16/09/2020
Empieza a leer 'La hija única' de Guadalupe Nettel

 

Para mi amiga Amelia Hinojosa, quien con gran generosidad me permitió contar los detalles de su historia y a la vez me otorgó la libertad de inventar cuando fuera necesario.

 

If you’ve never wept and want to, have a child.
DAVID FOSTER WALLACE, Incarnations of Burned Children
 

Scendono dai nostri fianchi
I lombi di tanti figli segreti

ALDA MERINI, Reato di Vita​

El hombre que se considera superior, inferior o incluso igual que otro hombre, no comprende la realidad.​

BUDA, El sutra del diamante

 

Mirar a un bebé mientras duerme es contemplar la fragilidad del ser humano. Escucharlo respirar suave y armoniosamente produce una mezcla de calma y sobrecogimiento. Observo al bebé que tengo frente a mí, su cara relajada y pulposa, el hilo de leche que escurre por una de las comisuras de sus labios, sus párpados perfectos, y pienso que cada día uno de los niños que duermen en todas las cunas del mundo deja de existir. Se apaga sin hacer ruido como una estrella perdida en el universo, entre miles de otras que siguen alumbrando la oscuridad de la noche, sin que su muerte provoque en nadie desconcierto, con excepción de sus parientes más cercanos. Su madre queda desconsolada de por vida, a veces también su padre. Los demás lo aceptan con resignación pasmosa. La muerte de un recién nacido es algo tan común que a nadie sorprende, y sin embargo cómo aceptarla cuando uno ha sido alcanzado por la belleza de ese ser intacto. Veo a este bebé dormir enfundado en su mameluco verde, con el cuerpo totalmente suelto, la cabeza hacia un lado sobre la pequeña almohada blanca, y deseo que siga vivo, que nada perturbe su sueño y tampoco su vida, que todos los peligros del mundo se aparten de él y el vendaval de las catástrofes lo ignore en su paso destructor. «Nada te sucederá mientras yo esté contigo», le prometo, aun sabiendo que miento, pues en el fondo soy tan impotente y vulnerable como él.

 

Primera parte

1

Hace un par de semanas llegaron nuevos vecinos al departamento de junto. Se trata de una mujer con un niño que parece descontento con la vida, por decir lo menos. Nunca lo he visto, pero me basta escucharlo para darme cuenta. Vuelve de la escuela hacia las dos de la tarde, cuando el olor a comida que sale de su casa se esparce por los pasillos y las escaleras de nuestro edificio. Todos nos enteramos de que ha llegado por la manera impaciente en que toca el timbre. Apenas cierra la puerta, comienza a gritar a altos decibeles para quejarse del menú. A juzgar por el olor, la comida en esa casa no debe ser ni sana ni apetecible, pero la reacción del niño es sin duda exagerada. Profiere insultos y palabras soeces, algo desconcertante en un chico de su edad. También azota las puertas y arroja toda clase de objetos contra las paredes. Las crisis suelen ser largas. Desde que se mudaron, me han tocado tres, y en ninguna de estas ocasiones pude escucharla hasta el final, de modo que no sabría decir cómo terminan. Grita tan fuerte y con tanta desesperación que obliga a salir huyendo.

Debo admitir que nunca me he llevado bien con los niños. Si se me acercan los esquivo, y cuando me resulta inevitable interactuar con ellos, no tengo la menor idea de cómo hacerlo. Me cuento entre las personas que se tensan por completo si en un avión o en la sala de espera de algún consultorio escuchan el llanto de un bebé, y que enloquecen si este se prolonga durante más de diez minutos. Tampoco es que los críos me disgusten por completo. Verlos jugar en un parque o descuartizarse por un juguete en el arenero puede incluso resultarme entretenido. Son un ejemplo viviente de cómo seríamos los seres humanos si no existieran las reglas de urbanidad y civismo. Durante años traté de convencer a mis amigas de que reproducirse constituía un error irreparable. Les decía que un hijo, por tierno y dulce que fuera en sus buenos momentos, siempre representaría un límite a su libertad, un peso económico, para no hablar del desgaste físico y emocional que ocasionan: nueves meses de embarazo, otros seis o más de lactancia, desveladas frecuentes durante la niñez, y luego una angustia constante a lo largo de su adolescencia. «Además, la sociedad está diseñada para que seamos nosotras, y no los hombres, quienes se encarguen de cuidar a los hijos, y eso implica muchas veces sacrificar la carrera, las actividades solitarias, el erotismo y en ocasiones la pareja», les explicaba con vehemencia. «¿Vale realmente la pena?»
 

2

En aquella época viajar era muy importante para mí. Aterrizar en países lejanos de los cuales no sabía gran cosa y recorrerlos por tierra, a pie o en autobuses destartalados, descubrir su cultura y su gastronomía estaba entre los placeres de este mundo a los que de ninguna manera se me habría ocurrido renunciar. Parte de mis estudios los hice fuera de México. A pesar de la precariedad con la que vivía entonces, veo ese tiempo como una etapa más ligera de mi vida. Un poco de alcohol y un par de amigos bastaba para convertir cualquier noche en una fiesta. Éramos jóvenes y a diferencia de ahora desvelarnos no nos causaba estragos en el cuerpo. Vivir en Francia, incluso con poco dinero, me daba la oportunidad de conocer otros continentes. Cuando permanecía en París dedicaba muchas horas a leer en bibliotecas, a ver teatro, ir a bares o a clubes nocturnos. Nada de eso resulta compatible con la maternidad. Las mujeres con hijos no pueden vivir así. Al menos no durante los primeros años de crianza. Para permitirse una simple tarde de cine o una cena fuera de casa, necesitan planearlas con mucha anticipación, conseguir una niñera o convencer a su marido de cuidarle a los hijos. Por eso, siempre que las cosas empezaban a volverse serias con un hombre, le explicaba que conmigo jamás podría reproducirse. Si discutía o si asomaba algún indicio de tristeza o inconformidad en su rostro, yo apelaba de inmediato a la sobrepoblación de la Tierra, un motivo poderoso y lo suficientemente humanitario para que no me tachara de amargada o, peor aún, de egoísta, como suelen llamarnos a las que hemos decidido escapar al papel histórico de nuestro sexo.

A diferencia de la generación de mi madre, para la que resultaba aberrante no tener hijos, en la mía muchas mujeres decidieron abstenerse. Mis amigas, por ejemplo, se podrían dividir en grupos igual de grandes: las que contemplaban abdicar de su libertad e inmolarse en aras de la conservación de la especie, y las que estaban dispuestas a asumir el oprobio social y familiar con tal de preservar su autonomía. Cada una justificaba su postura con argumentos de peso. Como es natural, yo me entendía mejor con las segundas. Alina era de esas. 

Nos conocimos en nuestros veinte, en esa época que en muchas sociedades se considera aún la mejor edad para procrear, pero ambas sentíamos una aversión semejante a lo que llamábamos con complicidad «el grillete humano». Yo estudiaba un doctorado en literatura, y tanto mi beca como mi condición de freelance estaban lejos de proporcionarme cualquier seguridad económica. Alina tenía un trabajo demandante pero bien pagado en un instituto de arte, y hacía lo posible por formarse sobre la marcha como gestora cultural. Aunque sus ingresos duplicaban los míos, prescindía de una buena parte de ellos para enviarlos a su familia: su padre estaba enfermo desde hacía muchos años, y vivía solo en un pueblo de Veracruz, mientras que su madre intentaba recuperarse de una embolia. Alina llegó muy pronto a esa etapa de la vida en que los padres dependen de nosotros. ¿Cómo habría podido además ocuparse de un hijo?

En aquel entonces yo era una gran aficionada a las artes adivinatorias, en especial a la quiromancia y al tarot. Recuerdo que un día, después de una larga fiesta que dejó entre sus consecuencias dos vasos rotos y un cementerio de botellas en el balcón, Alina y yo nos quedamos solas en mi departamento. Por la rue Vieille du Temple, tan solitaria a esas horas, escuchamos los pasos del último invitado. Le pregunté si me dejaba leerle las cartas. Ella aceptó solo por complacerme, pues siempre ha sido una mujer pragmática y la idea de recibir mensajes de fuerzas invisibles le resultaba del todo descabellada. El tarot debía parecerle un juego como cualquier otro. La tirada que elegí aquella noche era ambiciosa y abarcaba el resto de su vida. Alina cortó las cartas varias veces, y luego las colocó sobre la mesa, en las posiciones que yo le iba indicando. Cuando estuvieron todas en su sitio, empecé a voltearlas lentamente, un poco a causa de la borrachera y un poco para darle teatralidad al momento. Mientras tanto, la historia iba apareciendo como se revela una fotografía cuando la sumergimos en el nitrato de plata. En medio del recorrido se presentaban La Emperatriz, El Seis de Espadas, La Muerte y El Ahorcado. La Muerte –el arcano número trece que en muchos tarots ni siquiera tiene nombre– es una carta que no siempre implica un deceso, pero trae consigo un cambio radical y profundo. Todo apuntaba a que una tragedia desviaría el rumbo de su existencia, quizás incluso la terminaría de tajo. Me vi obligada a hacer un esfuerzo para ocultar mi contrariedad. Alina debió notar mi cara de desconcierto porque preguntó preocupada lo que estaba leyendo.

– Aquí dice que serás madre y que tu vida se volverá un claustro –le espeté con una sonrisa juguetona.

Alina negó sacudiendo con fuerza la cabeza mientras reía, pensando seguramente que se trataba de una tomadura de pelo. Pero sus grandes ojos negros me miraban interrogantes y adiviné en ellos un fondo de inquietud. Seguimos bebiendo y un par de horas después, cuando nos terminamos la última botella, la despedí en la puerta del edificio. Subí las escaleras hasta mi casa y me metí en la cama asustada por lo que había visto.

Meses después Alina decidió volver a México, donde encontró un buen empleo en una galería. Yo en cambio permanecí otro año en Francia y luego, al terminar la maestría, me puse a viajar por el sur de Asia. Recorrí a pie valles y senderos de montañas. Visité varios templos y centros de peregrinaje budista. Me fascinaban las monjas de hábitos marrones y cabezas rasuradas que habían decidido renunciar a la vida de familia para dedicarse al estudio y a la meditación. Me sentaba en silencio a unos metros de ellas para oírlas cantar con voces muy distintas a los cantos guturales de los lamas, o recitar sutras que hablaban de liberación y del fin del sufrimiento. La distancia es una prueba infalible para la amistad. A veces arrasa con ella como hace una helada con una buena cosecha. Pero no fue eso lo que ocurrió entre Alina y yo. Nos seguimos escribiendo y llamando con frecuencia, informándonos de los episodios más relevantes  –la aparición de Aurelio en su vida, la salud de su padre, la elección de mi tema de tesis–, y así se afianzó aún más el cariño que ya antes nos teníamos.

 

La hija única

 

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