21/07/2022
Empieza a leer 'El libro de las casas' de Andrea Bajani

 

Xaver le contestó que la verdadera casa no es una jaula con pajarito ni un armario ropero, sino la presencia del ser querido. Y le dijo también que él no tenía casa, o, mejor, que su casa eran sus pasos, su andar, sus viajes; que su casa estaba allí donde veía horizontes desconocidos; que él solo podía vivir yendo de un sueño a otro, de un paisaje a otro.

MILAN KUNDERA,

La vida está en otra parte

 

 

1. LA CASA DEL SÓTANO, 1976

 

La primera casa tiene tres dormitorios, un salón, una cocina y un baño. El dormitorio en el que duerme el niño, a quien convendremos en llamar Yo, es en realidad un trastero en el que han puesto una cama plegable. Es un poco húmedo, como toda la casa. No tiene ventanas, pero es cómodo y está cerca de la cocina. El tintinear de los cubiertos, el golpeteo regular del cuchillo en la tabla de cortar, el chorro de agua prolongado del fregadero, son seguramente algunos de los primeros recuerdos de Yo, aunque él no se acuerde. Tampoco se acuerda del ruido amortiguado que hace la puerta del frigorífico cuando la cierran y cuando, venciendo la resistencia que opone, la abren. Es la pequeña polifonía de la cocina: percusiones de metales con contrapuntos de loza, chorros de agua, zumbar del frigorífico, ruido del extractor de la campana.

La casa está por debajo del nivel de la calle. Para llegar a ella se baja a la primera planta subterránea por una escalera de caracol o en el ascensor. El olor que se respira en el vestíbulo del edificio, donde hay una alfombra roja que lleva a la escalera, es muy distinto del que se respira abajo, donde hay humedad y huele a sótano. Y es que la casa de la familia de Yo está al mismo nivel que los sótanos, como lo están dos puertas de madera macizas tras las cuales viven unas familias indeterminadas.

 

Pero no toda la Casa del Sótano está por debajo del nivel de la calle. El comedor, la cocina, el baño y dos dormitorios dan a dos patios de luces. Comedor, cocina y baño a uno, y los dos dormitorios al otro. Los patios de luces están rodeados de bloques de viviendas de cinco o seis plantas que se construyeron en los años cincuenta y sesenta del siglo XX.

Cuando uno sale a los patios, no puede más que mirar hacia arriba. La abuela de Yo –en adelante Abuela– hace lo mismo todas las mañanas: sale, mira hacia arriba a ver qué tiempo hace y entra.

En el interior de la Casa del Sótano se tiene la impresión de que siempre está nublado. Por las ventanas que dan a los patios no entra bastante luz. Por eso, cuando llegan a casa, encienden una lámpara que hay en el pasillo.

En esa oscuridad ejecuta Yo sus primeros movimientos. Objetos y muebles proyectan sus sombras por el suelo, sombras que se alargan, inundan la casa, se suben a las mesas, a las repisas de las ventanas, caen sobre el frutero de porcelana que hay en medio de la mesa. Yo aprende a moverse entre esas sombras, a pisarlas, a dejarse envolver por ellas. A veces, gateando por la casa, desaparece por completo en una sombra, o se deja fuera una mano o un pie, que quedan abandonados en la luz: Yo se ve así troceado por la oscuridad, deja pedazos de sí mismo en la alfombra.

En la Casa del Sótano solo se apagan las luces cuando se duerme o cuando se sale: la casa queda entregada nuevamente a la penumbra, su elemento natural. Cuatro vueltas de llave, voces por la escalera y silencio. Las sombras salen entonces íntegras de los objetos, se arrojan al suelo, someten cada centímetro, conquistan la casa.

 

En el patio al que dan la cocina, el baño y el comedor vive Tortuga. Está casi siempre escondida tras las macetas metida en el caparazón. Apenas sale al descubierto. Solo cuando aparece Abuela, corre torpemente hacia ella por el patio; golpea una y otra vez el suelo con su coraza, al ritmo siempre idéntico de su alegría. Abuela la coge y le habla; Tortuga agita en el aire las cuatro patas rugosas y experimenta así el vuelo asistido entre aquellos edificios que encierran en un cuadrado el cielo. Luego vuelve a esconderse tras las macetas llevándose la hoja de lechuga que Abuela le ha traído y que, con voraz parsimonia, se comerá, desmenuzándola con el pico córneo hasta que no quede nada.

