30/05/2025
Empieza a leer 'Europa' de Luis López Carrasco

 

A mi hermano Carlos

 

I was in the future yesterday
But now I’m in the past.
BLOUSE
«Time Travel», Blouse (2011)

 

Primera parte

PAPÁ ESTÁ ESTROPEADO

 

–No te preocupes, ya los llevo yo. Además, esta mañana no tuno cliente hasta las diez. No tengo clientes, no voy mo monitu, no mito nono...

–¿Qué?

–¿Qué? –respondió mi padre.

–¿Qué dices, cariño? No te entiendo.

Papá tosió un poco y entonces se apagó, se le descolgaron los cereales de la boca y se quedaron allí. Las pupilas estaban negras. Mi madre le tocó el hombro y yo miré a los mellizos. Luego me quedé quieta, pensando que debía acabarme el vaso de leche, que eso era lo mejor que podía hacer. Acabarme el vaso de leche era, sin lugar a dudas, lo mejor que se podía hacer en ese momento. Agarré el vaso, pero no hice nada más. Me quedé así, agarrándolo en silencio. Mi padre parecía relajado, ajeno, como si se hubiera quedado sin batería, insensible a las preguntas de mi madre. La cabeza colgaba sin fuerza y los ojos permanecían entrecerrados. De la barbilla, blanda, caía lentamente la papilla de copos de maíz.

–Elisa, cariño, llévate a los nenes fuera.

Nada más pisar el césped del patio, los niños se lanzaron a correr, a hacer piruetas y dar vueltas por entre los rosales sin espinas que mi madre había plantado el año anterior.

–¿Podemos ponernos el casco? –me preguntó Zizou mientras su hermano perseguía ya a unos Morlocks entre las enredaderas, con su espada de goma, sus rodilleras y su pequeño reproductor virtual.

–Dile a tu hermano que apague la consola, os vais a clase en cinco minutos.

–Pero papá se he puesto malo, ¿no? Y mamá no nos puede llevar. Venga, por favor, déjame un ratito, solo un ratito...

 

Cuando entré de nuevo en casa, mi madre estaba hablando por teléfono. Me acerqué a mi padre y le limpié la barbilla. Respiraba muy levemente. Su cara se había congelado en un rictus perplejo, vagamente melancólico, como si alguien hubiera contado un chiste y él fuese el único que no lo había entendido. Solo una ceja, inclinada, manifestaba cierta contrariedad.

–¿Papá?

–Déjalo tranquilo, me han dicho que es mejor que no lo movamos ni le hablemos ni nada. Que es mejor que lo dejemos así.

–¿Quién?

–¿Quién? Los que se van a encargar de arreglarlo. Vendrán a lo largo de la mañana.

–Vale. ¿Qué hacemos con los mellizos?

–Que se queden en casa. Voy a darme una ducha, llámame si papá hace algo.

Mi madre dio un paso hacia la escalera y se paró. Se quedó en silencio, suspendida, sin decidir si subir o volver a la cocina.

–¿Elisa?

–Sí.

–Espero que te portes bien.

–Sí.

–Enseguida vuelvo.

