01/02/2025
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LLEGADA
Barcelona, 1954
Creo que fue un error de la cigüeña. Hace unos años fui depositado en este pisito de esta pobre, sucia, triste, infortunada ciudad. La etiqueta en el paquete mencionaba el Mediterráneo, pero aquí no se siente la luz ni el olor del mar. Me pregunto por qué de todos los lugares del mundo me tocó este desventurado rincón.
En el patio interior del bloque, una horda de gatos famélicos merodea sobre montones de chatarra oxidada. En la calle, un hombre con una sola pierna pide limosna mientras gira la manivela de una pianola. Dos puertas más abajo, las mujeres llevan la ropa sucia a unos lavaderos públicos donde meten sus brazos en el agua helada con lejía. La lechería tiene la vaca dentro. Unas bandas de niños perdidos juegan lanzando sus navajas al barro de la acera.
Las calles están cuadriculadas y la calzada es ancha como si la ciudad hubiera sido concebida para metas ambiciosas, pero solo circulan carros tirados por mulas y caballos. Una esquina más abajo, rebaños de ovejas y terneros desfilan hacia el matadero municipal, donde pisoteo charcos de sangre con mis sandalias. Tengo derecho a un librito azul con cupones para recoger, una vez al mes, pequeñas raciones de pan, alubias, aceite, arroz y azúcar en una sombría oficina del gobierno.
La mayoría de la gente parece derrotada y abatida, todavía quince años después de una matanza que llaman «la Guerra».
1. ¡Fran-Co-Asesí-No!
MIRANDO HACIA ATRÁS: UNA MÚLTIPLE GUERRA INCIVIL
Barcelona, 1939-1947
Mi padre, Josep Colomer, todavía recuerda cómo los talones le golpeaban las nalgas cuando corría a casa para avisar a su madre. Ya había corrido así antes, cuando uno de los bombardeos de los aviones de Mussolini había apuntado a su barrio industrial, el Poble Nou, y quería comprobar si había destruido su bloque de viviendas: había arrancado las rejas de los balcones y derribado tres casas al otro lado de la calle.
Esta vez era diferente. Su hermano Ulric, seis años mayor que él, se había reunido con un grupo de camaradas para huir a Francia. Se esperaba que los soldados del general Franco entraran en la ciudad al cabo de unas horas.
Ulric trabajaba en Torras Herrería y Construcciones, conocida como Ca’n Torras, que se había convertido en una industria de guerra, «una fábrica B», para producir puentes móviles y camiones blindados para la guerra. Pocos días después de la insurgencia militar, los anarquistas colectivizaron la fábrica, y el desbarajuste de la nueva gestión colectiva alarmó a Ulric. Pronto se unió al sindicato socialista (UGT) y a un nuevo partido socialista-comunista (PSUC), creado en rivalidad con los anarquistas. Su padre, mi futuro abuelo Josep, contaba cómo, en su camino diario al trabajo en la misma fábrica Ca’n Torras, atravesaba el Camp de la Bota y avistaba en las cunetas los cadáveres de los asesinados por los anarquistas la noche anterior. Era una guerra civil dentro de una guerra civil.
Mi futuro padre Josep y su madre Palmira llegaron al punto de encuentro cuando Ulric y sus compañeros aún esperaban un camión. Debajo de un cartel REFUGIO DE TRÁNSITO se aglomeraban grupos de mujeres, niños, abuelos no movilizados al frente de guerra que acarreaban colchones, sacos, maletas, baúles, paquetes de pertenencias cubiertos por una frazada, todo lo que pudieran arrastrar. Varias mujeres cargaban fardos de ropa encima de la cabeza, algunos hombres se cubrían el pecho con una manta como si fuera una faja de honor, otros habían asaltado almacenes de alimentos para tener algo con lo que sobrevivir durante la marcha.
