23/04/2021
Empieza a leer 'En la casa de los sueños' de Carmen Maria Machado


Si necesitas este libro, es para ti


Apilamos asociaciones de la misma manera que apilamos ladrillos. La memoria es en sí misma una forma de arquitectura.
LOUISE BOURGEOIS

Si mantienes tu dolor en silencio, te matarán y encima dirán que te gustó.
ZORA NEALE HURSTON

Tu mente está cansada, en efecto. Tu mente está tan cansada que ya no funciona en absoluto. No piensas. Sueñas. Sueñas todo el día. Sueñas con todo. Sueñas maliciosa e incesantemente. ¿Todavía no lo sabes?
PATRICK HAMILTON, Angel Street


(LA CASA DE LOS SUEÑOS COMO) PRELUDIO

Nunca leo prólogos. Me resultan tediosos. Si lo que el autor tiene que decir es tan importante, ¿por qué relegarlo al paratexto? ¿Qué intentan esconder?

 

(LA CASA DE LOS SUEÑOS COMO) PRÓLOGO

En su artículo «Venus in Two Acts», acerca de la falta de crónicas africanas contemporáneas sobre la esclavitud, Saidiya Hartman habla de la «violencia del archivo». Dicho concepto –también llamado «silencio archivístico»– ilustra una verdad difícil: a veces las historias se destruyen; otras veces, para empezar, ni siquiera llegan a ser enunciadas; en cualquier caso, algo considerable queda irrevocablemente ausente de nuestras historias colectivas.

Jacques Derrida nos dice que la palabra «archivo» viene del griego antiguo ἀρχεῖον: arjíon, «la casa del vencedor». Cuando tuve noticia de esta etimología, me quedé prendada del uso de la palabra «casa» (como apasionada de las historias de casas encantadas, soy una fanática de las metáforas arquitectónicas), aunque el elemento más revelador es el poder, la autoridad. Incorporar al archivo o dejar fuera de él es un acto político, dictado por la archivista y el contexto político en que vive. Eso es cierto con independencia de que se trate de un progenitor que decide lo que merece ser registrado de la vida temprana de su criatura o –como Europa y sus Stolpersteine, sus «piedras para tropezar»– del trato que un continente dispensa de forma pública a su pasado. «Aquí es donde Sebastian dio sus primeros pasitos con aquellos pies regordetes; aquí está la casa en la que vivía Judith cuando nos la llevamos para ejecutarla.»

En ocasiones el testimonio no llega a formar parte del archivo –se considera que no reviste importancia suficiente como para ser registrado o, si la reviste, no la suficiente como para ser conservado–. En ocasiones se perpetra un acto deliberado de destrucción: pongamos por ejemplo la correspondencia entre Eleanor Roosevelt y Lorena Hickok, de lo más explícita, que Hickok quemó por ser demasiado atrevida. Casi seguro que las cartas tenían un contenido erótico y gay de narices, sobre todo a la luz de lo que no fue quemado. («Me está entrando un hambre tremenda de verte.»)

El difunto teórico queer José Esteban Muñoz señaló que «la identidad queer mantiene una relación especialmente problemática con los registros [...]. Cuando un historiador de experiencia queer intenta documentar un pasado queer a menudo se topa con un cancerbero representante de un presente heterosexual». ¿Qué se pierde en ese caso? Lagunas en las que la gente nunca puede verse ni encontrar información sobre sí mismos. Huecos que hacen imposible que uno se dé contexto. Rendijas por las que la gente se precipita. Silencio impenetrable.

El archivo completo es mitológico, posible solo en la teoría; quizá se halle en algún lugar de «La Biblioteca Total» de Jorge Luis Borges, enterrado bajo la historia detallada del futuro y de sus sueños y ensueños en la madrugada del 14 de agosto de 1934. Pero podemos intentarlo. «¿Cómo contar historias imposibles?», se pregunta Hartman, y sugiere algunos caminos: «avanzando una serie de argumentos especulativos», «explotando las capacidades del subjuntivo (modo gramatical que expresa dudas, deseos y posibilidades)», escribiendo historia «con y contra el archivo», «imaginando lo que no puede ser verificado».

