01/04/2025
Empieza a leer 'Grita' de Roberto Saviano
A G., perdido en la oscuridad,
cuyo grito me mostró el camino
El universo grita que está vivo.
Y nosotros somos uno de esos gritos.
RAY BRADBURY
MAPA
Te hablo como si fueras otro yo. Tú eres ahora quien va al instituto Diaz de Caserta, el mismo al que yo iba. Tú eres ahora quien busca las respuestas que yo buscaba.
Verás, vengo todos los días a la puerta del edificio, vengo a mi pesar.
Cuando va a sonar el timbre ya estoy ahí. Seguro que me ves, estoy siempre junto al poste, delante de la salida, esperando al muchacho que fui.
Siempre temo acercarme a él. Me da miedo su mirada. ¿Sabes por qué? Porque temo lo que pueda pensar de mí. Ese muchacho me es ya un extraño.
Si te fijas, verás que estoy nervioso.
Cuando las puertas se abren y el lugar se vacía, voy a su encuentro, lo cojo del jersey, agito las manos, intento llamar su atención, pero no me ve.
Esto me desespera. Sé que debería dejar de venir, de esperarlo al salir de clase. A estas alturas no puedo hacer nada por él. No puede oírme ni quizá quiere. O a lo mejor sí me ve, a lo mejor sabe lo que querría decirle y me evita.
Pero no tendría por qué. Solo quisiera darle un mapa, decirle lo que he aprendido, señalarle las trampas, los callejones sin salida, avisarlo de que el camino más corto no siempre es el
más seguro, ni el más largo el más justo. Quiero darle un plano, una brújula, porque sé que no es fácil aprenderse el camino cuando se va cuesta arriba y se tiene el sol de cara: enseguida te falta el aire y te extravías una y otra vez. Por eso conviene conocer las calles.
Te hablo a ti, digo, que estás leyéndome, como si fueras yo. Tienes quince, dieciséis, dieciocho, setenta años, no importa. Eres un hombre, o una mujer, tampoco esto importa mucho, el caso es que eres como si fueras yo, alguien que siente que no encaja y vive como a contracorriente.
Sí, quiero decirte lo que no sabes, lo que en mi caso no ha funcionado, no porque pretenda detenerte, sino para que pises más fuerte.
Yo, cuando estudiaba, escribía muchas cartas, estaba obsesionado. Era mi manera de estar en el mundo. «Escribo lo que no puedo decirle a nadie», decía Primo Levi. Pero la cosa preocupaba a algunas personas; a mi madre, por ejemplo, que quería que saliera más, que conociera a gente, que no solo llenara mi vida con palabras. Muchas veces salir me hacía sentir un vacío. Pero es el vacío lo que permite que nos llenemos. Mi madre tenía razón: una goma siempre tensa no vale para nada; solo hace fuerza cuando aflojamos y tiramos.
Hoy apenas escribo cartas. Pero no porque haya dejado de buscar. Es solo que he dejado de preguntar, de preguntar a quien va delante de mí qué se ve, si tiene sentido luchar, si es posible vencer. Hoy siento el impulso opuesto, no el de preguntar a quien va delante, sino el de hablar a quien va detrás. Quiero decirte lo que se ve desde este punto del camino.
Repito, solo quiero darte un mapa, ponerte en guardia.
Fea expresión es esta de «ponerse en guardia». Cuando nos ponemos en guardia, levantamos el puño derecho y, si somos diestros, adelantamos el izquierdo, nos inclinamos un poco, nos ponemos de puntillas, nos disponemos a dar o a recibir un golpe. Por eso digo que es una expresión fea, porque cuando
nos ponemos en guardia es que vamos a dar un puñetazo o a recibirlo, no hay término medio.
Y, sin embargo, eso es lo que quiero, que te pongas en guardia.
