30/05/2025
Empieza a leer 'Fuera de la carretera' de Carolyn Cassady
A Helen y Al Hinkle
Pues él ordenará a sus ángeles
que te guarden en todos tus caminos.
Salmos 91, 11
A mitad del camino de la vida
yo me encontraba en una selva oscura,
con la senda derecha ya perdida.
¡Ah, pues decir cuál era es cosa dura
esta selva salvaje, áspera y fuerte
que en el pensar renueva la pavura!
Es tan amarga que algo más es muerte;
mas por tratar del bien que allí encontré
diré de cuanto allá me cupo en suerte.
DANTE, La Comedia. Infierno,
canto I, VV 1-9.
Primera parte
Poco después de las dos de la tarde de aquel sábado de marzo de 1947, sonó el teléfono en la salita de mi habitación. La voz arrastrada de tipo duro de Bill Tomson era inconfundible. «Hola, muñeca, ¿puedo subir un minuto?» Vacilé; Bill empezaba a cansarme. Se presentaba en el campus casi todos los días, y sus apariciones repentinas me parecían cada vez más tediosas. Seguía haciéndole caso por pura curiosidad, pero hasta ahora no había podido encontrar ningún tema del que Bill fuera capaz de hablar en serio. Se limitaba a sacar a colación cosas que pensaba que me impresionarían: sagaces respuestas, bravuconería exagerada y hazañas extraordinarias, protagonizadas por él o por un amigo suyo, un tal Neal Cassady. Neal era un héroe, como Otelo, cuyas alabanzas había que cantar, y Bill asumía el papel de discípulo apasionado. Me hablaba de intrépidas escapadas en coche, encontronazos con la ley, profundos safaris intelectuales y musicales.
Como me habían criado para temer y reverenciar el imperante código social de los años treinta, y como hasta entonces había llevado una existencia llena de restricciones, me sorprendió ver que había hombres que se atrevían a vivir como los personajes de los libros y las películas... siempre y cuando, claro, Bill no estuviera exagerando. En cualquier caso, la vida que me relataba se me hacía remota e inofensiva; estaba lejos de enamorarme de él, cuando me dijo que Neal estaba en Nueva York, estudiando en la Universidad de Columbia con dos amigos, Jack Kerouac y Allen Ginsberg, uno de ellos un famoso jugador de fútbol, el otro poeta.
Bill se parecía vagamente a una estrella de cine cuyo nombre hacía mucho que había olvidado, y aquella tarde me lo imaginé apoyado en el mostrador del vestíbulo del hotel, con una copa de whisky escocés en una mano y la otra haciendo nudos con el cable telefónico, un cigarrillo colgándole de los labios, un ojo entrecerrado por el humo y el otro por el tupido pelo negro que se negaba a mantenerse en su sitio sin importar la frecuencia con la que moviera la cabeza.
Después de un largo silencio, respondí: «Está bien, Bill, pero solo un momento. Tengo mucho trabajo». Cuando le abrí la puerta, descubrí que no estaba solo. Detrás de él había otro hombre que entró a grandes zancadas, analizando con la mirada todo cuanto había en la habitación antes de volverse para saludar tras la presentación de Bill.
–Cari, este es Neal Cassady.
No pude evitar quedarme embobada, perpleja al ver materializarse el mito. Neal asintió, y, en ese instante, el barrido de sus ojos azules me hizo comprender que me había examinado a fondo. Maldije a Bill por no haberme avisado.
Le había hecho tanta publicidad que en mi imaginación era alguien único, y no estaba preparada para su aparición, no tanto por sus atributos físicos, que eran bastante normales, sino por su traje. Aunque no era un auténtico zoot, tenía esa aura, y los que había visto más de cerca eran los de los gángsters de la gran pantalla. Tenía un aire a personaje de Damon Runyon, un glamour peligroso, realzado por su camiseta blanca y su musculoso cuello desnudo.
Neal cruzó la habitación y vio un fonógrafo y una pila de elepés debajo de la ventana. Se volvió hacia mí, pero seguía como una estatua junto a la puerta.
–Bill me ha dicho que tienes una colección única de discos de Lester Young.
Desconcertada, balbuceé:
–¿Quién? ¿Lester qué? Yo... eh... no... única, sí; me temo que no he oído hablar de él, todo lo que tengo son discos que me quedan de la universidad, casi todos de big bands de swing.
