30/11/2021
Empieza a leer 'El baile y el incendio' de Daniel Saldaña París


El día 8 de noviembre de 2021, el jurado compuesto por Gonzalo Pontón Gijón, Marta Ramoneda (de la librería La Central), Marta Sanz, Juan Pablo Villalobos y la editora Silvia Sesé otorgó el 39º Premio Herralde de Novela a El año del Búfalo, de Javier Pérez Andújar.

Resultó finalista El baile y el incendio, de Daniel Saldaña París.

 

Revolution rages too in the tierra caliente of each human soul. 
MALCOLM LOWRY


El Gran Ruido

Regué las bromelias hace rato, cuando aún se sentía el viento frío que sopla por las mañanas en esta colonia, una de las más altas de Cuernavaca. Las bromelias son hermosas, pero también algo más. Si fueran solamente hermosas no les pondría tanta atención: la belleza es reposo, o al menos cierta forma de estabilidad, de equilibrio, y con las bromelias puedo advertir, a veces, la sospecha o el anuncio de un desorden, una inminencia de desastre; como si estuvieran a punto de cambiar siempre. Hay en ellas una tensión incómoda, como en esas cabras montesas que se sostienen con las pezuñas en la cumbre de un risco. Algunas bromelias parecen monstruos, dragones delicados, flores animales, carnales y carnívoras. Contando la que recogí en el bosque hace poco, tengo ya doce bromelias distintas. No son muchas; me gustaría tenerlas todas, las más de tres mil especies que al parecer existen. Coleccionarlas como otros coleccionan monedas o estampitas. Las imagino en un patio infinito de baldosas de barro rojo, repartidas a una distancia estándar. Soldados de un ejército improbable, alienígena; bailarinas de una compañía compuesta de tres mil solistas, paradas bajo la luz de los reflectores –el doble sol de su planeta extraño–, a la espera de mi señal para moverse.

La última la encontré en mitad de un sendero, como si me estuviera esperando. A veces imagino cosas así: que las plantas me esperan, que me están destinadas de algún modo oscuro y subterráneo que no logro descifrar del todo. (El mundo, en general, me parece un sistema de guiños y señales, como el bosque de símbolos baudelairiano pero con zonas deforestadas; un código morse de objetos y personas que solo es legible a pedazos; un libro destrozado a dentelladas por un perro furioso.) El tronco al que se aferraban las raíces de la bromelia se había roto, quizá porque los árboles están secos, demasiado secos. Algunos los percuto como si tocara la puerta y me parece, casi, que están huecos: carcasas de árboles erguidas como en una escenografía, esperando que entre a escena el esperado protagonista: el fuego. No ha llovido en varios meses; los incendios se han ido propagando por el estado como un rumor insidioso que va diezmando la floresta. Argoitia me dijo que no era buena idea ir a caminar al bosque en esta época; el fuego podría aparecer, como el lobo de Caperucita, al doblar una curva del sendero. Pero yo no le temo tanto al fuego como a los hombres, y desde que empezaron los incendios no me cruzo con nadie en mis paseos. Lo que sí es que debo llevar la cara embozada en una tela, como si atravesase el desierto del Sahara, para evitar que la ceniza, invisible, se me pegue a los pulmones.