Es evidente que la mujer maltratada ha existido desde que los seres humanos han sido capaces de manipulación psicológica y violencia interpersonal, pero tanto el concepto generalmente entendido como la víctima existen solo desde hace unos cincuenta años. La conversación sobre violencia doméstica dentro de las comunidades queer es aún más reciente, y aún más velada. Al considerar las formas que la violencia íntima adopta hoy, cualquier concepto nuevo –la víctima masculina, la perpetradora femenina, las maltratadoras homosexuales y las homosexuales maltratadas– se revela como un fantasma que siempre ha estado ahí, acechando en la casa del vencedor. Los académicos, escritores y pensadores modernos cuentan con nuevas herramientas para internarse en los archivos, del mismo modo que los historiadores y estudiosos han conseguido que su comprensión de la sexualidad queer contemporánea resuene a través del pasado. Pensemos: ¿cuál es la topografía de los huecos mencionados? ¿Dónde se dan las lagunas? ¿Cómo avanzar hacia la totalidad? ¿Cómo desagraviar a los perjudicados del pasado sin tener prueba física de su sufrimiento? ¿Cómo dirigir hacia la justicia nuestra forma de registrar?

Las memorias son, en esencia, un acto de resurrección. Al escribirlas, se re-crea el pasado, se reconstruyen los diálogos. Se extrae el significado de acontecimientos latentes desde hace tiempo. Se trenza el recuerdo, el ensayo, el hecho y la percepción, se hace una bola con ellos y se los estira como una masa. Se manipula el tiempo; se resucita a los muertos. Se pone uno mismo, y también a los demás, en el contexto necesario.

Introduzco en el archivo que la violencia doméstica entre compañeras que comparten identidad de género es posible y además no poco corriente, y que puede parecerse a esto. Hablo en el silencio. Tiro la piedra de mi historia a una vasta grieta; midan el vacío por el poco ruido que hace.

 

I

Me arrastra –otra vez– Eros, que desmaya los miembros, dulce animal amargo que repta irresistible.
SAFO (Trad. de Aurora Luque)


(LA CASA DE LOS SUEÑOS COMO) NO METÁFORA

Supongo que has oído hablar de la casa de los sueños. Porque, como sabes, es un lugar real. Está allí de pie, en su sitio. Se halla junto a un bosque, al borde de un prado. Tiene cimientos, aunque los rumores de que hay muertos enterrados en ellos son, casi sin duda, ficticios. Antes había un columpio que se balanceaba de la rama de un árbol, pero ahora es solo una cuerda con un nudo que se bambolea al viento. Quizá hayas oído historias sobre el propietario, pero os aseguro que son falsas. Después de todo, el propietario no es un hombre, sino una universidad entera. ¡Una minúscula ciudad de propietarios! ¿Te lo imaginas?

La mayoría de tus suposiciones son correctas; tiene suelo, paredes, ventanas y un techo. Si das por supuesto que hay dos dormitorios, tienes razón y estás equivocada a la vez. ¿Quién puede decir si hay solo dos dormitorios? Cualquier habitación puede ser un dormitorio: solo necesitas una cama, o ni siquiera eso. Solo tienes que dormir en ella. Es el habitante el que dota de propósito a la habitación. Tus acciones son más poderosas que las intenciones del arquitecto.

Saco esto a colación porque es importante recordar que la casa de los sueños es real. Es tan real como el libro que sujetas entre las manos, aunque significativamente menos terrorífico. Si quisiera, podría darte la dirección para que fueses hasta allí en tu propio coche, te sentases ante ella e intentases imaginar las cosas que han ocurrido en su interior. No te lo recomendaría. Pero podrías hacerlo. Nadie te detendría.


