20/04/2022
Empieza a leer 'Helgoland' de Carlo Rovelli


HUNDIR LA MIRADA EN EL ABISMO

Čáslav y yo nos sentamos en la arena a unos pasos del mar. Habíamos hablado sin parar durante horas. Fuimos a la isla de Lamma, frente a Hong Kong, en la tarde de descanso del congreso. Čáslav era uno de los expertos más reconocidos en mecánica cuántica. Había presentado en la conferencia un análisis de un complejo experimento ideal. Lo habíamos discutido y discutido a lo largo del camino que bordea la selva junto a la playa; después aquí, a orillas del mar. Conseguimos ponernos prácticamente de acuerdo. En la playa se hace un largo silencio entre nosotros. Contemplamos el mar. Es de verdad increíble, susurra Čáslav, ¿cómo vamos a creerlo? Es como si no existiese... la realidad...

Hemos llegado al punto de los cuantos. Tras un siglo de extraordinarios resultados, después de habernos regalado la tecnología contemporánea y la base para toda la física del siglo XX, la teoría de mayor éxito de la ciencia, cuando la consideramos a fondo, nos llena de estupor, confusión e incredulidad.

Hubo un momento en el que la gramática del mundo parecía aclarada: en la raíz de todas las variadas formas de realidad parecían existir solo partículas de materia guiadas por pocas fuerzas. La humanidad podía creer que había levantado el velo de Maya, que había visto el fondo de la realidad. Pero no duró demasiado: muchos hechos no encajaban.

Hasta que en el verano de 1925, un joven alemán de veintitrés años fue a pasar unos días de inquieta soledad en una ventosa isla del Mar del Norte: Helgoland, la Isla Sagrada. Allí, en la isla, encontró una idea que permitió dar cuenta de todos los hechos recalcitrantes y construir la estructura matemática de la mecánica cuántica, la «teoría de los cuantos». Tal vez la revolución científica más grande de todos los tiempos. El joven se llamaba Werner Heisenberg. El relato de este libro se abre con él.

La teoría de los cuantos ha aclarado las bases de la química, el funcionamiento de los átomos, de los sólidos, de los plasmas, el color del cielo, las neuronas de nuestro cerebro, la dinámica de las estrellas, el origen de las galaxias... mil aspectos del mundo. Es la base de las tecnologías más recientes, desde los ordenadores a las centrales nucleares. Ingenieros, astrofísicos, cosmólogos, químicos y biólogos la utilizan a diario. Los rudimentos de la teoría aparecen en los programas del bachillerato. Nunca ha fallado. Es el corazón que impulsa la ciencia actual. Sin embargo, continúa siendo misteriosa. Sutilmente inquietante.

Ha destruido la imagen de la realidad formada por partículas que se mueven con trayectorias definidas sin explicar, en cambio, cómo tenemos que interpretar el mundo. Su matemática no describe la realidad, no nos dice «qué es». Objetos lejanos parecen conectados entre sí por arte de magia. La materia es sustituida por fantasmagóricas ondas de probabilidad.

Quien pare a preguntarse qué dice la teoría cuántica sobre el mundo real se queda perplejo. Einstein, a pesar de haber anticipado las ideas poniendo a Heisenberg en el camino, nunca la digirió; Richard Feynman, el gran físico teórico de la segunda mitad del siglo XX, escribió que nadie entendía los cuantos.

Pero eso es la ciencia: una exploración de nuevos modos de interpretar el mundo. Es la capacidad que tenemos de poner siempre en cuestión nuestros conceptos. Es la fuerza visionaria de un pensamiento rebelde y crítico capaz de modificar sus propios cimientos conceptuales, capaz de reinterpretar el mundo desde cero.

Si bien la rareza de la teoría nos confunde, nos abre también perspectivas nuevas para comprender la realidad. Una realidad más sutil que la del materialismo simplicista de las partículas en el espacio. Una realidad constituida por relaciones, antes que por objetos.

La teoría sugiere nuevos caminos para repensar grandes cuestiones, desde la estructura de la realidad hasta la naturaleza de la experiencia, desde la metafísica hasta, quizá, la naturaleza de la consciencia. Todo esto es hoy tema de animadísimo debate entre científicos y entre filósofos, y de todo esto hablo en las páginas siguientes.

