21/01/2020
Empieza a leer 'La invasión del pueblo del espíritu' de Juan Pablo Villalobos

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Esta es la historia de Gastón y de su mejor amigo, Max; es, además, la historia de Gato, el perro de Gastón, y de Pol, el hijo de Max. Hay muchos más personajes en esta historia, pero nosotros siempre vamos a acompañar a Gastón, como si flotáramos detrás de él y pudiéramos acceder a sus sentimientos, a sus sensaciones, al flujo de su pensamiento. Somos unos entrometidos, en realidad, por lo que tendremos que ser cautelosos o podría echarnos de su lado y acabar con nuestro plan. Nuestro plan es llegar a la última página de este libro (que nadie imagine una conspiración), por eso tenemos que seguir a Gastón, en el presente, hasta llegar al final. El presente está aquí, mientras escribimos aquí y leemos aquí. Aquí. También el lugar, la ciudad en la que se desarrolla la historia, está aquí. En esta página, no hace falta buscarla más allá. Al fin y al cabo, el tiempo y el espacio son lo mismo. Nuestro lugar es el tiempo en el que transcurrimos; el presente es nuestro lugar de residencia. El pasado lo iremos entendiendo sobre la marcha, porque es la conexión entre el presente y el futuro. El pasado será el dedo que hará avanzar las páginas de este libro.

Demos la vuelta a la página: el futuro está ahí.

 

2

Están solos en el restaurante vacío, trece mil ochocientos millones de años después del nacimiento de nuestro Universo, viendo un partido del equipo de la ciudad, el equipo donde juega el mejor futbolista de la Tierra, y tomando una segunda cerveza en la barra; Gastón del lado de los clientes, con Gato echado a sus pies, dormitando, y Max del lado del barman. Es una barra de madera rústica, pintada de verde, que intenta imitar a las de la tierra natal de Max, aunque los pimientos que la decoran recuerdan más a los de oriente próximo; de hecho, el carpintero que contrató Max era proximoriental, y resultó un buen carpintero, eficaz y cumplidor, pero un fracaso con el folclor forastero. La persiana de metal de la entrada está echada y hay un letrero de «Cerrado por vacaciones» con el que Max pretende ahorrarse explicaciones a clientes y vecinos.

–¿Y si compramos el local? – le pregunta Gastón a Max. Ese es Max, o lo que queda de él, si hacemos caso a lo que siente al verlo Gastón. Max con los hombros abatidos y la mirada permanentemente agachada desde que descubrió en su teléfono el videojuego de los caramelos multicolores. Está pasando una mala época, Max; primero su hijo tuvo que irse a vivir lejos por el trabajo y luego perdió el restaurante, a traición. El dueño del local lo vendió a sus espaldas, aprovechando el vencimiento del contrato de alquiler y sin darle oportunidad de negociar. Desde entonces, Max se ha encerrado en el edificio donde están el restaurante y su hogar; lo que fue una solución práctica hace años, vivir en el mismo edificio en el que el local del restaurante ocupa la planta baja, ahora favorece su rutina de enclaustramiento. Baja por la escalera desde la cuarta planta en la mañana, se pasa el día en el restaurante sin hacer nada y sube de vuelta al terminar (y como no hacer nada es una actividad que es fácil que se extienda sin control, suele volver muy tarde, la mayoría de las veces por la madrugada). Le quedan unos cuantos días para entregar el local y lo único que ha hecho, la única decisión que ha tomado, es no volver a abrirlo a los clientes.

Huele a aceite frito de girasol, rancio, al aceite renovado y recalentado en el que quizá perdure una billonésima de litro del aceite originario al que Max arrojó triángulos de tortilla de maíz por primera vez hace casi treinta años para preparar un plato de nachos con salsa de aguacate. Todas las televisiones están encendidas, también la pantalla gigante del comedor, porque hay un sistema que las controla en conjunto. Seguramente es posible ponerlas a funcionar de manera independiente, pero habría que investigar cómo, preguntárselo al técnico que hizo la instalación, o tratar de recordarlo, y esa es una de las muchas cosas que Max tendría que hacer y que sigue posponiendo, como si no tuviera una fecha límite, una línea muerta en el calendario, el último día del mes. El volumen está silenciado; hacen falta las estridencias del locutor, su letanía en la lengua aborigen, y el barullo de los clientes que bebían de pie, apretujados alrededor de la barra, para que sea una noche cualquiera.

–No tengo dinero –responde Max.

–Yo tengo ahorros –dice Gastón–, podríamos asociarnos.

–Estoy cansado –replica Max, sin levantar la cabeza, mirando la pantalla del teléfono en lugar del partido–, no quiero hablar de eso.

Gastón sabe que cuando Max dice que está cansado se refiere a que ha descartado de antemano esa y otras opciones. Los precios de los alquileres en el barrio han subido tanto que lo obligarían a facturar casi el doble en un local nuevo; podría mudarse a una ubicación más económica, aunque perdería a su clientela habitual y tendría que comenzar de cero, algo que le resulta aberrante a su edad (Max tiene cincuenta y cinco años, uno menos que Gastón).

Las pantallas muestran que el mejor futbolista de la Tierra ha parado de correr. Está inclinado hacia el frente, con las manos en las rodillas, escupiendo o quizá vomitando. El partido continúa, aunque las cámaras se quedan ahí, como si la pelota fuera un accesorio o el objetivo del juego fuera sufrir una indisposición.

–¿Qué le pasará? – pregunta Gastón, al aire, a un interlocutor que no está afuera de su cabeza, a sí mismo, a esta página, a nosotros.

Toma el control remoto y activa el sonido para escuchar al comentarista decir que en la tierra donde nació el mejor futbolista de la Tierra afirman que tiene miedo, ataques de ansiedad, y que por eso es incapaz de ganar el Mundial para los suyos. Mientras tanto, el equipo de la ciudad pasea la pelota de un lado para otro, mareando a los contrincantes, esperando a que el héroe recupere la compostura. Gastón vuelve a silenciar la transmisión. De pronto, Max sale de su aturdimiento, asoma la cabeza hacia el otro lado de la barra y le ofrece nachos al perro. Gato agacha las orejas y los ojos se le llenan de lágrimas; es el mismo gesto que hace cuando vomita en el sofá o en la cama de Gastón. Suponemos que quiere decir que sí, pero es un perro. Un perro con dolores. La semana pasada, Gastón lo llevó al veterinario, luego de descubrirle un bulto en el pecho. Era una masa de células anormal, maligna, que ya se había propagado por todo el cuerpo.

–¿Cuándo empieza el tratamiento? – pregunta Max, mientras mete la mano a una bolsa gigante de nachos; da la vuelta a la barra en cámara lenta, se agacha para depositar el puñado de tortillas fritas en el suelo, frente al hocico del perro, y le da un beso en la coronilla.

Gastón le responde con un insulto que nos sobresalta, un insulto en el que menciona a la madre de Max, o no exactamente a su madre, en realidad; es uno de esos insultos retóricos tan comunes en la tierra natal de Max y que Gastón ha adoptado como propio después de tantos años de convivencia.

¿Será Gastón un tipo irascible?, ¿otro de esos energúmenos que abundan en la historia de la literatura? Esperemos que no. Estamos cansados de historias de resentidos, estamos hartos de enaltecer el rencor y las frustraciones. No, calma; ahora entendemos lo que pasa: al equipo de la ciudad acaban de marcarle una anotación.

 

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La invasión del pueblo del espíritu

 

 

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