La bromelia encontrada en el sendero del Tepeite –el cerro que hay aquí cerca de la casa– es menos monstruosa que las otras, tiene una apariencia frágil. Es una tillandsia, también conocida como «clavel del aire». Reconocí el género casi de inmediato, porque son muy comunes en esta zona, pero de todas formas la busqué en internet llegando a casa, para confirmar mis sospechas. Nunca arrancaría una bromelia de su rama, pero esta, caída en el sendero, asfixiada por la sequía como un pez fuera del agua, me rogó que me la llevara. Tiene unas hojas alargadas que se estrechan hasta parecer estambres delgadísimos; son como sus extremidades. Parecen hadas nerviosas, las tillandsias. Los murciélagos las polinizan con un beso, y ellas mismas tienen algo de murciélago: la que me encontré es oscura, del color de ciertos moretones cuando han pasado dos días. Cuando la recogí y la traje a casa sentí que estaba salvando a un pajarito caído del nido. Se veía exhausta. Probablemente la había sofocado el humo de los incendios, la falta de lluvia, las crecientes temperaturas de este verano sin final que deseca la región entera. Casi podría jurar que la tillandsia palpitaba –un palpitar veloz y como atropellado, al borde del colapso–, pero a lo mejor era yo misma palpitando, la sangre rebotando en las venas de mis muñecas. La amarré con alambre a un tronco suelto, un pedazo del eucalipto podrido que Argoitia mandó tirar en la linde del jardín –una zona medio abandonada donde hemos dejado que crezca la maleza–. Ahí va a tener más espacio para crecer, para inmiscuir sus raíces en el árbol muerto. Me pregunto si haría lo mismo en mi cráneo, si podría fijarme la tillandsia a la cabeza con un alambre, como si se tratase de una exótica pamela de los años veinte, y si la planta hendiría sus raíces entre las suturas de mi cráneo, separando los huesos frontal y parietal como quien hunde los dedos en la arena, hasta abrirme del todo, hasta beberse el líquido en el que flota mi cerebro, hasta saber lo que yo sé –y que quisiera olvidar un día– y pensar en las cosas en las que yo pienso, en las que no puedo dejar de pensar nunca.

Mis doce bromelias están repartidas a lo largo de un muro de adobe –junto con la piedra, el material predominante de esta casa–. Algunas penden de troncos y otras, las que requieren tierra, viven sembradas en macetas al pie del muro. Las riego con aspersor, como si fuera a peinarlas luego. Nunca tuve muñecas, pero me imagino que así jugaban con las suyas mis amigas. Solo que mis muñecas están vivas. A veces siento que se estiran, que reciben el rocío y se desperezan, alzándose despacio hacia la luz que filtra el árbol de aguacate.


Estoy cansada. Dormí mal: tuve uno de esos sueños opresivos que me hacen girarme toda la noche y de los que despierto con una sensación acalorada y culposa, como si hubiera cometido incesto o roto un ánfora griega mientras dormía.

Argoitia quiere que lo acompañe a una comida en Las Mañanitas, con personas insufribles de su generación y círculo –escritores que usan corbata y se dicen «licenciado», señoras que llevan medias de nailon con este calor asqueroso, políticos que tienen cebras como mascotas–, pero voy a decirle que no puedo, que tengo que trabajar aquí en el estudio.

En la mañana me preguntó si iba a ir con él y le di largas. Digo «en la mañana» aunque en realidad pasaba ya del mediodía: Argoitia se levanta siempre a las doce, a la una. Desayuna en la mesa de hierro de la terraza, salvo que el viento haya soplado desde el este de la ciudad por la noche, arrastrando el humo y la ceniza. La pintura blanca de la mesa y de las pesadas sillas está prácticamente carcomida y el óxido asoma por debajo, pero Argoitia se empeña en dejarlas así y en seguir desayunando afuera siempre que se puede. A veces lo espío desde el estudio; se ve frágil, desconcertado, envuelto en su bata de algodón, con un plato de fruta enfrente, gordo y mal rasurado, el escaso cabello despeinado y demasiado largo en la parte de atrás. Antes de ponerse su cara de lince, antes de tomar café y recuperar la convicción de que merece todo lo que tiene –esta casa de adobe y piedra, este jardín, su puesto de asesor vitalicio en la Secretaría de Cultura, el cuadro de Carlos Mérida que cuelga en la sala–, Argoitia es un hombre triste, que roza la vejez, que desayuna fruta y escucha a los pájaros en silencio. Es entonces cuando me gusta de nuevo.

Entre las siete de la mañana –hora a la que más o menos me despierto– y el mediodía, tengo la casa para mí sola. Solo en ese lapso me siento del todo cómoda entre estas paredes. Riego mis bromelias con aspersor, le pongo la comida al gato, a veces leo. Casi no trabajo durante esas horas; más bien me dejo estar, ocupo el espacio. Luego, cuando se despierta Argoitia, me encierro en el estudio a trabajar, a hacer todo lo que no hice a lo largo de la mañana.

