14/02/2023
Empieza a leer 'El contorno del abismo' de J. Benito Fernández

 

La vida, cuerda o loca, es siempre una «certi­dumbre absurda».

LEOPOLDO MARÍA PANERO

 

 

INTRODUCCIÓN

Han pasado veinticuatro años desde la primera edición de El contorno del abismo y han pasado nueve desde la muerte del poeta. También han muerto muchas otras personas. Murió Mi­chi y murió Juan Luis. Murieron Marava, Alpasky, Luis Ripoll, Yolanda Forcada, Amparo Suárez-Bárcena, Jesús Ruiz Real, Oswaldo Muñoz, Eduardo Chamorro, Javier Barquín, Ricardo Franco, Terenci y Ana María Moix, Manuel Vázquez Montal­bán, José María Valverde, Claudio Rodríguez, Jaime Salinas, Francisco Brines, Antonio Martínez Sarrión, Álvaro Delgado, Fernando Beorlegui, Luis Arencibia… y algunos otros interlo­cutores. Todo un mundo se ha derrumbado.

En esta ocasión tampoco ha sido fácil la siempre delicada relación con los médicos. El exceso de celo de los profesionales de la salud mental en nombre de la ética (le dan al paciente la confianza de preservar el secreto de su intimidad hasta después de la muerte) ha dado lugar a variadas especulaciones sobre la hora final del poeta. Y no solo periodísticas. La Ley de Protec­ción de Datos Personales en ocasiones puede dificultar algunos aspectos de la investigación.

En Las Palmas de Gran Canaria, Leopoldo María Panero vivió en libertad. Salía por la mañana del hospital y regresaba a dormir. Pasó los últimos diecisiete años de su vida en una isla, pero no aislado. No era la isla terrible de Nunca Jamás. No cesó de viajar, tanto a la península como al otro lado del Atlán­tico. Le requerían de cualquier rincón. Cierto es que los últi­mos años del poeta no son especialmente refulgentes, como cierto es también que se le adosaron oportunistas de todo tipo para intentar brillar a su costa. Y siguió escribiendo o dictando. Su incesante actividad literaria lo sostuvo hasta el final. Difícil disociar vida y obra en alguien que eligió las palabras como for­ma de vida.

El doctor Rafael Inglott, director del Hospital Psiquiátrico Insular de 1985 a 2007, y luego director del Programa Insular de Rehabilitación Psicosocial hasta 2012, no fue psiquiatra del poeta, pues, de lo contrario, por compromiso clínico y exigencia de confidencialidad, ni tan siquiera habría dado su opinión acer­ca de cualquier aspecto referido al mediano de los Panero; pero sí fue un testigo privilegiado de la vida canaria de la persona y del poeta, razón por la que sostiene que «la existencia de Leopol­do no se volvió más confortable por el hecho de escribir, sino en todo caso al contrario: creo que la poesía lo empujaba, en mayor medida que a otros poetas, hacia un estado de dolorosa concien­cia de su propio ser, y desde luego de su propia singularidad». Dolorosa conciencia de su propio ser. Se pregunta el psiquiatra: «¿Hay algo más humano que eso? La literatura lo humanizaba y lo llevaba en la dirección contraria de la desestructuración y el aniquilamiento al que su enfermedad lo podía llevar. Pero, cla­ro, eso es muy doloroso. No hay más que leerlo para darse cuen­ta. El sufrimiento de Leopoldo María Panero en su afán de hu­manizarse queda reflejado en su poesía. Eso es un ejercicio de libertad». La persona singular que fue se salvó por la escritura. «A Panero no lo destruye la poesía, lo destruye su enfermedad; la poesía lo salva, pero también lo hace sufrir. Y el sufrimiento es propio de la condición humana, por tanto, lo humaniza. Leopol­do María Panero, sin su sufrimiento, hubiera acabado en nada, repitiendo insensateces como manicomial.»

Tampoco resultó fácil la relación con el poeta. Todavía me­tido de lleno en la escritura, me telefoneó desde la casa de Claudio Rizzo en Las Palmas –mientras este dormía– para pe­dirme el teléfono de Jaime Chávarri, porque decía que necesita­ba dinero –siempre tuvo fondos en su cuenta corriente– y pre­tendía hacer un anuncio, aunque fuese de papel higiénico. Quería que le enseñase el contrato del libro, pues suponía que los beneficios serían a medias. Me conminó a finalizarlo pron­to, porque, aseguró, su vida tampoco era la de Napoleón. Una semana después telefoneó Chávarri y me contó que Leopoldo le había dejado un mensaje. Tras unos instantes de jadeos y res­piración profunda (Jaime pensaba que era una llamada obscena y le divertía), la voz cavernosa de Leopoldo le solicitaba los te­léfonos de Jorge Berlanga y Santiago Segura. Como no dispo­nía de ellos, Jaime no le devolvió la llamada.

En otra llamada, el poeta me comunicó que podía hacer lo que quisiera con el libro. Afirmó estar asustado con Rizzo; ha­blaba sigiloso y con prisa. Pretendía alquilar un piso, pero de­claró no disponer de liquidez y me solicitó al menos un cinco por ciento de las ventas de la biografía, en la que yo seguía tra­bajando. Me pidió que le enviara fotocopias de unos cuentos suyos a casa de Rizzo. Ya en el Hospital Psiquiátrico Insular me telefoneó de nuevo para reclamarme los cuentos ya enviados. Sostenía que se los habían quedado «las brujas de Mesa y Ló­pez», en el domicilio de la familia Rizzo, en referencia a la hija y esposa del italiano.

Desde un locutorio, Leopoldo llamó de nuevo para recla­mar el contrato de su biografía y un cinco por ciento de los be­neficios. «Tengo abogado», amenazó. Se interesó por la fecha de publicación, pero no por la editorial. Con el libro en la ca­lle, volvió a la carga. «Ya que no hay derechos de autor», dijo, «a ver si me puedes mandar veinte ejemplares más.» Ya le ha­bían enviado libros desde Barcelona. Le pregunté si lo había leído y me respondió afirmativamente: «Está muy bien, joder». Michi me informó de que su hermano andaba con el libro bajo el brazo por Las Palmas.

Tras la vuelta de vacaciones escuché los mensajes en el contestador telefónico. Leopoldo: «Me dicen que estás ganando millones y me gustaría hablar contigo para aclarar este asunto. Llámame al hospital. Si te dicen que estoy comatoso, diles que es mentira». En sucesivas llamadas me volvió a reclamar ejemplares y distintas cantidades de pesetas, con rebajas incluidas. La última vez que nos encontramos fue en Zaragoza, con motivo de «Poéticas novísimas. Un fuego nuevo», invitados por Túa Blesa. En el comedor del hotel Romareda traté de darle un abrazo cariñoso y me frenó: «No me beses, hippy. ¿Eres maricón o qué?». Durante aquellas jornadas en los corredores del Palacio de Congresos, muy deteriorado, me recordó que teníamos que renovar el contrato. Y tras mirarme con detenimiento, me soltó: «¿Tú para qué quieres tanto dinero, tío?». Respondí: «Se lo debo todo al banco». Desató unas carcajadas desabridas que daban miedo.

El lector tiene en sus manos una nueva edición de El contorno del abismo corregida, aumentada y actualizada.

 

Marzo de 2023

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El contorno del abismo

 

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