25/08/2021
Empieza a leer 'El hombre de la bata roja' de Julian Barnes


En junio de 1885, tres franceses llegaron a Londres. Uno era un príncipe, otro era un conde y el tercero era un plebe­yo de apellido italiano. Posteriormente el conde declaró que el propósito del viaje era «hacer adquisiciones intelec­tuales y decorativas».


O bien podríamos empezar en París el verano anterior, du­rante la luna de miel de Oscar y Constance Wilde. Oscar está leyendo una novela francesa recientemente publicada y, a pesar de las circunstancias, concede alegres entrevistas a la prensa.


O bien empezar con una bala y el arma que la disparó. Esto suele funcionar: una sólida costumbre teatral afirma que si aparece un arma en el primer acto, sin duda se dis­parará al final. Pero ¿qué arma, qué bala? Había tantas en aquel tiempo...


Incluso podríamos comenzar en la otra orilla del Atlántico, en Kentucky, en 1809, cuando Ephraim McDowell, hijo de inmigrantes escoceses e irlandeses, operó a Jane Crawford para extirparle un quiste en los ovarios que contenía quin­ce litros de líquido. Este episodio de la historia, al menos, tiene un final feliz.


Luego tenemos al hombre acostado en su cama en Boulo­gne-sur-­Mer –quizá solo, quizá con su mujer al lado– que se pregunta qué hacer. No, no es exactamente así: sabía lo que quería hacer, lo que no sabía era cuándo o si podría hacer lo que quería.


O podríamos empezar, prosaicamente, por el abrigo. A no ser que sea mejor llamarlo bata. Roja –o, para ser más pre­ciso, escarlata–, larga, desde el cuello hasta los tobillos, permite ver un lino blanco fruncido en las muñecas y la garganta. Debajo, una única zapatilla con brocados intro­duce en la composición diminutos toques de color azules y amarillos.


¿Es injusto empezar por la bata, en vez de por el hombre que la lleva? Pero la bata, o más bien su representación, es como recordamos hoy al hombre, si es que lo recordamos. ¿Cómo se habría sentido a este respecto? ¿Aliviado, diver­tido, una pizca insultado? Depende de cómo interprete­mos su carácter desde nuestra distancia.


Pero su abrigo nos recuerda otro, pintado por el mismo ar­tista. Envuelve a un apuesto joven de buena familia, o al menos prominente. Sin embargo, a pesar de estar posando para el más famoso retratista de la época, el joven no está contento. El clima es templado, pero el abrigo que le piden que se ponga es de un tweed pesado, propio de una esta­ción completamente distinta. Se queja de ello al pintor. Este le contesta –y como solo conocemos sus palabras, no podemos apreciar si su tono, dentro de una escala, es levemente burlón o profesionalmente autoritario o didáctica­mente desdeñoso–: «El tema no eres tú, sino la bata.» Y lo cierto es que, como sucede con la bata roja, hoy se recuer­da más al abrigo que al joven que lo llevaba. El arte dura más que el capricho individual, el orgullo familiar, la orto­doxia social; el arte siempre tiene al tiempo de su parte.


Más vale, entonces, optar por lo tangible, lo particular, lo cotidiano: la bata roja. Porque así descubrí el cuadro y a su modelo: en 2015, expuesto en la National Portrait Gallery de Londres, prestado por Norteamérica. Ahora mismo la he llamado bata roja, pero tampoco es del todo exacto. Es difícil que el hombre lleve debajo un pijama, a menos que esos puños y el cuello de encaje formaran parte de un ca­misón, lo que parece improbable. ¿La llamamos batín, qui­zá? Su dueño acaba de levantarse de la cama. Sabemos que el cuadro fue pintado al final de la mañana y que después el artista y su modelo almorzaron juntos; también sabemos que a la mujer del modelo le asombró el voraz apetito del pintor. Sabemos que el modelo está en su casa, puesto que el título de la obra nos lo dice. Delata «su casa» un tono de rojo más vivo: un fondo de color burdeos que realza la fi­gura central, escarlata. Hay pesadas cortinas atadas con un lazo; y, detrás, una extensión de tela diferente, todo lo cual se funde con un suelo del mismo color burdeos sin que sea visible una línea divisoria. Todo es sumamente teatral: hay un pavoneo no solo en la pose sino también en el estilo pictórico.