No es que evite a Argoitia, más bien me gusta aprovechar mi soledad para no hacer nada, para sentarme en este sillón a mirar el largo muro de las bromelias. Ya en mis horas laborales leo libros y tomo notas, veo videos de internet y tomo notas, hojeo catálogos de pintura y tomo notas. Eso es todo lo que hago, y de momento nadie me paga por hacerlo.

A veces pienso que fue un error mudarme con Argoitia, a su casa. Pienso, con una especie de estupor dolido, en las mujeres que vivieron aquí antes, que durmieron en la cama en la que yo duermo y comieron en la mesa en la que yo como, que le pidieron –en balde– que pintara las sillas de fierro del jardín, que acariciaron al gato que yo acaricio con la misma combinación de cariño y respeto, temiendo el zarpazo. Para Argoitia, como para el gato, hay una continuidad: un desfile de mujeres reemplazables, que se suceden unas a otras de manera natural –un desfile de caricias respetuosas, de silencios y ruidos y olores apenas distinguibles–, como cuando yo era chica y mis perros se morían o se perdían y mi mamá me traía otros, que rescataba en las calles de Tepoztlán o que algún vecino le regalaba. 

Uno de esos perros, Capone, me mordió la pantorrilla sin avisar una tarde de lluvia. Capone era un perro mediano, de color rojizo, con pinta de zorro. Mi mamá lo había encontrado amarrado con un cable cerca de un campo de futbol y lo había liberado; el perro la siguió por todo el pueblo hasta la casa. Los truenos lo volvían loco, como si fueran recordatorios de un pasado a medias reprimido. En cuanto empezaba la tormenta, el perro corría de un lado a otro de la casa, tirando todo a su paso, con la lengua de fuera y los ojos desorbitados. Después de un rato se metía debajo de una mesa y se quedaba quieto, gimiendo de angustia.

Pero esa vez no se quedó quieto. Era una tormenta particularmente intensa, de esas que ya no existen desde hace mucho. Capone rompió una maceta de barro y, cuando traté de acariciarlo para ver si se serenaba, me soltó el mordisco. Fue una mordida importante, no un raspón superficial. Recuerdo que me sorprendió que mi sangre fuera tan oscura, densa como la resina que chorrea del ocote en las fogatas.

Todavía tengo la cicatriz: un gusano gordo y retorcido que le da la vuelta a mi tobillo y asciende por la carne blanda. La piel de la cicatriz es más rosa y más sensible y no soporto que nadie la toque. Durante años me dio pena incluso que la vieran; la escondí de amantes y de extraños, me aficioné a usar pantalones o botas altas incluso en los días más calurosos. 

El día que me mordió Capone mi mamá me llevó al centro de salud, pero no había doctores de guardia, así que me tuvo que coser la enfermera; supongo que fue su primera vez, y quizá la última. Mi mamá me obligó a mirar hacia otro lado, pero en algún momento giré la cabeza. Se me grabó, más que la sutura, la mirada de la enfermera mientras me cosía: una mirada de concentración que podía haber sido también de pánico. A esa mujer anónima y no muy cualificada le debo el gusano de mi pantorrilla. Y a Capone, claro; mi mamá lo mandó sacrificar al día siguiente, pero el veterinario al que le pidió que lo durmiera no soportó la mirada suplicante del perro y se lo llevó a su casa. Al cabo de un par de meses, durante otra tormenta, Capone atacó también a su salvador. Ahí se le acabó la suerte. Pero no era su culpa, ahora lo sé. La culpa, en todo caso, era del imbécil que lo amarró con un alambre, que lo abandonó allí durante una temporada de lluvias, que lo maltrató sistemáticamente hasta que mi mamá se lo llevó a la casa. 