Dicen que si supiéramos lo que nos espera no daríamos un paso. No estoy tan seguro; más bien creo que saber adónde vamos nos ayuda a emplear el poco tiempo de que disponemos en preparar mejor el viaje. Por «mejor» entiendo con más fuerza, sabiendo en todo momento lo que nos espera.
Internarnos en un bosque con un plano de los senderos que lo recorren, no implica que nuestro camino esté marcado. El plano no nos evita el esfuerzo de cruzar el vado, ni nos protege de la tupida maleza por la que tendremos que abrirnos paso, ni, sobre todo, impide que nos perdamos; pero puede hacer que nuestro camino sea más seguro, al mostrarnos por dónde vamos y hacer que dejemos de perder tiempo por senderos que no llevan a ninguna parte.
Con un plano, y esto es lo que quiero decirte, podrás ver con tiempo la emboscada que se te tienda. Porque –te lo aseguro– te la tenderán. Lo harán en cuanto te adentres en la espesura y empiece a haber gargantas profundas. Tenlo en cuenta. En ese momento te atraparán. Y entonces será la noche. Es posible que también aceche la duda y el miedo.
Te entrego este mapa, pero una parte de mí se resiste, reflexiona que la diferencia entre un explorador y un simple timonel es que el primero no respeta el rumbo marcado, no se fía de los mapas, que solo trazan la tierra conocida y no indican dónde están los lugares salvajes. A estos precisamente debes ir tú, a estos quiero llevarte. Quiero llevarte al punto a partir del cual dependa de ti perderte o no perderte. Te entrego este mapa para que llegues al punto al que yo he llegado, y desde donde puedas continuar. No quiero que recorras senderos trazados, que sigas siempre el camino marcado; no quiero enseñarte a ser prudente, sino, al contrario, llevarte al punto en el que la prudencia debe convertirse en audacia y la sabiduría en temeridad, porque solo así pueden abrirse nuevos caminos.
Lo que te digo: saber dónde empieza y dónde acaba un sendero no hace más lento tu andar, sino más resuelto. Las nuevas tierras que están por descubrir no las borra un mapa en el que solo figuran las tierras conocidas. Pero un mapa nos ayuda cuando caemos por un precipicio, cuando creemos que se acabó, que estamos perdidos.
Cuando eso ocurra, déjate caer pero no sueltes tus amarras. Oscila en el vacío pero no te duermas, o serás pasto de los buitres.
Te señalo los senderos, los claros de bosque, los puntos en los que el agua es menos profunda y es más fácil cruzar el río, y te digo: cuando el camino se complique, no retrocedas. Déjate guiar por tu brújula ciega, la que continúa guiando el barco cuando no hay nadie en el timón. Sigue el campo magnético. No reniegues del horizonte de justicia y de lo bien que aprendiste a ver de niño. Debes mirar a ese horizonte pase lo que pase, cometas los errores que cometas. Porque cometerás errores, dalo por seguro. Y vivirás contradicciones, acéptalo. Cambiarás y no siempre serás bueno ni justo. Pero no por eso caigas en la trampa de pensar que ese horizonte no existe, que no es necesario defenderlo todos los días, que no lo llevas en la sangre. No cedas a la tentación de proclamar que verdad y justicia son cuentos chinos. No creas que buscar la verdad es un acto narcisista, ni intentar sobrevivir una aspiración burguesa, ni lo de ganarnos la vida con nuestro trabajo una farsa. Vive. Mantente de pie, porque un guerrero caído no puede luchar por ninguna causa. Pero conserva ese deseo de justicia que tuviste de niño. Ese deseo debe seguir existiendo cuando crezcas. No cedas, no pienses que fue una ingenuidad infantil.
Mírame y dime: ¿crees que la vida solo consiste en engañar o dejarse engañar? ¿En competir? ¿En ocultar información a alguien para que no la divulgue o dársela para que haga daño a otros? No llenes tu corazón con esta basura. No creas en el canto de estas sirenas, que siempre querrán hacerte dudar de todo y de todos, convencerte de que no hay diferencia entre un corazón puro y otro podrido.