La pintura data de cuatro años antes de aquel viaje a Londres. Su modelo –el plebeyo de apellido italiano– tiene treinta y cinco años, es apuesto, luce barba, mira con aplo­mo por encima de nuestro hombro izquierdo. Es varonil, pero esbelto, y poco a poco, tras el primer impacto del cua­dro, cuando podríamos pensar que «todo gira en torno a la bata», comprendemos que no. Lo central son más bien las manos. La izquierda descansa en la cadera; la derecha se posa en el pecho. Los dedos son la parte más expresiva del retrato. Las articulaciones de cada uno de ellos son distin­tas: plenamente extendidos, doblados a medias, totalmente curvados. Si nos pidieran que adivináramos a ciegas la pro­fesión de este hombre, quizá responderíamos que es un pianista virtuoso.

La mano derecha en el pecho, la izquierda en la cadera. O quizá sea más sugerente decir que la derecha sobre el co­razón y la izquierda en la ingle. ¿Era la intención del artis­ta? Tres años después pintó un retrato de una mujer de la alta sociedad que causó un escándalo en el Salón. (¿Podía escandalizarse el París de la Belle Époque? Desde luego; y París podía ser tan hipócrita como Londres.) La mano de­recha juguetea con lo que parece ser el cierre de un botón. La izquierda está enganchada en uno de los cordones ge­melos del cinturón de la bata, como un eco de los lazos de la cortina en segundo plano. El ojo sigue a los cordones a lo largo de un nudo complicado del que cuelga un par de borlas de felpa con hilachas como de plumas. Las borlas, una sobre otra, caen justo más abajo de la ingle, como el vergajo escarlata de un toro. ¿Era el propósito del artista? Quién sabe. No dejó una explicación del cuadro. Pero era un pintor tan ladino como magnífico; además, era un pin­tor de la magnificencia, nada temeroso de controversias, incluso quizá proclive a atraerlas. 

La pose es noble, heroica, pero las manos la tornan más sutil y compleja. Como se verá, no son las manos de un pianista de concierto, sino las de un médico, un ciruja­no, un ginecólogo.

¿Y el vergajo de toro? Todo a su debido tiempo.


Pues bien, empecemos por la visita a Londres en el verano de 1885.

El príncipe era Edmond de Polignac.

El conde era Robert de Montesquiou-­Fézensac.

El plebeyo de apellido italiano era el doctor Samuel Jean Pozzi.

La primera adquisición intelectual fue el festival Hän­del en el Palacio de Cristal, donde asistieron al oratorio Israel en Egipto para celebrar el bicentenario del nacimiento del compositor. Polignac observó que «La función tuvo un éxito colosal. Los cuatro mil intérpretes festejaron regia­mente al grand Haendel [sic]».

Los tres visitantes también llevaban una carta de pre­sentación de John Singer Sargent, el pintor de El doctor Samuel Jean Pozzi en casa. El destinatario de la carta era Hen­ry James, que había visto el cuadro en la Royal Academy en 1882, y a quien Sargent pintaría con absoluta maestría años más tarde, en 1913, cuando James tenía setenta años. La carta empezaba así:

Querido James:
Recuerdo que una vez dijo que un francés de paso no era una amenidad desagradable para usted en Lon­dres, y he tenido la osadía de entregar una tarjeta de presentación a dos amigos míos. Uno es el doctor S. Pozzi, el hombre de la bata roja (no siempre), un per­sonaje muy brillante, y el otro es el singular y extrahu­mano Montesquiou.

Curiosamente, es la única carta de Sargent a James que sobrevive. El pintor parece desconocer que Polignac tam­bién forma parte del grupo, una añadidura que sin duda habría complacido e interesado a James. O quizá no. Proust solía decir que el príncipe era como «una mazmorra en desuso convertida en una biblioteca».

Pozzi tenía por entonces treinta y ocho años, Montes­quiou treinta, James cuarenta y dos y Polignac cincuenta y uno.

James alquilaba un chalé en Hampstead Heath desde hacía dos meses y estaba a punto de volver a Bournemouth, pero aplazó su partida. Dedicó dos días, el 2 y el 3 de julio de 1885, a recibir a los tres franceses que, como escribió posteriormente el novelista, «estaban ansiosos de ver el es­teticismo londinense».

Leon Edel, el biógrafo de James, describe a Pozzi como «un médico de sociedad, coleccionista de libros y un conversador en general cultivado». De la conversación no queda constancia, la biblioteca se dispersó hace mucho y solo subsiste el médico de sociedad. Con esa bata roja (no siempre). 