Durante los meses anteriores, Barcelona se había repoblado con fugitivos de otros lugares de la España que el Ejército rebelde iba ocupando poco a poco. Durante las últimas horas, decenas de miles habían escapado hacia la frontera francesa en abarrotados camiones descubiertos, empujando carros tirados por mulas demacradas, en bicicleta o caminando sin parar durante varios días. Los primos Iris y Ataúlfo, también del PSUC, ya se habían marchado. La propaganda republicana había instado a una resistencia heroica hasta el final, pero no hubo tal. Mucha gente quería por encima de todo que se acabara la masacre. La huida masiva, impulsada por el pánico y la confusión, fue un despliegue de improvisación y caos.
Palmira tiraba del brazo de su hijo Ulric, suplicándole que se quedara. Los tres Colomer estaban acogotados por el miedo a perderse unos a otros, el miedo a la incertidumbre de huir a lugares y gentes desconocidos, el miedo al extravío y la soledad, el miedo a los fascistas, el miedo a tener que esconderse si se quedaban... Ulric permanecía en silencio. Los tres temblaban, cada uno buscando alivio emocional en los otros dos. Ulric regaló su abrigo a un camarada que no tenía, inclinó la cabeza un poco más de lo habitual por su curvatura natural de hombre alto y los tres comenzaron a caminar de regreso a casa, angustiados, tratando de consolarse con la confianza del apoyo incondicional de la familia.
Pocos días después, el hermano de Palmira, el tío Uldarico, andaba por la calle con la boina roja de la Falange, el partido fascista. Denunció a su sobrino y ahijado del mismo nombre, Ulric, quien tuvo que esconderse, no trabajar, no solicitar nunca una cartilla de racionamiento y no salir de la ciudad durante años por temor a los controles instalados por todas partes. Ulric no emitiría una palabra sobre sus actividades políticas juveniles durante más de siete lustros.
CERTIFICADOS DE BUENA CONDUCTA
Los padres de mi madre, que vivían en el otro pisito de nuestro rellano, eran colaboracionistas sin remordimientos. Mi abuela Conxita, la verdadera cabeza de familia, había heredado de su padre una carnicería y un código político oportunista. Conxita nos recordaba cuando hacía falta un discurso del líder regionalista catalán Francesc Cambó que había escuchado de jovencita junto a su progenitor. Caminando sobre el escenario del Palacio de la Música, Cambó se fue hacia un lado y, alzando los brazos hacia el público, se preguntó en voz alta: «¿Monarquía?»; luego cruzó al otro extremo y mirando a la audiencia de ese lado gritó: «¿República?»; luego se trasladó al centro y, mirando hacia delante –en ese momento Conxita alzaba enérgicamente los dos brazos hacia el techo–, gritó: «¡Catalunya!».
Sin embargo, bajo la amenaza de la revolución anarquista y la persecución religiosa, Cambó apoyó la rebelión de Franco. También Conxita intercambió durante un tiempo los sentimientos catalanistas por el orden y la propiedad.
Mi abuelo Leandre Calsina nació en una modesta masía, Mas Enrich, en el pequeño vecindario de Sant Cristòfol, situado detrás de Montserrat, la montaña sagrada y capital espiritual de Cataluña. Como la masía no podía alimentar a una familia extensa, enviaron a los tres hijos menores a la ciudad. Leandre, con once años de edad, fue acogido en una tienda como dependiente sin paga, cubierto con una bata, alimentado por la familia propietaria y durmiendo debajo del mostrador. Un día un ladrón entró en la tienda con una pistola reclamando el dinero de la caja; todos entraron en pánico, pero Leandre se enfrentó al tipo y lo ahuyentó. Ante tal resuelta defensa de la propiedad familiar, la hija del dueño cayó rendida al valeroso muchacho y se casó con él.
