21/04/2023
Empieza a leer 'El movimiento del cuerpo a través del espacio' de Lionel Shriver

 

El mérito de sufrir podría ser la mayor – y siem­pre reciclable–

estafa de la humanidad.

MELANIE REID, The World I Fell Out Of

 

Saltaba a la vista que su dios personal o chi no estaba hecho para cosas grandiosas.

Un hombre no podía sobrepasar el límite del destino de su chi.

Era cierto lo que decían los ancianos, a saber, que si un hombre decía sí, su chi también afirmaba. En su caso, aunque él afirmaba, su chi decía no.

CHINUA ACHEBE, Todo se desmorona

 

1

–He decidido correr una maratón.

En una sitcom de segunda, Serenata habría escupido el café del desayuno. Pero no. Era una persona comedida, y, además, en ese preciso momento había hecho una pausa entre sorbo y sorbo.

–¿Qué? – preguntó; su tono era un poco altivo, aunque cortés.

–Ya me has oído. – Remington, otra vez junto a la cocina, la examinó con una desapasionada mirada de desconcierto–. Tengo la vista puesta en la carrera de abril, la de Saratoga Springs.

Serenata tuvo la sensación, rara en su matrimonio, de que debía vigilar lo que decía.

–Lo dices en serio. No me estás tomando el pelo.

–¿Es que acaso suelo hacer declaraciones de intenciones y des­pués echarme atrás, como si solo estuviera tonteando? No sé muy bien cómo tomarme tu incredulidad: solo me suena a insulto.

–Mi «incredulidad» podría tener algo que ver con que nun­ca te he visto correr de aquí a la sala.

–¿Y por qué tendría que correr de aquí a la sala?

Esa literalidad tenía precedentes. Para ellos era natural ha­blarse así, de forma tan quisquillosa. Era un juego.

–Diría que llevas treinta y dos años sin dar una vuelta a la manzana al trote, y ahora vienes y me anuncias, con gran so­lemnidad, que quieres correr una maratón. Deberías haber su­puesto que me sorprendería un poco.

–Adelante, pues. Sorpréndete.

–¿No te preocupa que… – Serenata seguía sintiendo que debía ser prudente aun cuando la prudencia no le importaba lo más mínimo– … que sea una ambición de lo más manida?

–En absoluto – dijo Remington afable–. Esas son cosas que te preocupan a ti. Además, aunque dejase de correr una mara­tón porque mucha gente lo hace, la multitud seguiría dictando mis actos.

–Pero ¿qué es esto? ¿Un rollo de esos tipo lista de cosas que hacer antes de morir? ¿Te has puesto tus viejos discos de los Beatles y de repente te has dado cuenta de que aquello de «Cuando tenga sesenta y cuatro» se refería a ti? «Lista de cosas que hacer antes de morir» – repitió, retrocediendo–. ¿Qué hago yo diciendo eso?

En efecto, mencionar una y otra vez ideas que ya se habían vuelto un lugar común era exactamente uno de esos comporta­mientos propios de lemmings que la ponían furiosa. (Aunque esa alusión representaba una grave injusticia para con los lemmings. En el documental que divulgó el mito de su suicidio colectivo, los directores habían arrojado a esas pobres criaturas desde un acantilado. Así, la popular pero falaz metáfora del conformismo de masas era, en sí misma, un ejemplo de conformismo de ma­sas.) De acuerdo, adoptar una palabra o una expresión nuevas no tenía nada de malo; lo irritante era la manera en que de improvi­so todo el mundo empezaba a hacer listas y más listas, como esa de las «cosas que hacer antes de morir», una idea que se había puesto de moda hacía poco a pesar de que la mencionaban con un tono despreocupado y familiar que hacía pensar que había es­tado ahí desde siempre.

Serenata se dispuso a levantarse de la silla. Las noticias so­bre Albany que estaba leyendo en la tableta habían dejado de interesarle. Apenas hacía cuatro meses que se habían mudado a Hudson y ya se preguntaba cuánto tiempo más seguiría leyen­do en línea el Times Union y fingiendo que aún vivía conectada a esa ciudad.