Recogí el desayuno. Mientras enjuagaba los platos podía observar la coronilla de mi padre, inmóvil, con su pálido círculo de calvicie. Esa calva silenciosa me hizo pensar que mi padre era un niño pequeño y sentí una punzada de pena. No tanto por mi padre actual, el comercial de sistemas de ventilación al que se le había caído el tendido eléctrico del cerebro, sino por una especie de padre infantil, un padre previo que ninguno de nosotros conocía y que correteaba todavía por el interior de ese cuerpo de cuarenta años con sobrepeso. Mi padre como un niño, calvo y vulnerable, que lanzaba señales de ayuda desde esa llanura redonda que mi madre quería cubrir de implantes. Mi madre quería cultivar esa calva. Quería irrigarla y abonarla todas las noches. En el patio se oían los gritos de Zizou y Alfredo. «Vienen por la derecha.» «Ahí, ahí, ¡lo tienes detrás!» «¡Dame un cargador!» «¡No tengo... no tengo cargador de rayos!» «¡Quítamelo de encima! ¡Por Santori, quítamelo de encima!» Santori era su maestro y líder espiritual en el Koroko’s Quest V, el videojuego que mi tía les había regalado en Navidades. Santori era un ser de luz andrógino de doce mil años de edad y mis hermanos eran sus paladines. Tenían que recuperar el Reino Olvidado de Koroko de las garras de Ming Woo y sus terribles Morlocks, que eran seres humanos que se habían alejado de la Luz de Santori y se habían marchado a vivir bajo tierra durante cinco mil años. Al principio de la serie, los Morlocks aterrorizaban a la pequeña comunidad de pescadores a la que pertenecían los personajes de mis hermanos, Galahad y Perseus. Si en Koroko’s Quest I: Conquers of Light los dos muchachos tenían que rescatar a la pequeña hermana de Perseus, Tunupa, que permanecía cautiva en un olvidado y laberíntico reino cavernoso, en el quinto juego, Perseus y Galahad eran ya Korokès, Guerreros de Koroko, y su tarea consistía en limpiar la Ciudad Eterna de Morlocks y otros seres monstruosos para que Santori pudiera reencarnarse de nuevo y dejara de ser una forma flotante y etérea. Entonces comenzaría la batalla sagrada. Se hizo el silencio en el patio, los Morlocks habían vencido de nuevo. Me acerqué a mi padre y vi pequeñas gotas de sudor en el cuello. Parecía relajado, pero advertí que la mano derecha, crispada y tensa, empuñaba con fuerza un tenedor. Intenté separarle los dedos para guardar el cubierto pero fue inútil. Fue inútil.

Mi padre tenía problemas, como todo el mundo. Sufría migrañas habitualmente, migrañas que soportaba en silencio. A veces se despertaba por la mañana y no podía despegar un párpado o mover algunos dedos de la mano. Pero nunca se había quedado así. Así, sin más. Toqué el sudor y me sorprendí de lo frío que estaba. No había nada de lo que preocuparse, mi madre estaba tranquila. Mientras me bebía el vaso de leche de un trago pensé que eso era lo más llamativo de todo, más llamativo que el hecho de que mi padre se hubiera quedado seco. Porque mi madre nunca estaba tranquila.

 

–¡Mamá! ¡Mamá!

Bajó con el albornoz blanco y el pelo mojado y oliendo a madre.

–¿Qué pasa?

–Hay algo. Algo en el oído.

–¿En el oído? ¿Qué hay en el oído?

–Hay una cosa amarilla.

–¿Lo has tocado? ¿Has hecho algo, has movido a papá? Oh, Cristo, ¿qué es eso? Deja que lo vea. ¿Huele a algo? ¿Huele como dulce?

De la oreja izquierda de mi padre salía un líquido amarillo, un amarillo fuerte, acrílico. Mi madre sujetó la cabeza de mi padre con ambas manos y olisqueó un poco el pabellón auditivo.

–No huele fuerte. Me han dicho que si no huele fuerte no hay que preocuparse. No hay que preocuparse, cariño, no hay que preocuparse...

Mi madre acunaba la cabeza lánguida de papá mientras susurraba. Acunaba y susurraba, acunaba y susurraba. En un primer momento pensé que me hablaba a mí, que su voz dulce, su ronroneo, se dirigía al centro de mi posible intranquilidad; luego quise creer que le hablaba a mi padre («Todo va a salir bien, mi vida, todo va a salir bien...»), que intentaba llegar con su suave y tenue voz a dondequiera que se encontrara el hombre con el que había decidido casarse hacía quince años. Ahora pienso que quizá solo se dedicase a hablar consigo misma, que lo único que hiciera fuese escucharse, atenta y alerta, escuchar cómo acunaba el oído enfermo de mi padre. Encendí el televisor e intenté hacer algo de ejercicio: un chico japonés vestido con mallas violetas me marcaba el ritmo de los abdominales. Si paraba o iba un poco más lenta, me llamaba por mi nombre y me guiñaba el ojo: «Eso no está todo lo bien que puede estar, Elisa». A continuación, el tipo levantaba el pulgar para animarme. Me escocían las axilas. A los cinco minutos me cansé y me fui a clase y mi madre seguía abrazada a la cabeza de mi padre susurrando cosas cada vez más ocultas e ininteligibles.

 

* * *

 

 Europa

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