07/06/2021
Empieza a leer 'El artista de la cuchilla' de Irvine Welsh


El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.
ALBERT CAMUS


1. LA PLAYA

Mientras la eleva en sus brazos, el brillante sol parece asomar por detrás de la cabeza de Eve, ofreciendo a Jim Francis un momento trascendental que saborea durante unos segundos antes de bajar a la niña. La ardiente arena pronto castigará sus pies descalzos, piensa, apartándose del fulgor solar, y tendrá que asegurarse de que Eve no se queme. Pero de momento está bien, sus burbujeantes ráfagas de risa lo instan a continuar el juego.

Lo mejor de ser tu propio jefe, de tener tus propios horarios, es que siempre puedes tomarte un rato libre. Jim se alegra de estar aquí, en la playa desierta, tan temprano, en el amanecer de esta mañana de julio, con su mujer y sus dos hijas pequeñas, mientras el resto del mundo duerme la mona tras la celebración del Día de la Independencia. La playa está totalmente desierta, salvo por algunas aves marinas que graznan.

Cuando se mudó a California, vivían en el apartamento de dos habitaciones de Melanie, en la pequeña ciudad estudiantil de Isla Vista, cerca del trabajo de ella, en el campus universitario. A Jim le encantaba la cercanía del océano, y solían hacer senderismo por la ruta de la costa, desde Goleta Point hasta Devereux Slough; rara vez se encontraban con alguien, si acaso con algún raquero o surfista. Cuando llegaron las niñas (Grace primero, después Eve), se mudaron a una casa en Santa Bárbara, y las rutas de senderismo se redujeron a paseos más cortos.

Esta mañana se han levantado temprano, con la marea aún baja, y han aparcado el Grand Cherokee en Lagoon Road. Calzan deportivas viejas porque la playa está llena de pelotas de alquitrán provenientes del cercano yacimiento petrolífero de Ellwood, el único punto de ataque en suelo continental estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. Encaminan sus pasos hacia el océano, dejando atrás los bajos acantilados de arenisca que separan el campus de la Universidad de California en Santa Bárbara del Pacífico, y continúan hacia el azul precioso y sereno de la laguna. Las pozas de marea, y los cangrejos atrapados en ellas tras la retirada del mar, dejan hipnotizadas a las niñas, y Jim se muestra reacio a continuar, pues no puede evitar compartir el júbilo y las miradas de asombro de sus hijas, que lo hacen regresar a su propia infancia. Pero seguro que van a ver más cangrejos en Goleta Point, así que siguen adelante y acampan al pie de los acantilados, más allá de los cuales se asientan la universidad e Isla Vista. Las tormentas nocturnas, unidas al fin de semana festivo y a la temporada baja universitaria, han vaciado la playa de todo tráfico humano.

La insólita racha de mal tiempo se ha ido calmando en los últimos días, pero el rebelde mar ha creado enormes bancos de arena. Si no hay ganas de esperar a que suba la marea, no queda otra que enfrentarse a ellos para llegar al océano. Jim se ha quitado los zapatos y ha cogido a Eve en brazos, a sabiendas de que su hija de tres años comparte su misma impaciencia; mientras, Melanie ha extendido las toallas de playa y se ha sentado con Grace, de cinco años.

Entre chapoteos en el agua, Jim alza a Eve, y vuelve a fascinarle el torbellino de risas que esto le provoca a la niña. Las dunas de arena le impiden ver a Melanie y Grace, pero sabe que Eve sí puede verlas. Sujeta por los brazos de Jim, Eve tiene a su madre y hermana en su línea de visión al tiempo que balbucea y las señala cada vez que su padre la levanta por encima de su cabeza.

Entonces algo cambia.

Es la expresión de la niña. En el siguiente salto, Eve deja caer las manos. Continúa mirando en la misma dirección y Jim sigue su mirada hasta la cima del banco de arena, pero hay confusión en el rostro de la niña. Siente como si algo lo golpease por dentro. Acerca a Eve a su pecho y sube rápidamente por la duna, moviendo con dificultad la pierna mala por la arena. Pero cuando consigue ver a Melanie y Grace, lejos de aminorar el paso, avanza con más celeridad.