Le lancé una mirada asesina a Bill por avergonzarme aún más. Neal también miró a Bill un momento, desconcertado. Luego sonrió, se sentó en mi mecedora y se puso a echar un vistazo a los álbumes.
–No importa. ¿Qué tenemos aquí? Ah, sí, ya veo Artie Shaw, bien, los Dorsey, Benny Goodman, genial, Harry James, Nat King Cole, Stan Kenton, Duke, mucho Ellington. Ah, ¿y qué es esto?
Sacó una serie de discos de Josh White que venían dentro de una caja.
–Eso es Southern Exposure. Es lo más radical que vimos en la universidad. Nos impresionaron Josh y sus canciones de protesta sobre las degradantes condiciones de vida, las leyes que promueven la segregación, y todo eso. Está prohibido en el Sur, según he oído. Cuando vivía en Nueva York conocí un poco a Josh, en el club me sentaba en una mesa en primera fila y lo dibujaba mientras tocaba. Descubrí que esa estratagema funcionaba muy bien si querías conocer a un artista. Pero me sorprendió y decepcionó descubrir que no quería discutir los temas de los que hablaban sus canciones. Probablemente con buen criterio, la verdad. Puede acabar siendo embarazoso.
Me daba cuenta de que balbuceaba, pero Neal estaba embelesado y emitía una empatía y dignidad que me hacían sentir especial, como si cada una de mis palabras fuera una joya. Debajo de su sutil encanto, se percibía una tensa energía controlada y reprimida, como un arco a punto de dispararse.
Cuando me callé y bajé la mirada, sonrojándome, su sonrisa se ensanchó.
–Fascinante. ¿Puedo poner uno? –Sus cejas siempre se inclinaban hacia arriba y hacia adentro en el medio cuando formulaba una pregunta.
–Por supuesto, por favor.
Mientras colocaba el disco cuidadosamente en el plato, me agaché para recoger la maqueta del escenario teatral en la que había estado trabajando. Bill dejó de ir de un lado a otro y se sentó en el sillón frente a Neal. «Sophisticated Lady» de Ellington llenó la habitación, y nadie dijo nada. Le lancé una mirada a Neal y enseguida volví a bajar la vista. Mientras se mecía, sus ojos se clavaron en mí con tanta intensidad que sentí físicamente una puñalada. Estaba segura de que percibía mi malestar, pero también sentía esos ojos como láseres, clavados hasta que terminó el disco. Cuando se levantó para quitarlo, la actitud de Neal se relajó. Me puse de pie y me paseé por la habitación fingiendo colocar algunas cosas.
Los posteriores intentos de conversación fueron incómodos, debido en gran parte, supuse, a la imagen equívoca que Bill habría dibujado de Neal y de mí. No sabía cómo me habría descrito, probablemente como «mi chica», pero por las respuestas de Neal a mis amables preguntas me pareció que las hazañas que contaba Bill solo podían ser cosa de su amigo. Cuando pasé a atribuirle a él las beaux gestes, Bill perdió el escaso mérito que pudiera tener y Neal comenzó a recubrirse de una capa de encanto.
Neal apenas controlaba su inquietud, y Bill comenzaba a ponerse nervioso. Neal miró a Bill y después a mí.
–Bueno, ¿tenéis algún plan para esta tarde? –Contemplé mi proyecto de escenario con cara de que tenía que trabajar y Neal captó la señal.
–¿No puede esperar? ¿Solo una horita? Apuesto a que necesitas un poco de aire fresco. Mira, ¿por qué no vienes conmigo? Acabo de bajar del autobús y tengo que ir a buscar mis cosas a la casa donde vivía. Luego podemos ir al centro, o lo que quieras. –Neal pronunció esas sugerencias rápidamente, sin dejarme contestar, y luego se dirigió hacia la puerta, volviéndose hacia mí con una pregunta en los ojos. Bill se levantó para seguirlo.
–Vamos, cari, coge tu abrigo. –Por encima de mi convicción de que debía quedarme en casa a trabajar, por no hablar de mi aspecto, sentía un deseo imperioso de seguir viendo a ese hombre. Cogí el abrigo.
* * *
Traducción de Damià Alou
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