09/06/2021
Empieza a leer 'El parisino' de Isabella Hammad


Para Tita Ghada


Primera parte

1

A bordo del barco hacia Marsella había otro árabe. Se llamaba Faruq al-Azmeh y al día siguiente de zarpar de Alejandría se acercó a Midhat a la hora del desayuno, con un plato de tostadas en una mano y un rosario de cuentas de ámbar en la otra. Tomó asiento, se estiró los puños de la camisa y, sin presentarse, se puso a decir que volvía de Damasco para reanudar su labor docente en el departamento de idiomas de la Sorbona. Se había ido de París al estallar la guerra, pero después de la primera batalla del Marne estaba decidido a volver. Tenía los ojos grises y una cabeza vagamente rectangular.

Barís –dijo suspirando–. Mi vida está allí.

Aquellas palabras significaron mucho para el joven Midhat Kamal. Una batería de lámparas iluminó en su imaginación un salón de baile lleno de mujeres. Miró atentamente la ropa de Faruq. Vestía un terno azul claro y una corbata añil sujeta por un alfiler de plata con forma de ave. Apoyado en la mesa había un bastón de madera oscura y sin pintar.

– Yo voy a estudiar medicina –dijo–. En la Universidad de Montpellier.
– Bravo –dijo Faruq.

Midhat sonrió mientras alargaba la mano para coger la cafetera. Empezó a relajar unos músculos que no sabía que hubiera tensado.

–¿Es la primera vez que va a Francia? –preguntó Faruq.

Midhat asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

Habían transcurrido cinco días desde que se despidiera de su abuela en Naplusa y viajara en mula hasta Tulkarem, donde había tomado el tren de Haifa hasta Kantara Este y hecho transbordo para llegar a El Cairo. Tras pasar unos días en casa de su padre, había embarcado en Alejandría. Se había acostumbrado a la piel interminable del agua, agrietada por blancas crestas y destellos plateados a la luz de la luna. Se comía a la una, se tomaba el té a las cuatro, se cenaba a las siete y media; al principio Midhat se sentaba solo y miraba a los europeos comer con cuchillo. Cogió el hábito de buscar en una sala atestada el pelo rojo del capitán, un francés apellidado Gorin, y después de la cena lo veía entrar y salir del puente, donde supervisaba el rumbo.

La víspera había empezado a resentirse de la soledad. Sucedió de improviso. Sentado a popa, en espera del capitán, fue consciente de que tenía la espalda apoyada en el banco y la sensación fue incongruentemente dolorosa. Se dio cuenta de que las piernas le salían de la pelvis. Su nariz, normalmente invisible, aparecía duplicada en su campo visual. El contorno de su propio cuerpo lo oprimía como un caparazón sólido y el corazón le latía muy aprisa. Supuso que aquella sensación desaparecería. Pero no fue así, y, aquella misma noche, el simple hecho de cruzarse con el segundo oficial de cubierta, con los camareros y con otros pasajeros adquirió una cualidad tensa que le impedía respirar. Aquellas personas tenían que darse cuenta de que tenía la piel en carne viva. Por la noche, en plena oscuridad, apretaba compulsivamente la corona de su reloj de bolsillo y levantaba la tapa de la pálida esfera. El tictac lo arrullaba y lo inducía a dormir. Despertó por segunda vez y siguió consultando la hora conforme avanzaba la noche. Empezó a ver en las rítmicas manecillas los espasmos de algo monstruoso. 

Cuando devolvió la sonrisa a su nuevo amigo, lo hizo pues con un alivio notable, y con la impresión de que se aflojaba ligeramente el caparazón de su contorno.

– ¿Cómo la imagina? –preguntó Faruq.
– ¿Cómo imagino qué? ¿Francia?
– Antes de ir por primera vez, yo tenía la cabeza llena de imágenes. Al final unas resultaron muy exactas. Otras fueron... –Frunció los labios y sonrió como burlándose de sí mismo–. No sé por qué, me figuraba que había pelucas. Ya sabe, pelos postizos. No sé de dónde saqué la idea, seguramente de algún grabado antiguo. 

Midhat emitió un sonido como para dar a entender que meditaba y miró el mar por la ventana.

Los estudios secundarios que había cursado en Constantinopla se basaban en el modelo del bachillerato francés. Los libros de texto se habían importado de Francia, al igual que la mitad de los profesores y casi todos los muebles. Midhat y sus compañeros se sentaban en sillas con respaldo de muchos travesaños y asiento de mimbre y leían la poésie épique en Grèce, memorizaban el nombre de los elementos en una mezcla de francés y latín, y solo cuando sonaba la campanilla y salían al pasillo volvían al turco, el árabe y el armenio. Una vez expresados en francés, ciertos conceptos pasaban a ser franceses, de tal modo que, para él, los órganos internos, por ejemplo, eran le poumon, le cœur, le cerveau y l’encéphale, del mismo modo que ciertas abstracciones filosóficas eran igualmente francesas, como l’altruisme y la condition humaine. Sin embargo, a pesar de haberse empapado de cosas francesas durante cinco años, se tenía que esforzar por hacerse una idea de Francia que no tuviera nada que ver con los muebles de aquellas aulas por cuyas ventanas se veía un tórrido cielo turco y donde las palabras árabes llegaban por el agua. Incluso en aquellos momentos, pese a estar en aquel buque, la Provenza seguía envuelta en niebla y oculta por las invisibles curvaturas de la tierra. Miró a Faruq.

– No alcanzo a imaginarla.

Esperó el sarcasmo de Faruq. Pero Faruq se limitó a encogerse de hombros, y su mirada volvió a posarse en la mesa.

– ¿Ha estado alguna vez en Montpellier? –preguntó Midhat.
– No, solo en París. Naturalmente, su facultad de medicina es muy famosa. Creo que Rabelais estudió allí.
– Ah, sabe usted lo de Rabelais.

Faruq rió por lo bajo.

– Ande, tome un poco de mermelada antes de que me la acabe.

Faruq volvió a su camarote después de desayunar y Midhat subió a cubierta y se sentó a popa. Se quedó mirando el mar y se puso a escuchar, aunque los entendía a medias, a unos oficiales europeos –un holandés, un francés y un inglés– que estaban sentados en el banco contiguo y hablaban a gritos, primero de la tecnología del buque y luego del avance de las tropas alemanas hacia París. 

Las tablas crujían bajo los pies de Midhat. Un niño correteaba por la cubierta. Más allá había dos muchachas comparando postales y el viento azotaba las borlas de sus sombrillas. Eran las mismas que la noche anterior, durante la cena, habían lucido unos peinados encantadores, semejantes a sombreros, rizados, ondulados, decorados con joyas que destellaban bajo las arañas del techo. Por fin se abrió la puerta del puente y un caballero pelirrojo, el capitán Gorin, apareció por ella. Se apretó las falanges de los dedos contra la palma e hizo crujir los nudillos. Del banco se levantó un oficial de uniforme para hablar con él. Mientras los labios de Gorin se movían –el viento se llevaba las palabras, que no llegaron a oídos de Midhat–, los surcos de su cara se hicieron más profundos. Ahuecó las manos alrededor de un cigarrillo, apagó la cerilla y protegió del viento el extremo encendido encerrándolo entre la palma y la punta de los dedos. El otro hombre se alejó y Gorin estuvo un rato fumando, apoyado en la borda. Sus rizos se agitaban; parecían sujetos con fragilidad a su cuero cabelludo. Arrojó la colilla por encima de la borda y se retiró bajo cubierta.

Midhat decidió ir tras él. Pasó por delante de los vociferantes europeos en el momento en que Gorin desaparecía por la escotilla y unos segundos después bajó también él la escalerilla metálica. La primera puerta del pasillo daba al salón, que estaba lleno de gente. En el rincón había un gramófono en marcha. Buscó a Gorin y se encontró con la mirada de Faruq, que estaba sentado a una mesa con libros.

– Me alegro de que esté aquí –dijo Faruq. Se había cambiado de ropa: ahora vestía un traje oscuro y una corbata amarilla con hexágonos verdes–. Los he traído para usted. Son los únicos que me acompañan en este viaje. Poemas..., más poemas: este es muy bueno, de hecho..., y Les trois mousquetaires. Lectura esencial para un joven que va a Francia por primera vez.
– Se lo agradezco muchísimo.
– Lo invito a una copa. Luego practicaremos el francés. ¿Whisky?

Midhat asintió con la cabeza. Tomó asiento y, para disimular su nerviosismo, cogió Los tres mosqueteros. Se abrió por la página del prefacio del autor.

Hace aproximadamente un año, mientras hacía investigaciones en la Biblioteca Real para mi historia de Luis XIV, encontré por casualidad las Memorias del señor d’Artagnan impresas, como la mayoría de las obras de esa época, en que los autores...

En la pulida superficie de la mesa aparecieron dos vasos llenos de un líquido tembloroso. 

– Santé. Ahora voy a explicarle algunas cosas. ¿Está preparado? –Faruq se apoyó en el respaldo del banco; las cuentas del rosario brotaron de su bolsillo y alargó la mano hacia su vaso–. En primer lugar, las mujeres en Francia. Verá, es extraño, pero se las trata como a reinas. Siempre entran las primeras en una habitación. Recuerde eso. Verá algunas cosas que lo incomodarán. Procure tener una mentalidad abierta. Sea fiel a sus orígenes. En francés diríamos rester fidèle à vos racines.Fihmet alay? Sepa que tengo muchos amigos franceses. Y españoles. Los españoles se parecen más a los árabes, los franceses son un poco distintos. Son mayoritariamente cristianos, así que véalos como a los amigos cristianos que tenía usted en Naplusa. Imagino que ha conocido o al menos visto peregrinos franceses en Palestina. ¿Hay misioneros en Naplusa?

– Sí. Pero yo estudié en Konstantiniyye, conozco a muchos cristianos. 

Faruq no escuchaba.

– Pues debería saber que los misioneros son siempre diferentes de los nativos. La religión tiene menos fuerza en Francia, eso ante todo. Así que procure no escandalizarse porque se besen, tomen alcohol y esas cosas. 

Midhat se echó a reír y Faruq lo miró sorprendido. Deseoso de darle a entender que no iba a escandalizarse, Midhat tomó un sorbo del otro vaso. Fue como beber perfume; lo saboreó en la nariz. Había probado el whisky una vez, a los dieciséis años, de una botella introducida ilegalmente en el dormitorio de la escuela. Solo se había humedecido la lengua, mientras que el dueño y su cómplice se acabaron la botella ellos solos, y cuando el profesor les olió el licor en el aliento por la mañana, recibieron latigazos y fueron expulsados de la clase durante tres días.

– Hay muchas cosas que le gustarán. La forma de pensar, el estilo de vida, todo es muy refinado. En ese sentido creo que hay algunas afinidades entre Damasco y París.
– Y Naplusa –dijo Midhat.
– Sí, Naplusa es muy bonita. –Faruq tomó un sorbo y expulsó el aire de los pulmones–. ¿Dónde se alojará en Montpellier?
– En casa del docteur Molineu. Un académico.
– ¡Un académico! Ah, sí. Le gustará.

A Midhat no le importó que le dijeran lo que iba a gustarle o no. Lo tomó por una señal de amistad. Quería estar de acuerdo con todo lo que Faruq dijera. 

Pasó los cuatro días que restaban del viaje leyendo los libros de Faruq en la cubierta superior. O por lo menos con los libros abiertos en las rodillas y los ojos fijos en el mar, pronunciando de vez en cuando alguna frase en francés de las páginas que sujetaba para que no las volviera el viento. Su recién relajada imaginación se engolfaba en fantasías. Había tres en concreto que le gustaban. En la primera salía una mujer persa de cuello de cisne que se perdía en Jerusalén y él le indicaba en perfecto francés dónde estaba el Haram ash-Sharif, el «Noble Santuario». Un viandante, a menudo un notable de Naplusa, comentaba el episodio y Midhat se hacía famoso por su amabilidad y su saber lingüístico. En otra fantasía cantaba una dal’ona, una canción: «ya Tayrin Tayyir fis-sama’ al-’aaleh; salim ’al-hilu w’al-’aziz alghali», e impresionaba tanto a cuantos pasaban bajo su ventana que se echaban a llorar al oírlo quejarse de lo lejos que estaba su amor, un amor imaginario. En la tercera fantasía salvaba a otro pasajero de caer por la borda, sujetándolo por la cintura con la gracia de un bailarín. Los testigos aplaudían.

Esas fantasías eran fortalecedoras. Aumentaban su sensación de fluidez en el medio que lo rodeaba y le daban seguridad cuando entraba en alguna sala. Tomaba una dosis a intervalos regulares, como una cucharada de medicina, y salía renovado y tonificado del breve rapto del ensueño. De ese modo suavizaba, más o menos, el áspero contorno de su cuerpo, que aún lo oprimía de tarde en tarde con su punzante abrazo.


* * *

Traducción de Antonio-Prometeo Moya.

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El parisino

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