En la isla de Helgoland, desolada, extrema, azotada por el viento del Norte, Werner Heisenberg levantó un velo entre nosotros y la verdad; más allá de ese velo apareció un abismo. El relato de este libro comienza en la isla donde Heisenberg concibió el germen de su idea, y se extiende poco a poco a cuestiones cada vez más amplias abiertas al descubrimiento de la estructura cuántica de la realidad.

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He escrito estas páginas en primer lugar para quienes no conocen la física cuántica y sienten curiosidad por comprender, hasta donde sea posible, qué es y qué implica. He intentado ser lo más conciso posible, dejando de lado todo detalle que no sea esencial para entender el corazón de la cuestión. He intentado ser lo más claro posible en torno a una teoría que está en el centro de la oscuridad de la ciencia. Tal vez, más que explicar cómo entender la mecánica cuántica, explico solo por qué es tan difícil de entender.

Pero el libro está pensado también para los colegas, científicos y filósofos, que cuanto más profundizan en la teoría más perplejos se quedan; para proseguir el diálogo en curso sobre el significado de esta física asombrosa y avanzar hacia una perspectiva general. El libro contiene numerosas notas destinadas a quienes ya conozcan bien la mecánica cuántica. Expresan con mayor precisión lo que trato de exponer en el texto de forma más legible.

El objetivo principal de mi investigación en física teórica ha sido comprender la naturaleza cuántica del espacio y del tiempo. Compaginar de forma coherente la teoría cuántica con los descubrimientos de Einstein sobre espacio y tiempo. He reflexionado de continuo sobre los cuantos. Este texto refleja el punto al que he llegado hoy. No ignora opiniones diversas, pero es decididamente partidista: se centra en la perspectiva que considero eficaz y abro las vías más interesantes, la interpretación «relacional» de la teoría.

Una advertencia antes de empezar. El abismo de lo que no conocemos es siempre magnético y vertiginoso. Pero tomar en serio la mecánica cuántica, reflexionar sobre sus implicaciones, es una experiencia casi psicodélica: exige que renunciemos, de un modo u otro, a todo lo que parecía sólido e inatacable en nuestra comprensión del mundo. Nos exige aceptar que la realidad es muy diferente de como la imaginábamos. Hundir la mirada en ese abismo, sin miedo a sumergirse en lo insondable.

Lisboa, Marsella, Verona, Londres (Ontario),
2019-2020

 

Primera parte

I. «CONTEMPLANDO UN INTERIOR DE EXTRAÑA BELLEZA»

De cómo un joven físico alemán dio con una idea verdaderamente extraña que, sin embargo, describía el mundo muy bien, y la gran confusión que siguió.


LA ABSURDA IDEA DEL JOVENCÍSIMO WERNER HEISENBERG: «LOS OBSERVABLES»

«Eran más o menos las tres de la mañana cuando apareció ante mí el resultado final de mis cálculos. Me sentía muy conmocionado. Estaba tan alterado que no podía pensar en dormir. Salí de casa y me puse a caminar despacio en la oscuridad. Trepé a una roca asomada a plomo sobre el mar, en la punta de la isla, y esperé que saliera el sol...»

Me he preguntado a menudo cuáles serían los pensamientos y las emociones del joven Heisenberg encaramado en aquella roca asomada al mar, en la desolada y ventosa isla de Helgoland, en el Mar del Norte, mientras contemplaba la inmensidad de las olas esperando la salida del sol, tras haber sido el primero en dirigir su mirada a uno de los más vertiginosos secretos de la naturaleza que la humanidad haya vislumbrado nunca. Heisenberg tenía veintitrés años.

Se encontraba allí para aliviar la alergia que padecía. Helgoland –el nombre significa «isla sagrada»– no tiene prácticamente árboles, casi no hay polen. «Helgoland con su único árbol», dice Joyce en el Ulises. Estaba allí sobre todo para sumergirse en el problema que lo obsesionaba. La patata caliente que le había puesto en las manos Niels Bohr. Dormía muy poco, pasaba el tiempo en soledad tratando de calcular algo que justificase las incomprensibles reglas de Bohr. De vez en cuando se detenía para trepar por las rocas de la isla. En los breves momentos de pausa se aprendía de memoria poemas del Diván de Oriente y Occidente de Goethe, la antología donde el mayor poeta alemán canta su amor por el islam.

