha habido respuesta.
Solamente el cerrojazo en la puerta, el telón de acero, el vacío, el cero absoluto.
C. S. LEWIS, Una pena en observación
Su muerte podría ser en un sentido liberadora respecto de mis deseos. Pero su muerte me
ha cambiado, ya no deseo lo que deseaba. Hay que esperar –suponiendo que esto se produzca–
que un nuevo deseo se forme, un deseo de después de su muerte.
ROLAND BARTHES, Diario de duelo
No estamos hechos para morir
No estamos hechos para morir, sino para nacer, afirmaba Hannah Arendt. Con todo, nuestra vida empieza a morir ya con su primer aliento. No solo porque la muerte es el destino inexorable que nos espera al final de la vida, sino porque en cada instante de nuestra vida hay algo que se pierde, se desgaja, se separa de nosotros mismos, desaparece. En tal sentido, no es que la muerte sea, como recordaba Heidegger, la última nota de la melodía de la existencia que cierra su movimiento, sino una «inminencia sobresaliente» que nos acompaña siempre.
Esta inminencia sobresaliente de la muerte define propiamente la modalidad humana de la vida. La existencia de una flor o de un animal vive sin conocerla. La flor y el animal son, en efecto, expresiones de una vida eterna. Ellos también están destinados a perecer, pero su vida no conoce la preocupación y el pensamiento de la muerte. La vida animal es siempre una vida llena de vida, una vida que no conoce la herida de la finitud o, mejor dicho, que no conoce la finitud como herida necesariamente mortal de la vida. Las aves del cielo, al igual que los lirios en los campos, por retomar una conocida imagen de los evangelios, no conocen la erosión del tiempo porque viven en un eterno presente, en un único y enorme «hoy». Han renunciado a toda forma de espera, no les oprime el peso amenazador del final porque su bendito magisterio ha suspendido el devenir del tiempo en un «ahora» que no se deja corromper por el devenir de las cosas. La vida animal, como la vegetal, no excluye en modo alguno el final –el perro, como la flor, perece, su existencia, como la vida humana, tiene «los días contados», como diría el Eclesiastés bíblico–, pero sin embargo, no conoce la muerte en absoluto como un destino amenazador en cada momento de la vida, como una posibilidad siempre posible o como la imposibilidad de todas nuestras posibilidades. Por tal razón, en su forma de vida –vida llena de vida, vida que coincide consigo misma– no experimentan la separación de sí mismos, no experimentan el tormento del deseo ni el pesar de la carencia del que este surge.
¿Por qué acarrea consigo la mirada de nuestro perro algo tan conmovedor? Sus ojos no conocen el abismo del fin y por esa razón se encomiendan sin reserva alguna a la mirada de su amo. No conocen el destino que les aguarda porque su destino está en las manos seguras de aquellos a quienes aman sin incertidumbre alguna. La mirada de un perro no conoce subterfugios, mentiras, actuaciones. Su profundidad está toda en evidencia, toda en la superficie. Su vida es eterna como eterna es la entrega fiel a su amo. Su presencia no conoce la ausencia. Su vida no puede vivir la experiencia del final. No es casualidad que los animales se parezcan a los seres humanos solo cuando enferman, o cuando la inmediatez de su existencia se ve perturbada por un accidente que compromete su fuerza vital. Es entonces cuando sus vidas parecen alejarse también, como las nuestras, de la eternidad del «hoy» revelándose ligadas a las ineluctables leyes del tiempo.
La muerte del animal responde al ritmo necesario de la naturaleza. La sucesión de las estaciones implica la caída y regeneración de la vida según leyes inmutables. De ahí que otro de los momentos en los que la vida animal se asemeja a la vida humana sea la muerte de un cachorro. También en este caso parece desaparecer la rígida frontera que separa la modalidad humana de la vida de la modalidad animal: la muerte ha llegado demasiado pronto para segar cruelmente la vida de quienes acaban de nacer y tienen todo el derecho a vivirla. Los cachorros –de hombre o de animal– se parecen entre sí porque encarnan la aspiración positiva a vivir y revelan con su muerte, al mismo tiempo, la absoluta impotencia ante la propia vida. El escándalo de la muerte de un cachorro demuestra, tanto en la vida humana como en la animal, que la muerte es siempre injusta o, si se prefiere, que la muerte natural no existe.
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Traducción de Carlos Gumpert
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