Melanie siente a la vez alivio y miedo al ver a Jim aparecer por la duna, bajo el difuso sol que brilla entre las nubes, con Eve en sus brazos. Quizá ahora se vayan los dos hombres que han llegado a la playa por los senderos de gravilla que bajan desde los acantilados. Se había percatado de su presencia, pero no les dio importancia, pensó que serían estudiantes, hasta que llegaron y se sentaron justo al lado de ella y de su hija. Melanie había untado loción solar en los brazos de su hija y estaba empezando a hacer lo propio en los suyos.

«¿Te echo una mano con la crema?», le preguntó uno de ellos con una sonrisa torcida bajo sus oscuras gafas de sol. Fue el tono lo que le dio escalofríos, no lascivo, sino frío y directo. Llevaba una camiseta sin mangas que dejaba a la vista sus brazos musculados, y se pasó una mano por el cráneo rapado. Su cómplice era un hombre más bajo, de greñas rubias hasta la altura de los ojos, azules y penetrantes, y una sonrisa de pura malicia.

Melanie no dijo nada. Esos hombres no eran estudiantes. En su anterior trabajo había conocido de cerca el sistema penitenciario y ellos apestaban a ese mundillo. Se sintió paralizada por una terrible sensación de disonancia cognitiva, pues en el pasado había defendido la libertad de hombres como ellos. Hombres que parecían de provecho, reformados. ¿Cuántos de ellos tomarían el mal camino al reintegrarse en la comunidad? Aunque Melanie no se dejaba amilanar fácilmente, la cosa pintaba mal. Se le hizo un nudo en la garganta, como un aviso de que no eran unos simples pesados. Y Grace le suplicó con la mirada que dijese o hiciese algo. Quería transmitirle de alguna forma a su hija que no hacer nada en este caso era hacer algo. Melanie miró hacia los acantilados en dirección a la playa, pero no había nadie. El lugar, que solía estar lleno de gente, estaba ahora desierto.

Entonces aparece Jim corriendo por la arena con Eve encaramada a él y señalándolos con su dedo regordete.

«Tú, zorra, ¿se te ha comido la lengua el gato o qué coño pasa?», suelta el de la camiseta negra sin mangas. Se llama Marcello Santiago y está acostumbrado a que las mujeres le respondan cuando se dirige a ellas.

De pronto Melanie tiene mucho miedo. Jim se está acercando a ellos, Dios mío, Jim. «Mira, déjanos tranquilas, mi marido está aquí», dice con calma. «Tenéis la playa entera para vosotros, solo estamos nosotros con las niñas.»

Marcello Santiago se levanta y mira a Jim, que sigue avanzando hacia ellos con Eve en brazos. «¿Es que no queréis compartir vuestro pícnic con nosotros?», sonríe mientras lo mira.

El rubio, que se llama Damien Coover, también se ha levantado y se ha quedado cerca de Melanie y Grace.

«¿Qué pasa, papi?», pregunta Grace ansiosa, mirando a su padre.

Jim le hace un gesto a Melanie. «Cógelas y vuelve al coche», dice en un tono neutro.

«Jim...», reclama Melanie, que lo mira boquiabierta, después a Damien Coover y luego a las niñas; se levanta y tira de Grace para que se ponga en pie.

Se acerca a Jim, y este le transfiere a Eve a sus brazos sin apartar la mirada de Santiago y Coover. «Vuelve al coche», repite.

Melanie siente la cercanía de las niñas, mira a los dos hombres y después se dirige hacia el pequeño aparcamiento del banco de arena de arriba. Se vuelve y ve que se ha dejado el bolso encima de la toalla. Dentro está su móvil y el de Jim. Está abierto. Ve que Coover se ha dado cuenta de este detalle. Jim también. «Vete», le dice él por tercera vez.

Coover observa a Melanie y las niñas alejarse. El bikini que lleva la madre deja ver sus carnes firmes y bronceadas. Pero el terror ha convertido su paso armonioso en movimientos indecisos, fracturados y sin gracia. A pesar de todo, le lanza una mirada de lascivia. «Tu mujer está bien buena, colega», le dice riéndose a Jim Francis, y su amigo Santiago, que ha estado apretando y aflojando los puños, suelta también una risa mohína.

