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Empieza a leer 'El aniversario' de Andrea Bajani
If you are not the free person you want
to be you must find a place to tell the truth
about that. To tell how things go for you.
[Si no eres la persona libre que quieres
ser, has de encontrar un lugar donde decir la
verdad a tal respecto. Donde decir cómo ves
tú las cosas.]
ANNE CARSON,
Candor
That’s why I’m not to be trusted.
Because a wound to the heart
is also a wound to the mind.
[Y por eso no soy de fiar. / Porque
una herida en el corazón / es tam-
bién una herida en la mente.]
LOUISE GLÜCK,
«El hablante indigno de confianza»
1
La última vez que vi a mi madre, me acompañó a la puerta de casa para despedirse. Luego, antes de cerrarla, se quedó esperando hasta verme desaparecer en el hueco de la escalera. Mi madre nunca fue de gestos de despedida, sobre todo porque la atenazaba una forma de timidez muy cercana a la autonegación. Lo cual, en la práctica, le imposibilitaba toda retórica: no habría podido transformar de ninguna manera en puesta en escena, ni siquiera transitoria, lo que ella misma consideraba tan marginal. Por esta misma razón, me parece, no se reconocía el derecho a certificar el principio o el final de nada. Se quedaba detrás de mi padre cuando la puerta se abría, y seguía detrás de mi padre cuando, al término de cada una de mis visitas, el batiente los engullía en el interior de la casa.
Y con todo, aquel día fue ella la última que se despidió de mí, sola más allá del umbral, en el arranque de la escalera. Más que despedirse, de alguna manera me siguió. Con la perspectiva de los años que han pasado desde entonces, casi diría que le resultaba imposible dejar que me marchara. Es un hecho que mientras yo me iba acercando a la salida retrocediendo, cubriendo cada paso con palabras fumígenas, mi madre avanzaba con un paso similar. Vista con las gafas de la escritura, la escena adquiere la apariencia de una danza, un pie de hombre hacia atrás y un pie de mujer siguiéndolo, otro paso de hijo, y uno más de madre, y así hasta la salida.
Las últimas palabras que oí pronunciar a mi madre no fueron una afirmación sino una pregunta. Lo cual, una vez más, se hallaba en marcado contraste con una actitud de aceptación más que de petición, de sumisión más que de pretensión, de rendir cuentas más que de pedirlas a los demás.
–¿Volverás a visitarnos? –preguntó, avanzando hacia mí mientras yo salía de la casa.
Creo que me miró a los ojos, pero es más una suposición que un recuerdo borroso, dado que yo en cambio no estaba mirándola.
Su pregunta era completamente ilógica, no había razón alguna para hacerla. De forma regular, más o menos una vez cada dos semanas, yo conducía setenta kilómetros para pasar unas horas con mis padres, por lo general en torno al almuerzo. Después de comer, tras el café, me subía otra vez en el coche y volvía a Turín. Llevaba haciéndolo mucho tiempo, desde que me había marchado de casa a los veinte años con el consabido pretexto de ir a la universidad. Cuando me enfrenté a esa pregunta, tenía cuarenta y uno. Eso quiere decir que llevaba veintiún años haciendo ese gesto de ir a verlos con una frecuencia que no podría no parecer rutinaria. No había, pues, motivo para dudar de que, a partir de aquel día, aquello se repetiría una y otra vez y para siempre. Además, yo era un hijo y ellos las personas que me habían dado la vida, lo cual era condición suficiente para no albergar duda alguna.
Cabría añadir que no solo la pregunta era claramente ilógica dada la situación, sino que además yo mismo nunca me la había planteado ni había concebido jamás pensamiento alguno al respecto. «¿Volverás a visitarnos?», me preguntó. Nunca hubo una respuesta. El «Pues claro» que dejé allí en el rellano lo pronuncié solo para que sucediera algo, para que mi madre me soltara y yo pudiera irme escalera abajo. No era una respuesta, simplemente porque esa pregunta, hecha por una madre a un hijo, no podía ser pronunciada.
Y sin embargo, mi madre la hizo, y fue por instinto. Después de tantos años apartándose, sin existir ni para ella misma ni para sus hijos, limpiando, sirviendo, obedeciendo a su marido en casa y en la cama, haciendo lo poco o nada que mi padre esperaba o exigía de ella, terminó con un gesto maternal. Sintió lo que ya había sucedido dentro de su hijo sin que él lo supiera.
Hace diez años, ese día, vi a mis padres por última vez. Desde entonces he cambiado de teléfono, de casa, de continente, he levantado un muro inexpugnable, he puesto un océano de por medio. Han sido los diez mejores años de mi vida.
2
Nunca he escrito nada sobre mi madre. Nunca se me ocurrió que mereciera la pena hablar de ella, ni en realidad lo he hecho nunca con nadie. Cuando surgía, incluso en las conversaciones más íntimas, se debía solo al destello de una palabra incrustada en la frase. La porción de mundo que ocupaba era tan irrelevante como para no llamar la atención. El peso de la familia recaía por entero en mi padre, que se había situado en el centro del escenario y había escrito, por así decirlo, la versión única de la novela familiar. La de un hombre dispuesto a obtenerlo todo de la vida, lo que implicaba que todos teníamos que pagar, que arder en el fuego con él. Dicho con otras palabras, le creí, nunca pensé que valiera la pena hablar de mi madre, porque no había nada que decir. Su vida se resumía en su llegada al mundo. Su existencia, en el mundo, no era digna de mención.
