11/10/2021
Empieza a leer 'Eva y las fieras' de Antonio Ungar


Esta novela está basada en hechos reales ocurridos en Puerto Inírida, Colombia, entre el 17 y el 21 de noviembre de 1999.


La bala entró justo bajo la clavícula, pero Eva no sintió ningún dolor. Oyó el ruido de la carne desgarrándose, el ruido de su cuerpo cayendo al fondo. Se miró el hombro y no notó nada hasta que el pecho y la espalda empezaron a mojarse. Se preguntó si sería el agua estancada en la canoa, la sintió demasiado caliente. Consiguió levantar la cabeza unos centímetros, los suficientes, y la visión de la sangre y el golpe del dolor le llegaron al mismo tiempo. Un dolor como ningún otro: demasiado fuerte para los gritos, para las lágrimas, un dolor que le impidió volver a moverse y casi la asfixia. Como si no estuviera ahí, como si tanto dolor la hubiera sacado de su cuerpo, se preguntó si la bala le habría atravesado el corazón, si le habría reventado una arteria. Tal vez era así como se acababa todo. Tal vez esa era su muerte: tendida en un charco de sangre, en el fondo de una canoa a la deriva, en lo más profundo de las selvas del Orinoco. Sintió entonces una placidez muy dulce y recordó, antes de perder la conciencia, el viaje liviano de su primera dosis de heroína. Se rió en voz alta. Su primera dosis de heroína. Se rió más fuerte cuando oyó su propia risa. Y se dejó ir.


1

Nadie en el puerto conocía su primer nombre. Era Ochoa, era gordo y se declaraba embajador de las dragas de oro en los ríos Atabapo, Inírida y Guainía. Un jueves por la tarde, bajo las últimas gotas de un aguacero despiadado, apareció jadeando y cojeando en las escalinatas del Puesto de Salud. Desde el principio fingió una enfermedad vaga y generalizada, muy parecida a una real del trópico, aunque la única enfermedad que tenía era una necesidad desesperada, vertiginosa, nunca antes probada, de conocer a una mujer. A una mujer específica, viva, que respiraba entre las cuatro paredes del Puesto de Salud.

La enfermera Eva, alias Vale, alias la Titi, alias Ti, había llegado a Puerto Inírida nueve meses antes, y desde entonces no se había juntado con ningún hombre ni había hecho amigos. Se iba directamente del trabajo a un galpón que alquilaba cerca del puerto en el que solo había una cocina, un baño y una hamaca. No salía más que para comprar lo indispensable y su único momento de descanso consistía en ir todos los sábados a la misma hora al Caney, el único bailadero del puerto, para bailar sola, como flotando, muy por encima de lo que Ochoa veía como la mezquindad de las mujeres casadas y la vulnerabilidad de las solteras.

Tenía una fuerza que Ochoa nunca había visto en una mujer educada y de ciudad, pero al mismo tiempo parecía completamente entregada a un destino imposible de evadir, portadora única de un heroísmo que a él le pareció muy conmovedor, absolutamente dispuesta a morir de tristeza por un pasado muerto y a desaparecer sin pena ni gloria en uno de los últimos rincones de esa selva húmeda y oscura.


Lo primero que hizo Ochoa fue fingir fiebres de malaria, solamente para poder verla de cerca y en privado. Le pareció mucho más linda que en el bailadero. Se movía con esas maneras firmes de enfermera bien formada, entregada a su trabajo con la seriedad absoluta de una niña en un juego importante, y eso lo impresionó lo suficiente como para decirle, pasados diez minutos, subido en la balanza, que no tenía nada: que no estaba enfermo, que había inventado lo de las fiebres para poder verla.

Ella lo miró de arriba abajo con una risa despectiva y lo hizo sentirse como lo que era: un cincuentón gordo, solo, aburrido y desesperado. Él no se dejó amedrentar. Le dijo que las noches de todos los sábados de los últimos dos meses las había pasado bebiendo desde muy temprano en el Caney, queriendo poder sacarla a bailar pero sin atreverse. Le dijo que quería conocerla, que por eso le había mentido. La invitó a comer, esa misma noche, en el único restaurante del puerto, reservado para burócratas y miembros de la marina.