Jim Francis ni se inmuta, simplemente evalúa la situación con frialdad.

De modo que Santiago y Coover se ven obligados a contemplar al hombre silencioso que los observa, desnudo salvo por unos pantalones cortos de color caqui. Un cuerpo bronceado, musculoso, pero con extrañas cicatrices que revelan lo poco que este hombre encaja en esa familia de féminas rubias californianas. Su edad es difícil de determinar: al menos cuarenta, o tal vez ronde los cincuenta, seguramente le saque veinte años a la mujer con la que está. Santiago se pregunta qué tendrá este hombre para estar con semejante pibón. ¿Dinero? Cualquiera sabe, pero algo tiene, desde luego. Les devuelve la mirada, como si los conociese.

En la mente de Santiago se pone en marcha su base de datos de encuentros pasados, de rostros de bares y prisiones. Nada. Pero esa mirada... «¿De dónde eres, colega?»

Jim sigue en silencio, con la mirada puesta en las oscuras gafas de sol de Santiago, después en los ojos azules de Coover.

«¿Tengo monos en la cara o qué?», dice Coover subiendo la voz mientras saca del bolso de lona que tiene a los pies un enorme cuchillo de caza y lo blande a escasos pies de Jim Francis. «¿Quieres saber si corta bien? Pues vete cagando leches de aquí ahora que puedes.»

Jim Francis mira el cuchillo de forma extraña durante un par de segundos. Después se inclina sin apartar en ningún momento la mirada de Coover, recoge la bolsa y las toallas, se gira despacio y se dispone a seguir a su mujer y a sus hijas. Se dan cuenta de que tiene una leve cojera.

«Puto lisiado», ruge Coover mientras enfunda el arma. Jim se detiene un segundo, toma aire lentamente y sigue andando. Los dos tipos comparten una risa de mofa, pero con un matiz de alivio al ver que el hombre que los encaraba se aleja. No es solo su complexión fuerte y su actitud, indicativa de que sería capaz de luchar a muerte para proteger a su familia. Hay algo en él: el tejido cicatrizante de su cuerpo y manos, como si hubiese querido ocultar un enorme tatuaje; las delgadas pero profusas marcas en la cara; pero, sobre todo, los ojos. Sí, concluye Santiago, son la prueba de que pertenece a un mundo distinto al habitado por la mujer y las niñas.

Jim llega al Grand Cherokee, en el aparcamiento de gravilla detrás de la playa, a cincuenta metros de la carretera asfaltada. Hay otro vehículo aparcado, una destartalada camioneta Silverado de cuatro puertas. Por un momento se asusta al no ver a Melanie ni a las niñas, pero es por culpa del sol, que ha conseguido disolver las nubes y se refleja en las ventanillas del coche. Están dentro, sanas y salvas; él se monta también y Grace empieza a hacerle preguntas. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué querían? ¿Eran malos? Le pone el cinturón en la parte de atrás, junto a Eve, y trepa hacia delante hasta el asiento del acompañante. Melanie arranca el Grand Cherokee y deja atrás la Silverado con la certeza de que pertenece a los dos intrusos.

«Deberíamos ir a la policía...», susurra Melanie, contenta de que Grace se esté distrayendo con un juguete. «He pasado mucho miedo, Jim. Esos tíos no eran trigo limpio...», dice bajando la voz. «Me he acordado de Paula... Menos mal que has llegado... No te veía por culpa de las dunas...»

«Vamos a llevar a las niñas a casa», dice Jim suavemente. Su mano se posa en la rodilla de Melanie y percibe en ella un temblor reiterado. «Y luego veo lo de la policía.»

La casa, de estilo colonial español, no queda lejos: está en Santa Bárbara, cerca del mar, a pocos minutos por la autopista 101. Melanie aparca el Grand Cherokee en el garaje de la entrada y Jim se ocupa de que todas se apeen; luego se dirige al segundo garaje, que ha convertido en taller, y sale poco después para meterse de nuevo en el vehículo. Melanie no dice nada, pero cuando ve salir el coche, vuelve a sentirse inquieta.


