06/06/2023
Empieza a leer 'Donde el silencio' de Luisgé Martín

Donde abunda sabiduría, abundan penas,

y quien acumula ciencia, acumula dolor.

Eclesiastés 1,18

 

En 2008, durante un viaje que hice por Perú, visité la ciudad de Iquitos para conocer la selva del Amazonas. Iquitos es la ciudad más grande del mundo sin acceso terrestre, lo que le confiere una singularidad extraña. Solo se puede llegar allí por barco o por avión. La primera noticia de su existencia la tuve, hace muchos años, leyendo las novelas de Mario Vargas Llosa, y sus trazas salvajes y casi irreales se me quedaron grabadas en la imaginación con la intensidad que únicamente poseen los lugares ficticios.

Me alojé en un hotel cómodo y moderno que había en la Plaza de Armas, cerca de la Casa del Fierro construida por Gustave Eiffel durante el esplendor de la época del caucho. El primero de los días que pasé en la ciudad alquilé una de las barcazas que transportan a través del río las bananas recogidas en las plantaciones –grandes racimos verdes y amarillos– para navegar por un barrio de casas flotantes que hay en la ribera. Son construcciones de madera miserables, sin agua corriente y seguramente sin electricidad, a las que solo puede llegarse navegando. Sus grandes tejados están fabricados con ramas secas. Al pasar frente a alguna de las casas más bajas se puede ver fugazmente el interior: una única habitación en penumbra en la que se guardan, desordenadamente, muebles destartalados y objetos viejos. Elevadas sobre estacas para salvar las crecidas, como palafitos, tienen en sus puertas tablones o balsas amarradas que les sirven de muelles. Sus habitantes se arrodillan en ellos a hacer algunas tareas de higiene personal o a lavar la ropa. En ellos aguardan también a las barcas que les recogen para llevarles, en tierra, a la escuela, a sus trabajos o a los mercados.

En la corta travesía que hice por aquel barrio volví a sentir, con la misma vergüenza que otras veces, la fascinación que produce en ocasiones el paisaje de la miseria, ese paisaje en el que la anormalidad, el colorido y la exuberancia deslumbran todos los sentidos. Como en las favelas de Río de Janeiro o en las calles de Benarés, aquel espectáculo de pobreza me inspiró indignamente pensamientos literarios. Navegué en silencio junto al indígena que conducía la barcaza e hice fotografías que aún conservo. En una de ellas se ve a una niña de pocos años, vestida con un uniforme colegial impecable y acicalado, esperando a que la recojan mientras su madre la peina. En otra se ve un bote con remeros lleno de basura. Y en otra, por fin, se ven unas sábanas blancas tendidas de una cuerda sobre el agua.

Esa noche cené lagarto a la brasa en un restaurante pintoresco en el que servían cerveza muy fría y caminé luego durante un rato por un paseo bullicioso que había al lado del río, observando cómo los charapas reían, se besaban amorosamente, compraban golosinas o bebidas en los puestos callejeros y bailaban al ritmo de la música de orquestinas.

A la mañana siguiente tuve que levantarme antes de que amaneciera porque el barco que iba a llevarme a la selva, a un resort que había río arriba y en el que iba a alojarme durante varios días para explorar –acomodadamente, a pesar de los insectos– aquella parte del Amazonas, zarpaba muy temprano. Salimos del puerto cuando el cielo estaba todavía oscuro. Adormilado aún y con ese mal cuerpo que se tiene después de desayunar poco y a deshora, me senté en la cubierta para contemplar cómo despuntaba despacio la luz e iba convirtiendo aquellos volúmenes de sombras negras en una vegetación tupida de mil tonos verdes. No recuerdo qué cavilaciones andaba rumiando, pero ese estado en el que el alma se encuentra en un lugar a miles de kilómetros de la propia casa, desarraigada de sus costumbres y de sus visiones, y con el cuerpo además maltratado por los desórdenes horarios y alimenticios, es siempre propicio para reflexiones excesivas y algo metafísicas. Entonces, a medio camino del trayecto, cuando la luz era ya clara pero tenía todavía ese aspecto polvoriento y débil que tiene el aire al apagarse o al encenderse algo, apareció en la orilla, entre las raíces gigantescas de los árboles, un grupo de niños medio desnudos que se aseaban. Tenían alrededor de diez años y estaban chapoteando en el agua. Cuando vieron el barco, que a pesar de la anchura del río iba casi costeándolo, detuvieron sus juegos y comenzaron a agitar las manos saludando. De entre todos ellos, recuerdo a la perfección el rostro redondo de una niña de ojos muy grandes, aindiados, que se quedó mirándonos con un gesto de júbilo. Tenía la boca alargada y sonreía dejando ver una dentadura de aspecto sano. No era guapa, a pesar de que los niños, a esas edades, siempre esconden un aire angélico que se confunde con la belleza. Su expresión, sin embargo, tenía una pureza enérgica. Era como un arquetipo o una pintura simbólica. Su rostro –y también quizás el de los otros niños, que saltaban a su alrededor– no mostraba hilaridad, diversión o alboroto infantil, sino la verdadera alegría, ese sentimiento de curso raro que, cuando se da, nos protege de los males del mundo o nos aparta de ellos.

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Donde el silencio

 

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