Por supuesto, Capone es el perro que mejor recuerdo. Los demás forman una lista de mascotas indistinguibles (Pontífice, Basura, Vlady...) que pasaban una temporada con nosotras antes de unirse a una de las manadas salvajes que recorrían el pueblo, alimentadas por todos y subordinadas a nadie –libres y ferales como deberían vivir los perros, reverenciados y temidos por los vecinos, mimados por los carniceros; una turba de aullidos que erizaban las madrugadas. 

Siempre recuerdo con más claridad las cosas negativas: el día que mi mamá me olvidó en la escuela resplandece en mi memoria con una fuerza que opaca los muchos años que llegó puntual a recogerme. Lo mismo con Capone: en las raras ocasiones en que llega a haber una tormenta lo suficientemente fuerte como para evocar las de mi infancia, recuerdo sus movimientos de poseso, sus ojos saltones, su baba blanca, y me acaricio, con el dedo mojado de saliva, la cicatriz que me dejó en la pantorrilla.

Con Argoitia yo voy a ser el perro que lo muerda, aunque esa mordida tome la forma retorcida de todas las cosas humanas. A mí no me va a reemplazar por una alumna suya diez años menor que yo porque me voy a ir antes, sin decirle nada, y se va a acordar de mí el resto de su vida, como en una canción ranchera. Va a llevar una foto mía en su cartera el día que caiga fulminado de un infarto o de una insuficiencia respiratoria bajo el cielo marrón de los incendios forestales, en la explanada del Centro Morelense de las Artes, contemplado con pasmo por una veintena de personas (secretarias lívidas, estudiantes de teatro visiblemente afectados, padres de familia inmóviles). Me van a llamar del hospital porque seguiré enlistada como su contacto de emergencia, y yo simplemente guardaré silencio al otro lado de la línea, escuchando la voz desconcertada de la enfermera, el pitido del electrocardiograma sonando al fondo, demasiado lento, demasiado débil. Es una fantasía sobre la que regreso a veces; me da una especie de placer morboso. No es algo que piense por malévola o calculadora, sino porque me gusta reproducir en mi cabeza la película de las cosas posibles: las mil y una bifurcaciones que podrían componer el árbol –partido por un rayo– de mi biografía.

Pero, aunque me entretenga considerando esa posibilidad, lo cierto es que de momento estoy bien aquí, en casa de Argoitia, con mis doce bromelias. Dentro de todo, él me deja trabajar en paz, es dulce conmigo, hace esfuerzos por entenderme (aunque dudo que esté capacitado para ello). A veces incluso me parece guapo en su decadencia; cuando mira hacia la parte más silvestre del jardín mientras desayuna en su mesa de fierro despintado, enfundado en su bata de algodón, pone una sonrisa boba que me da ternura y ganas de darle un beso. Si estamos los dos solos y no tiene frente a quién lucirse, si no está en modo conferencista –hablando del tema de moda con los labios manchados de vino–, Argoitia baja un poco la guardia y logra incluso burlarse de sí mismo. O bien me cuenta episodios de cuando era niño y se trepaba a los trenes de carga en los patios de la estación, junto al Casino de la Selva. Historias sobre una ciudad que ya no existe: una Cuernavaca con estrellas de Hollywood y comunistas. A veces, hace un esfuerzo por adaptarse al aire de los tiempos, como una deferencia por «lo nuestro»: me acompaña a ver exposiciones que invariablemente odia, busca en internet recetas novedosas para hacerme una cena que no incluya carne de cerdo –que no como– o acepta leer algún libro que le endilgo: detalles nimios que a mí me parecen normales y a él heroicos sacrificios de amante embelesado. 

Además, no podría irme ahora mismo de su casa: mis bromelias aman el muro de adobe, la resolana que les pega. Esta es la única parte de la ciudad que sigue siendo relativamente húmeda. Los incendios se están acercando, pero en el fondo de una barranca de por aquí sigue habiendo un hilito de agua, y creo que las bromelias lo saben, lo huelen; intuyen que solo aquí están a salvo, regadas con un aspersor como muñecas vivas a punto de ser peinadas.



El baile y el incendio

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