11/12/2023
Empieza a leer 'El sentido de consentir' de Clara Serra

 

A Santiago Alba, por ser, además de un gran amigo, el mejor compañero intelectual para aprender a pensar con radicalidad y sin miedo A Cristina Garaizabal y al resto de las hetairas, que defendieron siempre el valor del consentimiento de todas las mujeres y no solo de algunas.

 

1. El problema del consentimiento

 

Mentado sin parar en tertulias e informativos televisivos, objeto de simplificación en redes sociales, tematizado en guías didácticas e invocado en discursos políticos, el consentimiento sexual es tratado hoy como una gran solución. Es más, pareciera como si en el terreno de la reflexión feminista sobre la sexualidad hubiéramos dado con la solución. Como si siempre hubiera estado ahí pero no la hubiéramos encontrado hasta hoy. Consentir parece haberse convertido hoy en una receta mágica para todos los problemas que se nos presentan en el terreno del sexo, una respuesta definitiva a todas las preguntas. En primer lugar, porque parece venir acompañado de una extrema transparencia y nitidez: «Cuando se trata de consentimiento, no hay límites difusos», reza el eslogan en la web de ONU Mujeres. Obvio, indudable, autoevidente, el consentir permite delimitar las cosas con extremada precisión. «Puede que las personas que usan estas expresiones entiendan el consentimiento como una idea vaga, pero la definición es muy clara […], no hay líneas borrosas.» Imbuidos de una especie de espíritu cartesiano, hemos encontrado en el consentimiento una idea clara y distinta. Y esperamos de él que sea no solo una herramienta para delimitar jurídicamente la violencia, sino también una exitosa manera de asegurar un buen sexo. Consentir, se dice, garantiza la comunicación sexual y la comprensión mutua, es decir, sirve para deshacer los malentendidos y los aspectos desagradables de un encuentro sexual. Como afirma Joseph J. Fischel: «El consentimiento entusiasta, del que podemos inferir deseo, no solo es el punto de partida para el placer sexual, sino que prácticamente lo garantiza». Así pues, parece que hemos dado con algo capaz de contener tanto una garantía frente a la agresión como la extraordinaria promesa de un sexo deseado, placentero y feliz. ¡Y todo ello encerrado, además, en una fórmula facilísima! Una muestra especialmente representativa de la gran confianza que hoy depositamos en el hecho de consentir la encontramos en el libro de Shaina Joy Machlus La palabra más sexy es sí, donde la autora afirma: «[…] el consentimiento es algo muy sencillo. Resulta fácil de entender y practicar y, aparte de evitar la violación, es un factor de empoderamiento y anima a disfrutar del sexo», «el consentimiento sexual es igual a sexo increíble».

Esta carta de presentación con la que el consentimiento sexual ha tomado protagonismo en la actualidad caracteriza también el modo en el que se ha abierto paso en el debate público español. La reforma del consentimiento incorporada en la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual ha venido envuelta en una enorme polémica mediática, política y judicial. Pero sus defensores lo han reducido todo a una disyuntiva clara y sencilla: habría quienes quieren que en nuestras leyes esté el consentimiento y habría quienes no quieren que esté. El consentimiento –supuestamente obvio, unívoco y claro– tendría como único obstáculo unos jueces machistas que se niegan a incorporarlo a la ley. Si la cosa es así de simple, parece obvio que la solución desde el punto de vista jurídico es facilísima: hacer que las leyes simplemente lo requieran en lugar de ignorarlo. ¿Podría acaso estar todo más claro?

La cuestión de fondo, sin embargo, es enteramente otra. Lo que todas estas apelaciones a la claridad obvian es que estamos ante un asunto de extrema complejidad. Las dificultades que implica legislar sobre esta materia tienen que ver con un problema político, es decir, remiten a algo prejurídico. Lejos de ser algo claro y distinto, algo evidente, algo que se comprende de modo inmediato y que todos entendemos igual, el consentimiento esconde en su interior una enorme ambigüedad y, al mirarlo de cerca, más que respuestas, nos plantea preguntas. «Parece una palabra simple, una noción transparente, una bella abstracción de la voluntad humana. Sin embargo, es oscura y espesa como la sombra y la carne de todo individuo singular.» Geneviève Fraisse escribe en 2007 Del consentimiento para enfrentarse, justamente, a esas dificultades que los discursos dominantes parecen decididos a obviar. La gran aportación de su libro es que recorre las polisemias ocultas en un concepto inseparable de muchas de las batallas políticas y legales que las mujeres han librado para conquistar derechos. El consentimiento, ligado desde el derecho romano a la figura del contrato, ha sido central para pensar el matrimonio como un pacto mutuo, para defender el derecho al divorcio o para otorgar a las mujeres capacidad de negociación en cualquier actividad relativa al trabajo sexual. Pertenece en particular al lenguaje del contractualismo liberal y es una piedra angular del proyecto político moderno, construido bajo la premisa en la que a su vez se asienta el derecho: que los sujetos mayores de edad pactamos libremente ante los otros y ante el Estado. El consentimiento, dentro de la filosofía moderna, hace posible distinguir el imperio de un poder ilegítimo –que se impone a través de la fuerza y la coacción– del orden social construido a través de relaciones civiles libres. De él depende nada más y nada menos que la diferencia entre la libertad y la sumisión. Sin embargo, el consentimiento encierra también un sentido antagónico. Como si tuviera dos caras, como si pudiéramos mirarlo del derecho y del revés, el consentimiento es en sí mismo contradictorio. En la tradición de un pensamiento político de izquierdas, la que ha puesto su atención en la existencia de relaciones de desigualdad y estructuras que dominan a los sujetos, la que ha criticado el carácter ficticio de la igualdad que presupone el derecho, consentir puede ser más bien ceder ante el poder fáctico del otro. La idea del consentimiento, por tanto, caracteriza dos situaciones muy diferentes: «[…] aquella de la relación de fuerza y de su salida impuesta (ceder antes que consentir), y aquella del contrato entre partes más o menos iguales (o consentimiento mutuo)».

¿A qué nos referimos, por tanto, cuando hablamos hoy de consentir en el terreno de la sexualidad? ¿Se trata de pura libertad? ¿O de una inevitable relación de fuerza? Mientras los discursos oficiales venden las innumerables ventajas del consentimiento sexual como algo unívocamente claro, en la conversación actual sigue latiendo de fondo esta doblez contradictoria y paradójica. Por una parte, nuestra sociedad defiende el consentimiento sexual desde una gran confianza en las posibilidades del lenguaje y del pacto explícito –es decir, del contractualismo– para despejar cualquier tipo de sombra que se cierna sobre el sexo. Pareciera como si, a través de una fórmula dada, siguiendo determinadas reglas y aplicando determinadas recetas, pudiéramos garantizar el encuentro sin fallas con los otros, un sexo armonioso y feliz. Según este relato optimista, establecer acuerdos claros en el terreno sexual es facilísimo. La paradoja radica en que, a la vez, la necesidad de nuevas legislaciones sobre el consentimiento se plantea como una respuesta de emergencia ante el carácter violento y agresivo de la sexualidad heterosexual. En otras palabras, hoy, cuando examinamos la cuestión sexual, la vemos como el escenario de una completa armonía o de una guerra total.

 

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El sentido de consentir

 

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