Tortuga es el primer animal con el que Yo ha tratado en la Casa del Sótano. Y Yo es el único ser humano –aparte de Abuela– ante el que Tortuga enseña la cabeza, que saca de la concha.

Yo la busca por el patio, sabe dónde encontrarla: gatea hacia ella, recorre el patio a gran velocidad, al paso cada vez más rápido de sus rodillas. Siempre se encuentran detrás de las macetas. Yo da palmadas en el caparazón de Tortuga con percusión animada y festiva. Esa percusión tribal –Yo está sentado en el suelo, sobre el trono mullido de sus pañales– es seguramente el primer ritual que Yo ejecuta. Yo marca el ritmo en la coraza y Tortuga saca la cabeza.

Tortuga es también el primer ser vivo cuyo ejemplo Yo sigue: a diferencia de casi todos los niños, que detestan las verduras, Yo pide en tono perentorio que le den de comer lechuga. También la manera de desplazarse por la casa está copiada del quelonio: largos periodos de inmovilidad en lugares recónditos de la casa, seguidos de repentinas carreras por el pasillo.

Cuando se encuentran cara a cara en el suelo, Yo ríe ruidosamente. Acerca el piececito descalzo al morro de la tortuga y con el dedo gordo le toca la cabeza. El dedo gordo de Yo y la cabeza de Tortuga tienen la misma forma, por lo que Yo está convencido de que tiene la cabeza en el pie. En la visión de sus primeros años de vida, Yo es, pues, una tortuga con dos cabezas. Yo y Tortuga se saludan a través de los pies del niño.

La Casa del Sótano está situada en una de las siete colinas que hay en la ciudad de Roma.

En lo alto de la colina, todos los días, dos soldados del ejército italiano sacan un cañón de la muralla y, a mediodía en punto, lo disparan contra Roma. Los presentes aplauden la escena: el ejército italiano disparando –aunque sea de fogueo– contra la capital de su país. La detonación hace que muchos niños se echen a llorar y los padres tratan en vano de explicarles qué es la ficción y en qué se diferencia de la realidad. La explosión se oye en kilómetros a la redonda y la onda expansiva se propaga por el paisaje, el mismo contra el que los presentes disparan también sus cámaras fotográficas.

En la Casa del Sótano viven Padre, Madre, Hermana, Abuela. Y Yo.

 

 

2. CASA DEL RADIADOR, 1998

 

Comprar el televisor ha sido como poner la primera piedra. El electrodoméstico está colocado en el suelo, que es de baldosas. Es de pequeñas dimensiones –14 pulgadas, pone en la caja–, pero tiene la capacidad de hacer que la gente se tire al suelo: Yo está recostado en él como un etrusco en una tumba, mirando la pantalla luminosa.

La ha comprado por puro instinto, millones de años de evolución de la especie, saber adquirido con los genes. Como aún no se conoce bien Turín, ha ido a la única tienda de electrodomésticos que conoce, y la conoce porque la ve a diario desde hace diez meses cuando pasa por delante en el tranvía: está en las afueras, cerca de la circunvalación, y en ella se venden televisores, batidoras, lavadoras y muchas otras cosas, expuestas en el escaparate como un paisaje de eficiencia.

El trayecto que ha hecho en autobús hasta su primera casa de joven licenciado ha sido, pues, sobre todo, un ejercicio de levantamiento de pesas. Yo ha subido al 55 con la caja de la Panasonic, ha pedido perdón a todo el mundo por las molestias, echando la culpa a la carga, ha depositado la caja en el primer asiento que ha quedado libre y ha permanecido de pie al lado, custodiándola. En la decimosegunda parada, que ha ido contando según bufaban las puertas, se ha apeado, ha caminado trescientos metros con la carga en los brazos y ha subido cuatro pisos a pie.