Hay un salmo, el número 24, que me gusta mucho: «¿Quién subirá al monte del Señor? El limpio de manos y puro de corazón, el que no ha jurado con engaños». Me gusta porque no se limita a enunciar algo. No es un aforismo, ni una máxima, ni una simple sentencia. Nos dice quién es el puro de corazón: el que no mientre. No se refiere a la mentira que decimos para protegernos ni a la mentira piadosa, sino a la de verdad, aquella que pronunciamos para perjudicar al prójimo.
Haz una prueba: pon tu corazón en el plato de una balanza y una pluma en el otro. Si tu corazón no pesa más que la pluma, es que ha obrado con verdad y justicia, se ha mantenido ligero. Pero si pesa más, es que se ha endurecido. Entonces acudirá a devorarlo Ammit, ese monstruo de la mitología egipcia. Pero no te juzgo, el daño te lo has hecho tú. Es lo que me gusta de este mito: nos dice que si no cuidamos de nuestro corazón, el castigo no es ninguna condenación eterna ni ningún infierno, sino entrar en el más allá con el órgano central podrido, con la carne enferma. ¡El daño te lo haces tú! Y no porque te equivoques, pues será inevitable; no porque caigas, pues te ocurrirá más de una vez; no porque te veas atrapado en las contradicciones de la vida, pues muchas veces tendrás que elegir el mal menor; sino porque cedas a la tentación de creer que todo es una mierda, porque dejes que se imponga el instinto del «sálvese quien pueda».
Buscar la verdad, creer que la justicia existe, mantiene el corazón sano y le permite desempeñar su función: guiar nuestra acción. Son las razones del corazón las que hacen latir la vida. Y el corazón, como es sabido, late independientemente de la cabeza, de lo que la cabeza quiere. Es la brújula que hará que camines por direcciones que no reconocerás. Creerás –equivocadamente– que actúas por impulso, tomarás decisiones que no te gusten, serás incapaz de explicar por qué fuiste a esa manifestación, por qué no te presentaste a esa entrevista de trabajo, por qué no fuiste a aquel programa de televisión... Culparás de muchos cambios de rumbo repentinos al cansancio, a un momento de confusión, a una debilidad, cuando es ella, esa brújula, la que, viendo que ya no eres tú quien toma las decisiones, viendo que no hay nadie al timón, pasa a guiarte.
Desde que nacemos hasta que morimos, nuestro corazón late unos tres mil millones de veces. He aprendido a escuchar los tres mil millones de latidos que nos han sido dados a todos. Este es el mapa de esos latidos. Historias que quiero que te enseñen un método. El que yo no tuve, porque avanzaba sin adiestramiento, sin horizonte. No tenía miedo, nunca lo he tenido –ese ha sido el gran problema–, pero no estaba para nada preparado.
Las historias que voy a contarte, si sabes leerlas, podrán servirte de escudo, incluso de munición, una munición particular que da vida en lugar de quitarla. Considéralo el regalo de un amigo, de un superviviente, o una linterna.
Algunas historias son recientes, aún huelen a pólvora. Otras son antiquísimas, digamos que las he sacado del fondo de un estanque lleno de cieno. Algunas te las cuento tal y como están en las fuentes, otras las relato para que parezcan una fábula, una parábola, una lección de vida.
Pero, ¡cuidado!, todo lo que te cuento es verdad. No invento nada. Hago como hacen los arqueólogos que descubren los cimientos de un edificio y se imaginan cómo era la fachada. Su imaginación es una prueba de verdad que fusiona los latidos de las piedras.