Niels Bohr era ya un científico prestigioso. Había escrito fórmulas sencillas pero extrañas que preveían las propiedades de los elementos químicos, antes incluso de medirlos. Preveían, por ejemplo, la frecuencia de la luz que emiten los elementos calentados, el color que adquieren. Un éxito notable. Sin embargo, las fórmulas estaban incompletas: no permitían calcular la intensidad de la luz emitida.

Pero, sobre todo, estas fórmulas contenían algo verdaderamente absurdo: asumían sin motivo que los electrones en los átomos orbitaban en torno al núcleo solo en determinadas órbitas concretas, a determinada distancia concreta del núcleo, con determinada energía concreta; después «saltarían» mágicamente de una órbita a otra. Los primeros «saltos cuánticos». ¿Por qué solo en esas órbitas? ¿Qué son estos incongruentes «saltos» de una órbita a otra? ¿Qué fuerza desconocida puede llevar a un electrón a seguir un comportamiento tan insólito? 

El átomo es la piedra elemental de todo. ¿Cómo funciona? ¿Cómo se mueven los electrones en su interior? Hacía más de diez años que Bohr y sus colegas andaban a vueltas con estas preguntas. En vano.

Bohr se rodeó en Copenhague de los físicos jóvenes más brillantes que pudo encontrar para trabajar con ellos sobre los misterios del átomo, como en el taller de un pintor del Renacimiento. Se encontraba entre ellos Wolfgang Pauli, brillantísimo, inteligentísimo, engreído, insolente, amigo y compañero de colegio de Heisenberg. Pese a su arrogancia, Pauli había recomendado a su amigo Heisenberg al gran Bohr diciéndole que, si se quería avanzar, había que llamarle. Bohr le hizo caso y, en el otoño de 1924, también invitó a Copenhague a Heisenberg, que era ayudante del físico Max Born en Gotinga. Heisenberg permaneció unos meses en Copenhague discutiendo con Bohr ante pizarras llenas de fórmulas. El joven y el maestro dieron juntos largas caminatas por la montaña, hablando de los misterios del átomo, de física y de filosofía.

Heisenberg estaba inmerso en el problema, lo había convertido en su obsesión. Como los demás, también él había probado de todo. Nada funcionaba. Ninguna fuerza razonable parecía capaz de guiar los electrones por las extrañas órbitas y los extraños saltos de Bohr. No obstante, aquellos saltos y órbitas permitían predecir bien los fenómenos atómicos. Confusión.

El desánimo empuja a buscar soluciones extremas. En la isla del Mar del Norte, Heisenberg, en soledad, estaba decidido a explorar ideas radicales.

En realidad, veinte años antes Einstein había asombrado al mundo con ideas radicales. El radicalismo de Einstein se había revelado eficaz. Pauli y Heisenberg estaban enamorados de su física. Einstein era el mito. ¿Habría llegado quizá el momento, se preguntaban, de atreverse a dar un paso no menos radical para salir del atolladero de los electrones en el átomo? ¿Y si ellos consiguieran dar ese paso? A los veinte años los sueños son desenfrenados.

Einstein había demostrado que las convicciones más arraigadas pueden ser erróneas. Lo que parece obvio puede no ser correcto. Abandonar ideas asumidas que parecen obvias puede llevar a comprender mejor. Einstein había enseñado a basarse solo en lo que vemos, no en lo que pensamos que debe existir.

Pauli repetía a menudo estas ideas a Heisenberg. Ambos jóvenes se habían nutrido de esa miel venenosa. Habían seguido las discusiones sobre la relación entre realidad y experiencia que agitaban la filosofía austríaca y alemana desde comienzos del siglo. Ernst Mach, que había ejercido una influencia determinante sobre Einstein, predicaba la necesidad de basar el conocimiento solo sobre las observaciones, liberándose de cualquier implícita idea «metafísica». Tales son los ingredientes dispares que se mezclan en los pensamientos del jovencísimo Heisenberg, como componentes químicos de un explosivo cuando, en el verano de 1925, se refugia en la isla de Helgoland.

Y allí surgió la idea. Una idea que solo puede aparecer en el radicalismo ilimitado de los veinte años. La idea destinada a trastocar toda la física, toda la ciencia, toda nuestra concepción del mundo. La idea que la humanidad, creo, todavía no ha asimilado.
 

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Traducción de Pilar González Rodríguez.

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Helgoland

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