La mirada de su compañero de piso –el propietario, un hombre que frisa en los sesenta, prueba evidente de un naufragio personal– ha sido de alegría disimulada y de firme condena: no quiere pagar el impuesto correspondiente, no quiere líos, pero sabe que se aprovechará de la tele. De pie en la puerta, ha visto cómo Yo sacaba el aparato del poliestireno, lo colocaba en el suelo y apretaba el botón. En el primer canal que ha sintonizado ha aparecido una locutora bien vestida que ha sido la primera presencia femenina en el cuarto.

 

Que es una casa transitoria se ve claramente por la ausencia de armario en el cuarto de Yo, y eso que ya lleva un mes y medio allí. La maleta abierta junto a la cama es la cómoda en la que guarda toda su ropa. Tampoco tiene un verdadero compromiso ni contrato oficial con el dueño. A fin de mes le paga en mano y la única condición es que los martes por la tarde no vuelva hasta la cena, para que el hombre haga su sodomía semanal.

Para su propia actividad sexual –es un acuerdo tácito–, Yo dispone de todo el fin de semana, cuando el compañero se va al pueblo.

La cosa no durará mucho y los dos lo saben, como saben que la convivencia será más bonita de recordar de lo que lo es vivirla a diario. En realidad, su relación se limita a repartirse los estantes del frigorífico y a tratarse con una cortesía discreta y aséptica. La vida se desarrolla sobre todo en los dormitorios. El resto de la casa no existe: una cocina sin ventanas – solo hay una rejilla que da a la escalera– en la que no hay espacio y en cuya mesa a duras penas puede comer una persona; una entrada que un radiador de queroseno, la única fuente de calor, ocupa casi por completo, y un baño que es el cuarto más cálido de la casa.

La razón de que la vida en los dormitorios se haga con la puerta abierta es el radiador. La alternativa es una intimidad a temperatura ambiente; pero es enero, cae la primera nieve, que en vano promete primero la Navidad y luego el Año Nuevo. Los tejados de Turín están blancos y blanca está también la estación de trenes, que queda a dos manzanas de la casa, lo que atenúa el silbido de los trenes que llegan y salen. Para tener lo que se dice intimidad hay que ponerse dos jerséis y dar diente con diente.

 

Por eso le ha cortado Yo la punta de los dedos a los guantes. En el frío del cuarto, se calienta las yemas tecleando en el viejo ordenador de un amigo que ha salvado in extremis del contenedor de la basura. Es de una especie extinguida que ya no se fabrica, y la pantalla, artrítica, agotada, se ve mal y va muy despacio. Pero es el primero que tiene y por eso no hay frío que pueda con lo que él llama la Revolución, el golpe de Estado que ha condenado a muerte al televisor.

Eso es lo que se ve tarde y noche desde las ventanas de enfrente: un joven enfundado en varios jerséis y a veces con un gorro calado hasta las orejas que, sentado a una mesa hecha con un tablero de aglomerado apoyado en dos caballetes demasiado altos, pulsa con frenesí las teclas de un ordenador; eso se ve, entre la nieve y borrosamente, suponiendo, claro está, que alguien mire.

Lo que no puede verse es la diferencia que hay entre la velocidad de Yo y la tecnología que a duras penas lo sigue; entre su teclear acelerado y la pantalla que, cansada y aturdida, se queda largo rato en blanco para, de pronto, reproducir todas las palabras de una vez, con retraso, cuando ya Yo ha acabado la frase y tiene las manos quietas en una pausa reflexiva. Así, con los dedos suspendidos sobre las teclas, ve aparecer las palabras en medio del blanco, las ve avanzar ordenadamente en línea hasta que, de pronto, se detienen porque lo manda un punto. Entonces Yo lee, aturdido también y enternecido, lo que todas esas palabras, allí en fila, vienen a decirle en medio del frío.

 

 

* * *

Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona.

* * *

El libro de las casas

Descubre más de El libro de las casas de Andrea Bajani aquí.


COMPARTE EN: