23/05/2022
Empieza a leer 'Hipocondría moral' de Natalia Carrillo y Pau Luque

 

Donde todos son culpables, nadie lo es.
HANNAH ARENDT

 

Escombros

 

Los ensayos son escombros. No hay buenos ensayos. Tampoco los hay malos. Solo hay escombros.

La marca distintiva del ensayo, si la tiene, no descansa en su valor de verdad, en su potencial para provocar controversia, menos aún en su originalidad, en su supuesta habilidad para descubrir respuestas, en su más acreditada capacidad para formular preguntas o en el hecho, zarrapastroso y ridículo donde los haya cuando del ensayo se trata, de tener propósitos edificantes.

No hay ensayo que no se derrumbe por la puntería de sus críticos o por el paso inmisericorde del tiempo. Si resiste, no es un ensayo, es otra cosa. El ensayo es implausible, inestable y debe venirse abajo como un edificio sometido por un terremoto o por los golpes de la bola de demolición que, como antídoto contra el veneno de la aluminosis, termina derribando el edificio entero.

Lo que hace que un ensayo lo sea es que tras el estruendo y el polvo flotante provocados por su desplome se adivinen unas bellas ruinas. Solo a partir del cascajo brillante y la chatarra reluciente se puede alzar otro ensayo cuyo feliz e ineludible destino sea otro derrumbe. Y es que solo es posible reconstruir a partir de lo bello, no de lo verdadero.

Así que si este ensayo les persuade – ¡santo cielo!–, o les parece certero – ¡cielo santo!–, es que no es un ensayo, sino una encíclica, un paper académico, el prospecto de un medicamento betabloqueante, una entrada de enciclopedia o cualquier otra cosa escrita para decir verdadero-esto-y-falso-lo-otro. Pero si en cambio les parece un interesante sinsentido, o si les repugna y les provoca ñáñaras al mismo tiempo que en algún momento fugaz les deja pensando, es porque alguien puede ya empezar a escribir otro ensayo a partir de los restos que este deje.

Oh, amigas y amigos, desengáñense: lo que importa a la hora de escribir es lo mismo que lo que importa a la hora de vivir: dejar unas ruinas hermosas, embellecer el mundo con algún puñadito más de escombros.

 

 

El caso Boudin

 

Octubre de 1981. Afueras de Nueva York. Seis militantes del grupo revolucionario Black Liberation Army – una continuación armada de los Black Panthers– roban 1,6 millones de dólares de un furgón de seguridad. En las balaceras durante el asalto y la posterior huida mueren un guardia de seguridad y dos policías.

Dan apoyo a esa acción cuatro miembros blancos de una facción de la Weather Underground (un grupo armado muy activo a finales de los sesenta y principios de los setenta) llamada May 19 Communist Organization. Esas cuatro personas no llevan armas. Se limitan a conducir los vehículos con los que sus camaradas afroamericanos huirán. Se producen arrestos y finalmente el juicio. Tanto los miembros del Black Liberation Army como los de la May 19 son castigados a penas de prisión severísimas.

Kathy Boudin, hija de una acomodada familia de abogados de izquierda de Nueva York y militante de la May 19 involucrada en la acción de octubre de 1981, le contó a la periodista Elizabeth Kolbert veinte años más tarde que no fue informada en detalle de la operación y que solo recibió el aviso el día anterior[1]. Así recuerda Boudin el episodio desde la cárcel:

 

Mi manera de apoyar la lucha es decir que no tengo derecho a saber nada, que no tengo derecho a tener una discusión política, porque esa no es mi lucha. Desde luego no tengo derecho a criticar nada. Cuanto menos supiera y cuanto más me anulara como ser, mejor: más comprometida y más moral estaba siendo.

 

Boudin solo podía plantearse su contribución de forma pura, irreprochable. Y eso significaba convertirse fugazmente en una autómata sin agencia. Cualquier intervención suya, cualquier intercambio suyo con los compañeros del Black Liberation Army, ya fuera un diálogo acerca de los fines o acerca de los medios estratégicos para conseguir esos fines, la habría manchado.

Boudin consideraba que su vida, como dice Hari Kunzru[2], estaba en un estatus permanente de inocencia culpable por ser quien era. Así que la manera de minimizar su culpa era minimizar su vida: renunciar a su autonomía, convertirse en alguien que meramente recibe y ejecuta órdenes, en un ser heterónomo que no quiere conocer, alguien que no quiere razonar ni poner a prueba otras emociones o sentimientos que no sean los de la culpa, alguien que se abandona, por un rato, a la autonomía y voluntad de otros. Renunciar a su agencia es lo que Boudin concebía como una contribución intachable a esa causa política.

Ante el problema político e histórico que, a sus ojos, supone su propia existencia, el de ser una blanca privilegiada del Greenwich Village, Boudin halla una solución en apariencia impoluta, perfecta, armónica. Boudin invertirá los roles históricos durante una fracción breve de tiempo y se subordinará momentáneamente a sus camaradas afroamericanos.

 

Se trata, sin embargo, de una solución que arrastra uno de los más grandes privilegios: la posibilidad de elegir con libertad. A diferencia de los afroamericanos, cuya condición social de subordinación es el resultado de un constreñimiento blanco contra el que es casi imposible luchar, Boudin escoge someterse al Black Liberation Army. Nada demuestra más privilegio que prestarse, sin rastro alguno de coacción, a estar subordinada por un ratito, nada rezuma más libertad que renunciar a la libertad de uno mismo por una tarde, nada sugiere un lugar tan aventajado en el mundo como la propia capacidad de determinar, sin interferencias ajenas, de qué manera queremos arruinarnos la vida. Paradójicamente, y en contra de lo que Boudin pretendía, la decisión de anularse es la que está más manchada, es la más inmoral, la más impura, de todas las posibles. Desde luego trasluciría privilegio incluso si esa subordinación careciera de fecha de caducidad preestablecida, pero al menos demostraría un tipo de compromiso que ella no podría decidir unilateralmente cuándo cancelar. Al circunscribir su subordinación a un cortísimo periodo de tiempo, Boudin se convierte en una estrella fugaz – más fugaz que estrella, todo sea dicho–en la larga noche de la lucha por la emancipación de los afroamericanos.

Pero ¿por qué Boudin toma esa resolución? ¿Por qué cree Boudin que, al anularse como ser autónomo y convertirse en cómplice de una acción armada cuya naturaleza y objetivo desconoce, está haciendo lo correcto?

 

[1] Elizabeth Kolbert, «The Prisoner», The New Yorker, 16 de julio de 2001.

 

[2] Hari Kunzru, «The Wages of Whiteness», The New York Review of Books, 24 de septiembre de 2020.

 

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Hipocondría morañ

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