He escogido con cuidado las historias, poniéndolas y quitándolas de manera casi compulsiva. Las he pensado y repensado una y otra vez, porque quería que fueran las justas, que no hubiera ni una más ni una menos. Y te pido que no uses solo la cabeza para entenderlas. He evitado ordenarlas cronológicamente, porque no quería que siguieran un hilo racional, que te parecieran una especie de manual. Y es que, más que historias, son como negativos, reversos de historias. Y yo te guiaré por ellos. No quiero mostrarte lo que hay arriba, sino lo que está debajo: no construcciones que se elevan, sino conductos, túneles, sótanos, cloacas...
De niño, cuando algún pariente del norte de Italia venía a vernos, yo no les enseñaba las atracciones turísticas de mi ciudad, sino las calles en las que había habido un tiroteo de la camorra. Les enseñaba las lápidas, los templetes improvisados que nacían como las setas en las callejuelas de mi pueblo tras una noche de lluvia. Quería que vieran la guerra en la que vivíamos, las madres de los muertos que llevaban flores a aquellos lugares tristes, que limpiaban los marcos de las fotos, que derramaban lágrimas, palabras, rezos. Quería que vieran las manchas de sangre que habían quedado en el asfalto, que hicieran fotos a los orificios dejados por las ráfagas de metralleta en las persianas metálicas para que, cuando volvieran a casa, se las enseñaran a sus amigos. Me parecía que así hacía que la verdad palpitara, porque la verdad sangra, no seca.
Mi madre no estaba contenta. Ella prefería que les enseñara el mar y el sol, las plazas y los monumentos. Yo conocía todos los monumentos de mi pueblo, sabía cómo se iba a la playa, pero esos lugares seguirían respirando sin mí. En cambio la sangre seca debía volver a las venas, oxigenarse, encontrar nuevas arterias.
No puedo hablar del sol, de la luz, cuando esconden la sombra. La sombra existe porque hay luz y eso es lo yo quería ver y enseñar.
Yo sé que tú quieres conocer esta otra ciudad, la que late bajo nuestros pies. Sé que estás cansado de la ciudad de cartón piedra, de la que posa y sonríe. A ti te interesa la verdadera realidad del mundo, su entraña profunda, donde nunca asoma la luz directa, sino de soslayo, rasante.
Pero vuelvo a ponerte en guardia: para conocer esa entraña profunda hay que mirar con el corazón y, para que nuestro corazón vea, ha de ser puro.
La pureza de la que hablo no es la de la sala esterilizada en la que no entran virus ni bacterias, ni es la biológica de los pseudocientíficos de la raza. Estos nos han robado esta palabra y debemos recuperarla, rescatarla de un pasado falso en el que se medían cráneos, se catalogaban fémures, se registraba la anchura de la nariz. Tampoco es la pureza en la que se basa el pedigrí de un animal, ni la pureza moral, la del virtuoso, la de la persona que nunca se mancha, que no acepta caer en el vicio aunque esa sea la única manera de alcanzar un grado de virtud mayor, como hace Cristo, que, sentado a la mesa con los peores pecadores, les dice a los fariseos escandalizados: «¡Quiero misericordia y no sacrificio!».
Tampoco es la pureza sexual, la de la virginidad, la abstinencia, la castidad, la fidelidad, la de quien mantiene el cuerpo apartado de los deseos y las pulsiones de la carne. La visión maniquea del cuerpo como cárcel del espíritu siempre me ha parecido punitiva. Prefiero la imagen de un cuerpo que, cuando siente pulsiones contrarias a las del espíritu, reniega del espíritu, pero se encomienda al corazón.
No es puro el corazón que siempre se esconde, se protege, se desvía del error, nunca se contamina con nada, nunca se ensucia, se mantiene siempre virgen. Es puro el corazón que vive, que lo toca todo, que se contamina, que camina con los demás por el infierno, pero se mantiene auténtico. «Un pecho desarmado puede resistir incluso a los tanques si dentro de él late un corazón digno», escribió Aleksandr Solzhenitsyn.
Puro es el corazón que siempre se la ha jugado.
Tú grita que late.
¡Grítalo fuerte!
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Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona
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