Ni siquiera hoy soy capaz de localizarla más que de forma opaca en las casas en las que vivimos. Incluso rebuscando en las carpetas de recuerdos visuales, poco encuentra la memoria. No hay espacio que le competa, no hay rincón del apartamento, no hay habitación, silla, ventana donde pueda situarla bien enfocada. Y pese a todo, estuvo sentada, abrió y cerró puertas, metió la ropa sucia en la lavadora, la tendió, se vistió y desvistió, y fue a acostarse. Lo sé porque no pudo dejar de ser así, tuvo que ser así a la fuerza. Pero no conservo pruebas de ello.
Ni siquiera la cocina, un espacio que le había sido asignado socialmente, le pertenece de verdad. Sé que era ella la que cocinaba, sé que era ella la que fregaba los platos, sé que era ella la que ponía la mesa, pero me resulta imposible visualizarla en esos gestos, ver su figura frente a los fogones, abriendo la puerta de la nevera. En cambio, me resulta muy fácil visualizar la ausencia de mi padre frente al fregadero, sé que no fregaba, que no cocinaba. O, si lo hacía, era tan excepcional como para quedar pulverizado, en la memoria, ante la tendencia general. Lo indudable es que no veo a mi madre, que era quien lo hacía todos los días en su lugar.
Sé que había algunas tareas que realizaba a diario, pero nada llegó a solidificarse nunca en un hábito. Para que se forme un hábito es necesario un cuerpo que lo reclame, y mi madre no tenía cuerpo o, mejor dicho, no tenía uno independiente. Incluso como cuerpo, no pasaba de ser una emanación de mi padre. Los quehaceres domésticos (comprar, cocinar, limpiar, ir a recogernos al colegio) eran los hilos que –obedeciendo a la voluntad de él– desplazaban su figura por la casa, o en el espacio que separaba la casa de lo demás.
De su cuerpo retengo tan solo indicios verbales, y una pierna ligeramente más delgada de la rodilla al tobillo, consecuencia de una polio infantil. Ello le provocaba una leve cojera que no creo que los demás percibieran de verdad. Cada vez que le veía la pantorrilla, eso es cierto, sentía una suerte de dolorosa ternura. Ella lo llevaba con una especie de despreocupación, a medio camino entre la inocencia y la dejadez. Nunca le oí hablar de aquello, su cuerpo no era tema de discusión. Era invisible, era el baluarte de su invisibilidad. Por mucho que fuera esencialmente imperceptible, la pierna poliomielítica, si podía llamársela así, era la única que violaba esa invisibilidad, la condenaba a ser vista. Creo que era eso lo que me causaba dolor.
Otra manifestación del cuerpo de mi madre es el discordante olor a perfume de mujer en casa los sábados por la tarde, que quedaba flotando después de que ella saliera con mi padre. Debería decir que salían a pasear, pero la expresión con la que aquello ha quedado grabado en mi memoria es que mi padre «la llevaba de paseo». De esta manera definía él el tiempo que pasaban juntos fuera de casa, como si sacara a pasear al perro.
En cuanto a otras manifestaciones corporales, hubo un periodo de cólicos nocturnos, gemidos, cuando no llanto propiamente dicho, que provenían del dormitorio de mis padres. No guardo recuerdo alguno de las punzadas que debieron atravesarle el costado también durante el día. Por alguna razón, esos espasmos, expresión de un dolor atroz, nunca llegaron a ser un tema diurno, ni entraron jamás en las conversaciones familiares. No dejaron huella, en efecto, en la llamada versión oficial. Permanecieron confinados en la zona de los sueños. Solo se podía tener conciencia de ellos si se producían en una de las curvas más superficiales del ciclo del sueño, si le daba la vuelta a la almohada, antes de volver a sumergirme en él.
Todo concluyó con una intervención quirúrgica, la extracción de los cálculos biliares y una estancia hospitalaria que no dejó ninguna huella en mí. Apenas una especie de paz –ahora que escribo sobre ello ocupa espacio, se extiende sobre el papel– y una luz de quietud en la habitación de la tercera o cuarta planta de aquel edificio. Podría decirse que mi madre se halla esta vez en el centro de la escena, a cargo de los médicos y las enfermeras. La atienden como corresponde a su estado, siguen el procedimiento habitual en el cuidado de los pacientes. Control de la fiebre, limpieza de la herida, servicio de comida en la cama, retirada de la bandeja, descanso nocturno.
En esta imagen destaca un hecho, por encima de todo. La sustracción al poder de mi padre, y la entrega –de su propio cuerpo, de su propia persona– a una jurisdicción distinta, la del Estado. Es ella quien tiene que firmar los papeles, plasmar su nombre en señal de aceptación, confirmar que conoce el riesgo que corre su vida. Nadie más –no su marido, desde luegopuede certificarlo todo en su lugar, nadie más puede someterse al bisturí que la abrirá para proporcionarle alivio.
Y luego abandonarse a esa reclusión, sin tener que preocuparse por el almuerzo o la cena, por el cambio de sábanas. Reclusión, por lo tanto, y también fortaleza. Incluso estar sola, en esta escena, me parece relevante; no ser la segunda, no ser marginal de ninguna manera. Es a partir de esta escena, en la que mi madre está acostada, con la nuca apoyada en la almohada, y rodeada del personal pagado por el Estado para hacer que ella se sienta mejor, por donde podemos empezar.
Que haya sucedido o no, ahora no tiene importancia, es el comienzo de la novela.
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Traducción de Carlos Gumpert
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