(LA CASA DE LOS SUEÑOS COMO) PICARESCA

Antes de conocer a la mujer de la casa de los sueños, vivía en un sitio minúsculo de dos dormitorios en Iowa City. La casa estaba hecha polvo: el casero era un aprovechado, y la casa, llena de detalles variopintos y pesadillescos, se caía a trozos. Había una habitación en el sótano –mis compañeros de piso y yo la llamábamos la habitación del crimen– con los suelos, las paredes y el techo rojo sangre; además contaba con una trampilla secreta y un teléfono fijo que no funcionaba. En otra parte del sótano, un sistema de calefacción lovecraftiano extendía sus largos tentáculos por el resto de la casa. Cuando había humedad, la puerta principal se hinchaba en el marco y se negaba a abrirse, como un ojo morado. El patio era enorme; en él destacaba un fogón de piedra y estaba cercado de hiedra venenosa, árboles y una valla podrida.

Vivía con John, Laura y su gato, Tokyo. Eran una pareja de exfloridanos, pálidos y patilargos, que habían asistido juntos a una universidad alternativa y estaban en Iowa para hacer sus posgrados. Eran la viva encarnación del amaneramiento y la excentricidad de Florida, y, en último término, lo único que, en la época post-casa de los sueños, me dejaría un buen recuerdo del estado.

Laura parecía una estrella de cine antigua: etérea y de ojos grandes. Era seca, desdeñosa y tenía un humor malicioso; escribía poesía y se estaba sacando un posgrado en Biblioteconomía. En efecto, tenía pinta de bibliotecaria; era como un sabio conducto de conocimiento público, como si pudiese llevarte a cualquier sitio adonde necesitases ir. John, por su parte, parecía un profesor excéntrico de estilo grunge-rock que acabase de descubrir a Dios. Preparaba kimchi y sauerkraut en tarros enormes que colocaba sobre la encimera de la cocina y vigilaba como un botánico loco; una vez se pasó una hora describiéndome la trama de A contrapelo con todo lujo de detalles, incluida su escena favorita, en la que el excéntrico y vil antihéroe engarza el caparazón de una tortuga con joyas exóticas y la pobre criatura, incapaz de soportar el lujo deslumbrante que se le impone, muere aplastada. Cuando conocí a John, lo primero que me dijo fue: «Tengo un tatuaje, ¿quieres verlo?» Yo respondí que sí, y él añadió: «Vale, va a parecer que te estoy enseñando mis cosas, pero no es así, te lo juro», y cuando se levantó la pernera del pantalón corto hasta lo alto del muslo vi una iglesia al revés, tatuada con aguja y tinta china. «¿Eso es una iglesia al revés?», pregunté, y él sonrió moviendo las cejas –no con lascivia, sino con genuina malicia– antes de responder: «¿Al revés según quién?» Una vez que Laura salió de la habitación con unos pantalones cortados y la parte de arriba de un bikini, John la miró con un amor verdadero y simple y dijo: «Chica, voy a dejártelo como un bebedero de patos.»


Como buena pícara, me he pasado mi vida adulta dando bandazos de una ciudad a otra y conociendo a espíritus afines en cada parada; un grupo de guardianes que me han cuidado bien (guardianes tiernos, guardianes amorosos). Mi amiga Amanda de la universidad, compañera de habitación y de piso hasta que cumplí los veintidós, cuya mente aguda y lógica, afecto sereno y seco sentido del humor presenciaron mi evolución de adolescente hecha un lío a semiadulta hecha un lío. Anne –una jugadora de rugby con el pelo teñido de rosa, la primera vegetariana y lesbiana que conocí–, que supervisó mi salida del armario cual benevolente deidad gay. Leslie, que me enseñó a superar mi primera ruptura dolorosa a base de queso brie, botellas de vino de dos dólares y tiempo con sus animales, incluyendo una pitbull rechoncha y marrón llamada Molly que me lamía la cara hasta que me entraba la risa histérica. Todos los que alguna vez leyeron y comentaron en el LiveJournal que llevé concienzudamente desde los quince hasta los veinticinco, y en el que escupía todas mis vivencias ante un variopinto surtido de poetas, bichos raros queer, programadores, roleros y escritores de ciencia ficción.

John y Laura eran así. Siempre estaban ahí, con aquella intimidad entre ellos distinta a la que existía entre nosotros, como si fuese una hermana querida. No era exactamente que me protegiesen; eran los protagonistas de sus propias historias.

Pero ¿esta historia? Esta es mía.

* * *

Traducción de Laura Salas Rodríguez.

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En la casa de los sueños


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