Eva le respondió inmediatamente. Que era una enfermera, no una idiota ni una puta, y que a menos de que tuviera una enfermedad real, no volviera a buscarla. El Gordo, claro, hizo exactamente lo contrario. Ese encuentro lo hizo entender que solo podía conquistarla haciéndola reír o haciendo que se compadeciera de su insistencia desproporcionada, así es que tres veces a la semana, durante siete semanas, la esperó a las siete en punto en la puerta del Puesto de Salud, y en cada encuentro le soltó palabras de adolescente enamorado, de mala telenovela, que no coincidían con su aspecto ni con su oficio: que había estado toda la semana intentando enfermarse, que creía que el único mal que tenía era mal de amores, que si no podía verla no valía la pena vivir el resto del día.


El Gordo Ochoa era querido y temido por partes iguales, aunque todos, en ese puerto fluvial y en los demás del suroriente, sabían que lo mejor del negocio, el inmenso río Guaviare, no les pertenecía a sus patrones, sino al paramilitar Víctor Carriazo. Conocido como el Minero, antes de ser el dueño de una quinta parte de la tierra ganadera de los Llanos Orientales, del comercio de coca en las estribaciones de la cordillera Oriental, del comercio de armas y de los impuestos a los petroleros, había sido el patrón de las riquísimas minas de esmeraldas del altiplano.

Las dragas de oro eran el resultado de su última conquista y usaba para su control la misma astucia y el mismo puño de hierro que lo habían hecho dueño de todo lo demás. Doce dragas del río Guaviare eran suyas, las mejores, otras trece tenían dueños propios. Ancladas en afluentes menores y en caños quietos, selva adentro, pertenecían a quien estuviera dispuesto a arriesgarlo todo a cambio de ganancias mínimas, y eran explotadas por mineros jovencísimos, sin nada que perder, acorralados por la vida en esa selva a cambio de comida y poco más.

Los jefes del Gordo Ochoa eran otros, dos hermanos caribeños apodados los Lindos, dueños silenciosos del transporte ilegal de gasolina por las fronteras orientales, de las extorsiones a los camioneros del norte y del oriente, de minas grandes de oro en las selvas del Darién, de dragas meanores en el Inírida, e inversores ocasionales en los envíos importantes de cocaína a México por el Pacífico. Eran tan astutos como el Minero y tenían un ejército casi tan grande pero partido en unidades independientes, regado por todo el sur y el oriente del país.


El Gordo había nacido en uno de los pocos caseríos pacíficos de la Cordillera Central y toda su vida había trabajado para los Lindos. Se había ido de la casa a los trece años, huyendo de un papá maltratador, y su gusto por la aventura lo había llevado a los Llanos Orientales, en donde había empezado en lo más bajo de la organización, como ayudante raso de las bandas encargadas de amedrantar a los camioneros. Su carisma, su gusto por el peligro y su simpatía lo habían hecho muy pronto capataz de dragas de oro en el Chocó, y después coordinador de la logística del robo de gasolina en la frontera oriental.

Como todos los hombres exitosos de la economía ilegal, los Lindos entendían muy bien las reglas del control territorial. No se metían con los intereses del Minero, no entraban en zonas guerrilleras, siempre entregaban sin discutir las tierras que cualquiera de los ejércitos paramilitares necesitara, pagaban a los policías y a los militares lo que quisieran cobrarles, evitaban a los mafiosos grandes y su única relación con el narcotráfico eran inversiones muy esporádicas y siempre anónimas, a través de testaferros, en cargamentos que fueran especialmente rentables y seguros.

Comprando a los políticos necesarios habían construido un emporio criminal compartimentado y de bajísimo perfil, desconocido para la prensa, conocido solamente por sus víctimas, escondido en todos los rincones a los que el Estado no llegaba. Como premio por su manejo impecable del robo de gasolina y por su capacidad de supervivencia, y solo quince años después de haber empezado a trabajar con los Lindos, Ochoa había recibido la administración de todas las operaciones de minería en los tres ríos rentables de la cuenca del Orinoco. Su salario seguía siendo altísimo, pero además ahora recibía comisiones generosas cuando la producción conjunta superaba lo esperado.