Durante la Guerra Civil, Conxita y Leandre acogieron y protegieron a un sacerdote y una monja que habían escondido los hábitos. También ayudaron a encubrir a sus primos en la masía para que no fueran movilizados en «la quinta del biberón» del Ejército republicano. Tras la victoria de los nacionales, Leandre fue nombrado alcalde de barrio. Con la ayuda de su hija mecanógrafa Agustina, mi futura madre, apoyaron las solicitudes de certificados de buena conducta de numerosos vecinos. Todos los españoles tenían que ser clasificados como adictos, indiferentes o desafectos al nuevo régimen político para solicitar cartillas de racionamiento, permisos de trabajo y pases de viaje. Como el principal centro penitenciario de la ciudad, la cárcel Modelo, estaba dentro del distrito, Leandre fue llamado a ser testigo oficial de ejecuciones de presos políticos. La segunda vez que recibió la orden, enfermó, se negó a asistir y renunció al puesto.
A pesar de ello, ayudó a liberar al marido de su hermana, Fèlix, que había sido miembro del sindicato de viticultores rabassaires y de la izquierda republicana catalana en Sant Cristòfol. Al comienzo de la guerra, Fèlix había alojado en su pequeña tienda al comité revolucionario local que confiscó el molino y la bodega. Unas semanas después del final, varios vecinos lo acusaron de cómplice en el asesinato de un propietario y el incendio y saqueo de la iglesia. Fue detenido, sometido a un consejo de guerra y condenado a muerte.
Desde la cárcel, Fèlix escribió en una de sus cartas a su esposa Perpètua: «Si llega la hora de mi fusilamiento iré con la cabeza alta al Camp de la Bota. Y en el cielo nos podremos encontrar allí pasando juntos toda la eternidad».
Había más de doscientos cincuenta mil presos políticos de posguerra en toda España, de los cuales unos cincuenta mil fueron ejecutados. Las cárceles estaban atiborradas, insalubres y privadas de alimentos y medicinas. Cuando la Segunda Guerra Mundial empezó a parecer desfavorable a los amigos de Franco, el gobierno comenzó a reducir las penas y liberar a presos, que oficialmente serían deportados a 250 kilómetros de su residencia anterior.
La pena capital de Fèlix fue conmutada por cadena perpetua, lo que en la práctica implicaba treinta años. Luego se benefició de nuevas reducciones, que al principio fueron administradas arbitrariamente por las autoridades locales. En otra carta a su esposa sondeaba: «Para bautizar hacen falta padrinos y eso es lo que nos falta (...) tus hermanos pueden solventarlo, principalmente Leandro (...) con el cargo que tiene».
Un poco después, su sobrina Maria respondió: «El Leandro ha recorrido mucho por ti todo el tiempo».
Fèlix permaneció encarcelado durante tres años y medio y fue indultado ocho años después. Regresó a Sant Cristòfol, donde su hijo, Tonet, se casó con Rosina, la hija del dueño de la otra tienda del vecindario, uno de los que le habían acusado de cómplice del homicidio. Los dos consuegros nunca se hablaron. Estuvieron en la misma habitación solo una vez, por el nacimiento de su nieta común, mi prima segunda Engràcia.
Mientras estuvo soltera, mi futura madre Agustina, además de ayudar a su padre en tareas burocráticas, trabajó durante varios años en la sede en Barcelona de la Central Obrera Nacional-Sindicalista, a la que tanto empresarios como trabajadores tenían que afiliarse obligatoriamente para erradicar la lucha de clases. Su jefe directo, Enrique García-Ramal, sería ministro de Sindicatos de Franco unos años después.
Un día Agustina husmeó en los archivos de personas con actividades políticas durante la República que se usaban para expedir o denegar permisos de trabajo. Encontró un par de conocidos: un primo segundo de su madre, Jordi Serra, que había estado afiliado a un pequeño partido liberal catalán, y un tal Ulric Colomer, de militancia izquierdista. Sabía de Ulric porque eran parientes lejanos. Los antepasados de la madre de mi padre y de Ulric, Palmira Roca Enrich, venían del Mas Enrich, la masía donde nació el padre de mi madre, Leandre. Agustina destruyó esas fichas y envió mensajes de que ahora podían solicitar los permisos tan necesarios. Unos años más tarde, se casó con el hermano de Ulric, Josep.
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