El conde y el príncipe procedían de viejas estirpes aristo­cráticas. El conde afirmaba que descendía del mosquetero D’Artagnan y su abuelo había sido edecán de Napoleón. La abuela del príncipe había sido amiga íntima de María Antonieta; el padre de Edmond fue ministro de Estado en el gobierno de Carlos X y el autor de las Ordenanzas de Julio, cuyo absolutismo desencadenó la Revolución de 1830. Bajo el nuevo gobierno, el padre de Edmond fue condenado a «muerte civil», por lo que legalmente no exis­tía. Al estilo francés, sin embargo, al hombre inexistente se le permitieron visitas conyugales durante su encarcela­miento, y de una de ellas nació Edmond. En su partida de nacimiento, en el espacio reservado al «padre», el aristó­crata civilmente muerto figuraba como «El príncipe llama­do marqués de Chalançon, actualmente de viaje».

Los Pozzi eran protestantes italianos de la Valtellina, al norte de Lombardía. En las guerras religiosas de principios del siglo XVII, un Pozzi, junto con otras muchas personas, murió en la hoguera a causa de su fe en el templo protes­tante de Teglio en 1620. Poco después la familia se trasla­dó a Suiza. Dominique, el abuelo de Samuel Pozzi, fue el primero que llegó a Francia, tras cruzar la frontera en len­tas etapas, y una vez afincado como pastelero en Agen, afrancesó como Pozzy el apellido familiar. El último de sus once hijos –que inevitablemente se llamaba Benjamin– lle­gó a ser pastor protestante en Bergerac. Su familia era pia­dosa y republicana, devota de Dios y consciente de sus deberes sociales y morales. La madre de Samuel, Inès Escot­-Meslon, que pertenecía a la pequeña nobleza del Pé­rigord, aportó al matrimonio la encantadora casa solariega de La Graulet, del siglo XVIII, a pocos kilómetros de Ber­gerac, propiedad que Pozzi habría de apreciar y ampliar durante toda su vida. De salud frágil y siempre extenuada por la maternidad, Inès murió cuando Samuel tenía diez años; el pastor volvió a casarse enseguida con una inglesa «joven y robusta», Marie­-Anne Kempe. Samuel creció ha­blando francés e inglés. Asimismo restableció el apellido Pozzi en 1873.


«Qué trío más extraño», reflexiona el biógrafo de Pozzi, Claude Vanderpooten, a propósito del viaje a Londres. En parte se refiere a la disparidad de rango, pero también, qui­zá, a la presencia de un plebeyo notoriamente heterosexual entre dos aristócratas de «tendencias helénicas». (Y si pare­cen personajes de Proust es porque, parcial, refractariamen­te, guardan relación con personajes proustianos.) Fueron dos los destinos inmediatos de los estetas parisinos que a la sazón visitaban Londres: Liberty & Co., inaugurada en Re­gent Street en 1875, y la Grosvenor Gallery. Montesquiou había contemplado El encantamiento de Merlín, de Bourne­ Jones en el Salón de 1875 de París. Ahora conocieron per­sonalmente al pintor, que los llevó al «Abbey Phalanstery» de William Morris, donde el conde escogió unas telas, y al estudio de William De Morgan. También conocieron a Lawrence Alma­-Tadema. Fueron a Bond Street en busca de tweeds y trajes, sombreros, chaquetas, camisas, corbatas y perfumes, y a Chelsea para ver la casa de Carlyle; y a li­brerías.

James fue su anfitrión asiduo. Contó que Montesquiou le pareció «curioso pero superficial», y Pozzi «encanta­dor» (una vez más, Polignac parece haber pasado inadvertido). Los llevó a cenar al Reform Club, donde les presen­tó a Whistler, de quien Montesquiou sería un intenso admirador. James también les organizó una visita a la Peacock Room de Whistler en la casa del magnate naviero F. R. Leyland. Para entonces Pozzi ya había vuelto a París, reclamado por un telegrama de la esposa de uno de sus célebres clientes, Alexandre Dumas hijo.

El 5 de julio Pozzi escribió desde París pidiendo al conde que regresara a los almacenes Liberty para añadir compras adicionales al pedido que ya había hecho allí. Quería «treinta rollos de tela de cortinas de color alga», y adjuntaba una muestra. «Por favor, paga por mí. Te debe­ré treinta shillings y mucha gratitud.» Firma: «El ferviente amigo de tu prerrafaelismo.»


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Traducción de Jaime Zulaika.

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El hombre de la bata roja
 

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