Solo tenía sesenta años, aunque la suya era la primera gene­ración que añadía el «solo» a una cifra que inspiraba respeto. Tras pasarse media hora en la misma postura, se le habían en­tumecido las rodillas, y flexionar la derecha no era precisamen­te sencillo. Una vez agarrotada, había que enderezarla muy des­pacio. Tampoco sabía en qué momento una de las dos rodillas haría algo espeluznante e inesperado – un crujido con el que pa­recería que la rótula estaba a punto de salirse ligeramente de la articulación para después volver a su lugar–. Esas eran las cosas en las que los viejos pensaban y de las que hablaban. Serenata deseó disculparse con carácter retroactivo ante sus abuelos, ya fallecidos; aquellas quejas por tal o cual achaque le habían pare­cido pesadísimas cuando era niña. Subestimando el hecho de que los seres queridos más cercanos se preocupaban más que nada por sí mismos sin compadecerse de los demás, los viejos se explayaban sobre sus enfermedades porque suponían que todos los que se interesaban por ellos se interesarían también por sus do­lores; pero nadie se había interesado por los achaques de sus abue­los, y ahora nadie se interesaría por los de esa nieta que en su momento fue tan insensible. Un castigo duro pero merecido.

Al final consiguió ponerse de pie. Por Dios: si al cabo de un par de años, un esfuerzo tan triste como ese pasaría a conside­rarse un triunfo... Recordar la palabra licuadora. Beber un tra­guito de agua sin romper el vaso.

–¿Has reflexionado sobre el momento en que me lo anun­cias? – dijo Serenata poniendo a cargar la tableta; no hacía falta: la batería aún indicaba sesenta y cuatro por ciento.

–¿Qué pasa con el momento?

–Coincide con cierta incapacidad. Yo dejé de correr en ju­lio. Hace nada.

–Sabía que te lo tomarías como algo personal y por eso me daba terror decírtelo. ¿De verdad quieres negarme el derecho a correr solo porque te pone nostálgica?

–Nostálgica. Crees que hace que me sienta nostálgica.

–Resentida – rectificó Remington–. Pero atarme a una silla para toda la eternidad tampoco les servirá de nada a tus rodillas.

–Sí, claro, todo muy racional.

–Eso suena a crítica.

–Entonces, en tu opinión, tener en cuenta los sentimientos de tu mujer es «irracional».

–Dado que hacer un sacrificio no va a conseguir que se sienta mejor…, pues sí.

–¿Hace mucho que le das vueltas a esta idea?

–Unas semanitas.

–¿Y para ti este extraño y repentino interés por la buena for­ma física tiene algo que ver con lo que ocurrió en el Departa­mento de Transportes?

–Solo en el sentido de que lo que ocurrió en el DT me ha brindado la oportunidad de disfrutar de un tiempo libre con el que no contaba. Mucho tiempo libre.

La mera mención del asunto puso nervioso a Remington. Se mordisqueó la mejilla por dentro de esa manera suya tan particular y su tono se volvió glacial y agrio con algunas notas amargas, como un cóctel.

Serenata desdeñaba a las mujeres que para publicitar sus emociones se ponían a trastear con los cacharros de la cocina; aun así, le hizo falta un grado ridículo de concentración para contenerse y no vaciar el lavaplatos.

–Si lo que buscas es tener completo tu carnet de baile, no olvides el principal motivo por el que nos vinimos a vivir aquí. Hace demasiado tiempo que no vas a visitar a tu padre, y ya sa­bes que esa casa necesita un montón de reparaciones.

–No pienso pasarme el resto de mi vida bajo el fregadero de mi padre. ¿Es así como pretendes convencerme de que no corra la maratón? Puedes hacerlo mejor.

–No, quiero que hagas lo que te apetezca. Obviamente.

–No tan obviamente.

Al final, vaciar el lavaplatos resultó irresistible. Serenata se odió a sí misma.

–Tú… Tú corriste tantos años…

–Cuarenta y siete – dijo ella en tono entrecortado–. Correr y muchas cosas más.

–Pues ya me dirás si hay algo que tenga que saber.

Fue una sugerencia vacilante. No había nada que Reming­ton quisiera saber.

–No olvides atarte los cordones. La cosa no tiene más.

–Mira… Lamento de verdad que tuvieras que dejar de ha­cer algo que te encantaba.

Serenata se enderezó y dejó un bol que tenía en la mano.

–No me encantaba correr. ¿Quieres saber algo? A nadie le encanta. La gente finge que le encanta, pero miente. Lo bueno de verdad es haber corrido. Mientras lo haces es una lata, y muy arduo. Es decir, requiere mucho esfuerzo, aunque dominar la técnica no es difícil. Es repetitivo. No te abre las puertas del cielo, aunque estoy segura de que eso es lo que te han hecho creer. Es probable que esté agradecida por tener una excusa para dejarlo, y puede que sea eso lo que no consigo perdonar­me. Aunque al menos he dejado de formar parte de la masa de imbéciles que corren todos amontonados y resoplando mien­tras piensan que son muuuy especiales.

–Imbéciles como yo.

–Imbéciles como tú.

* * *

Traducción de Daniel Najmías

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El movimiento del cuerpo a través del espacio

 

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