A la octava semana, a punto de abandonar el cortejo, Ochoa le dijo a Eva que, si no aceptaba salir con él, no le quedaría más remedio que darse una puñalada. Vio un atisbo de sonrisa en su cara, así es que decidió hacer realidad el chiste. El lunes siguiente, a las seis de la mañana, con la misma naturalidad y decisión con la que hacía todo, procedió a clavarse un cuchillo corto en un muslo. Versado en anatomía gracias a los vaivenes de la guerra, la puñalada no le rompió tendones ni ligamentos y el cuchillo quedó ahí clavado, con el mango saliendo de la herida ensangrentada. Para completar el efecto buscado se había puesto una pantaloneta que usaba de pijama y salió así a la calle: pantaloneta, pistola al cinto, barriga al aire y la misma sonrisa de conejo pícara de siempre, a pesar del dolor y de la cojera.

Más seria y más molesta que nunca, Eva no tuvo más remedio que tenderlo en una camilla, quitarle el revólver y sacar el cuchillo mientras él soltaba carcajadas de dolor y seguía buscando una mirada suya. Esa misma noche se lo dejó claro. Y por fin la hizo ceder. O iba con él a comer y a bailar el viernes o la siguiente puñalada iba al cuello y se perdería al mejor hombre que había en toda la selva del Orinoco. Ella no se rió, no dejó de hacer lo que estaba haciendo, no lo miró a los ojos, pero le respondió, como definiendo una transacción legal, que aceptaba y que lo hacía solamente porque su deber como enfermera era proteger la vida humana, aunque esa vida fuera la de un gordo loco.

La afirmación era un chiste, el chiste serio de una mujer que había pasado por demasiado dolor para ser tan joven, pero un chiste al fin y al cabo, y Ochoa dejó el Puesto de Salud con la cara iluminada de dicha, para volver cinco minutos después con un ramo inmenso de las únicas flores que existen en el Orinoco, que no son flores: las silvestres del Inírida, como carbones encendidos, tan difíciles de conseguir en los pantanos.


El viernes siguiente a las siete de la noche Ochoa recogió a Eva en su galpón. El Gordo le preguntó por la niña Abril, y con cara de enfermera ella le dijo que no era asunto suyo, pero al mismo tiempo le respondió como si sí lo fuera: Abril estaba dormida, Abril era lo suficientemente grande como para quedarse sola, había una vecina amiga. Y se fueron. Él con la mejor camisa y el mejor pantalón que tenía, ella con bluyines y una camiseta medio desteñida, como diciendo que nada de eso iba en serio, que solo lo hacía para ahorrarse otro herido en la sala de emergencias. Era la mujer más linda del mundo en los ojos de Ochoa, así es que no era necesario que se pusiera ropa cara, ni entonces ni nunca, y así se lo dijo, obteniendo como única respuesta una risita despectiva.

La interpretó como un buen síntoma y mientras caminaban al Caney, después de un silencio larguísimo, le dijo lo que pensaba de su existencia, sin esperar a conocerla más ni a estar borrachos. La vida no es fácil para nadie, pero mucho menos en mi trabajo, Eva. A mi mejor amigo lo mató a machetazos un guerrillero borracho. A mis dos empleados más fieles, unos niños, los torturaron y los fusilaron los paramilitares en la plaza de un pueblo, frente a sus familias. A mi única mujer la violaron y la tiraron viva al río Vichada, nunca se supo quién ni por qué. No volver a relacionarse con nadie es la salida fácil, la de los cobardes.

Y soltada esa sentencia atroz y salida de contexto, le propuso una apuesta, mientras las luces del Caney ya iluminaban sus caras. Si antes de un mes no soy capaz de convencerla de salir de su cueva, me largo de este pueblo para siempre.



Eva y las fieras

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