12/05/2020
Empieza a leer 'El lugar del paraíso' de Clément Rosset

Pues la Musa ha hecho de mí un hijo más de Grecia.

G. DE NERVAL, «Myrtho»

1. El escudo de Aquiles

Para Marcel Conche

De la alegría de vivir diré con mucho gusto, parodiando a Aristóteles, que constituye una sustancia del todo independiente de sus «accidentes». Sin duda, esta alegría se ve expuesta a parones constantemente: por tortura, física o moral, por la muerte. Pero eso son interrupciones, no accidentes de la alegría. Tan pronto como reina la alegría de vivir, no hay ningún hecho, ninguna circunstancia capaz de perturbarla o impedirla. En resumidas cuentas, es ajena a los acontecimientos, al dominio de lo fáctico. Las mejores y las peores circunstancias tienen poco poder sobre ella. Pascal es de los que mejor resumieron, en cuatro palabras, esta indiferencia de la alegría ante todo acontecimiento: «Llevo dentro mis neblinas  y mis días soleados; poco importa que mis asuntos marchen bien o mal.»

A menudo hemos asociado, de forma bastante justificada por otra parte, esta alegría –alegría de algo en particular– con un deleite en eso que llamamos lo maravilloso cotidiano. Esta expresión parece producir un oxímoron, dado que lo cotidiano es precisamente ajeno a lo extraordinario y a lo maravilloso. Pero el caso es que la alegría de vivir a menudo se encuentra cerca no de un asunto de regocijo excepcional, sino de la simple felicidad que experimenta uno cuando le sale bien un cocido o una fondue saboyana: igual que los vinos corrientes pero dignos, a los que denominamos vinos de a diario, la  alegría de vivir no es, en esos casos, más que una pequeña alegría de a diario. Evidentemente, no es el caso de la alegría continuada de vivir, que es permanente (salvo grave motivo de aflicción), independiente, existe sin que haya una razón para su existencia y no en función de motivos que habrían podido hacerla existir, al modo de una obra maestra culinaria.

¿En qué consiste la alegría de vivir? Los filósofos más cualificados para saberlo –pienso en Spinoza, Leibniz, Nietzsche– no supieron o no pudieron responder a esta pregunta. Ni el instinto vital, ni el instinto sexual, que son los que invocamos con más frecuencia, la responden: no hacen sino desplazar el problema, al tiempo que lo disfrazan con otros términos igual de incomprensibles. La existencia es fuente de alegría («estar triste es sentir que uno existe menos», dijo precisamente André Comte-Sponville siguiendo a Spinoza): en efecto, pero ¿por qué y en qué? El placer sexual es de una intensidad indiscutible: bueno, pero por más que todo el mundo lo haya experimentado, nadie ha logrado definirlo. Ni uno ni otro nos dan información sobre las razones que hacen de la vida algo deseable, ni ninguna otra consideración. De hecho, las razones que explicarían por qué la vida es deseable, es decir, infinitamente deseable, siempre han brillado por su ausencia o se han limitado a afirmar motivos incomprensibles u opacos. Cabe insistir en este punto: todo el mundo se aviene a considerar instintivamente la privación de vida como la peor de las desgracias que puedan acontecernos, pero nadie ha sabido nunca explicar por qué. Un punto, y dicho punto es esencial, queda siempre en la sombra: ¿qué es lo que le da valor a la vida, sea uno rico o pobre, feliz o infeliz? Es llamativo que este valor nunca haya sido analizado ni descrito, como si se diese por hecho hasta el extremo de considerar casi absurdo pretender definir el contenido. Sea por lo que sea, las afirmaciones del valor en cuestión son innumerables, pero las definiciones de dicho valor nunca se han producido. Las observaciones de Aquiles sobre los muertos, en el canto XI de la Odisea, son una ilustración sobrecogedora, y una de las más impresionantes que tenemos de esta aporía consistente en una afirmación incondicional, pero sin ningún considerando, de ese valor. Una vez que ha descendido a los infiernos, Ulises encuentra a Aquiles muerto y empieza por elogiarlo:

Aquiles, ¿se habrá visto o se verá nunca una felicidad igual a la tuya? Antes, cuando vivías, todos nosotros, guerreros argivos, te honrábamos como a un dios: hoy, aquí abajo, veo que imperas sobre los muertos; ¡para ti, Aquiles, hasta la muerte está desprovista de tristeza!

A lo que Aquiles responde:

¡Bah, no me disfraces la muerte, noble Ulises...! Yo preferiría vivir al servicio de un pobre campesino, cuidando bueyes, sin mayores preocupaciones, antes que reinar entre estos muertos, sobre este pueblo extinto!

 

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Traducción de Rubén Martín Giráldez.

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El lugar del paraíso

 

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