2. EL REPARTIDOR 1

La sangre goteaba de la cabeza destrozada del hombre. Al final volvieron el silencio y la quietud. Me alejé un paso del cuerpo y alcé la mirada hacia aquellas paredes desnudas e imponentes. Por encima brillaba la luna llena en un inmenso cielo de color malva y negro, y su reflejo oxidaba los peldaños metálicos clavados a un lado de la piedra. Después de aquella terrible ordalía, me sentía agotado, no me quedaba energía en las piernas, pequeñas y frágiles. Pensé: ¿cómo cojones voy a volver a subir hasta allí?


3. LAS DELIBERACIONES

Jim vuelve un par de horas más tarde y se encuentra a Melanie jugando con las niñas en el patio trasero, al fondo, más allá de la tarima de madera, bajo un cúmulo de árboles cargados de fruta madura. Ha montado un juego complicadísimo alrededor de la enorme casa de muñecas pintada de rojo a la que él dedicó un año de trabajo. A las niñas les encanta porque Jim ha ensamblado en el armazón una intrincada serie de poleas, rampas y cojinetes que desencadenan calamidades varias sobre las figuritas allí residentes. Desperdigados por el césped yacen una cantidad imposible de envoltorios de caramelo y juguetes: el intento de Melanie por resarcirse un poco de la malograda excursión a la playa.

Se levanta y se acerca a él. «¿Has hablado con la policía?» Jim guarda silencio.

«No, ¿verdad?»

Jim suelta parte del aire que ha estado conteniendo. «No. No he sido capaz. Hablar con ellos no forma parte de mi ADN.»

«Cuando unos psicópatas ponen en peligro a mujeres y a niños, los ciudadanos normales dan cuenta de ello a la policía», replica Melanie, moviendo la cabeza. «¡Joder, ya viste lo que le pasó a Paula!»

Jim enarca una ceja. Las circunstancias de Paula (los dos tipos, estudiantes, a los que conocía) eran distintas. Pero no va a ponerse ahora a discutir ese punto.

Melanie, que se da cuenta de que su observación ha sonado más a sermón de lo que pretendía, y de que Jim se ha molestado, le acaricia el brazo para tranquilizarlo al tiempo que pronuncia su nombre en una urgente súplica. «Jim...»

Jim bizquea a causa del sol, que se filtra por el gran roble que se alza sobre ellos, e inspira con fuerza. Melanie observa que se le hincha el pecho. Luego espira. «Lo sé... Ha sido una estupidez. No he sido capaz de hacerlo. Di una vuelta con el coche a ver si estaban todavía por ahí rondando, pero nada, ni rastro de ellos. Se habían ido; la playa estaba desierta.»

«¿Que has hecho qué?», exclama Melanie tragando saliva. «¡Me tomas el pelo!»

«No iba a enfrentarme a ellos.» Jim niega con la cabeza; tiene la boca tensa. «Solo quería asegurarme de que no estaban acosando a nadie. Eso es lo que andaban buscando por el campus: bronca. Entonces habría...»

«¿Qué?»

«Habría llamado a la seguridad del campus.»

«Que es justo lo que voy a hacer yo ahora», anuncia Melanie, y se mete en casa en busca del móvil, que está en la barra americana de la cocina.

Jim la sigue al interior. «No...»

«Qué...»

«Es que sí que les he hecho algo», confiesa, mientras observa que los rasgos de Melanie se transforman. «No a ellos. Al coche. He metido un trapo encendido en el tanque para que explote. Así que probablemente sea mejor que los polis, e incluso la seguridad del campus, no sepan que andábamos por allí.»

«¿Qué...? ¿Que tú qué?»

Mientras él se lo vuelve a explicar, Melanie Francis piensa en esos capullos, con sus arrogantes amenazas de matones, y en su reacción al ver el vehículo destrozado. Mira a su marido y se echa a reír, lanzándole los brazos al cuello. Jim sonríe y mira por encima del hombro de Melanie, por la ventana, al patio, donde Grace le está haciendo a Eve una pulsera de margaritas.
 

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Traducción de Francisco González, Arturo Peral y Laura Salas Rodríguez.

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El artista de la cuchilla

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