26/11/2021
Empieza a leer 'Desde dentro' de Martin Amis

 

A MODO DE PRELUDIO


¡Bienvenido! Pasa, pasa... Es un placer y un privilegio. Permíteme que te ayude con eso. Dame tu abrigo, lo colgaré aquí (ah, y, ya de paso, el aseo es por ahí). Siéntate en el sofá, cómo no... Luego ya te pondrás a la distancia de la chimenea que te resulte más cómoda.

¿Qué te apetece tomar? ¿Whisky? Es lo sensato, con este tiempo. Así que me he adelantado y he adivinado lo que quieres... ¿Blend o de malta? ¿Macallan’s? ¿De doce o de dieciocho años? ¿Cómo te apetece tomarlo? ¿Con soda? ¿Con hielo? Y traeré una bandeja de aperitivos. Para que aguantes el tipo hasta la cena. Bueno... ¡Feliz 2016!

 

Mi mujer, Elena, volverá a eso de las siete y media. E Inez se nos unirá luego. Sí, así..., con el acento en la segunda sílaba. Cumplirá diecisiete años en junio. Ahora solo nos queda en casa una hija. Su hermana Eliza, algo más mayor, está pasando su año sabático en Londres, que, a fin de cuentas, es su ciudad natal (nació allí; como Inez). Bueno, el caso es que Eliza tenía planeado venir a visitarnos, y acaba de aterrizar en el aeropuerto J. F. Kennedy. Así que seremos cinco.

Elena y yo... –aún no estamos en esa etapa de nuestra vida, pero la vislumbramos ya claramente–. Me refiero al Nido Vacío. En la vida de una persona normal hay como media docena de momentos cruciales, y a mi juicio el Nido Vacío es uno de ellos. Y ¿sabes? No estoy seguro de lo mucho o poco que debo preocuparme al respecto.

Algunas gentes de nuestra edad, que han visto cómo sus últimos retoños levantan el vuelo y se pierden en la lejanía, han sucumbido en cuestión de minutos a depresiones profundas. Y como mínimo mi mujer y yo empezaremos a sentirnos como esa pareja de Pnin, totalmente solos en una casa grande y vieja y llena de corrientes que «ahora parecía venirles ancha, como la piel aflojada y la ropa colgante de un chalado que hubiese adelgazado una tercera parte de su peso». En palabras de Nabokov (uno de mis héroes) en 1953.

 

Vladimir Nabokov... Él tenía todo el derecho y la acreditación para acometer una novela autobiográfica. Su vida no fue «más extraña que la ficción» (frase muy cercana al sinsentido), pero estuvo llena de peripecias azarosas y de glamur geohistórico. Escapa de la Rusia bolchevique y busca refugio en el Berlín de Weimar. Escapa de la Alemania nazi y busca refugio en Francia, país pronto invadido y ocupado por Hitler. Escapa de la Wehrmacht, y busca –y encuentra– refugio en Norteamérica (en aquellos días, brindar asilo era algo inherente a la esencia de Norteamérica). No, Nabokov era un caso harto raro: un escritor a quien las cosas «le pasaban» de verdad.

A propósito, advierto que tendré que decir un par de cosas sobre Hitler en estas páginas, y también sobre Stalin. Cuando nací, en 1949, Bigote Pequeño llevaba muerto cuatro años, y a Bigote Grande (a quien se seguía llamando «Tío Joe» en nuestro popular Daily Mirror) le quedaban cuatro años de vida. He escrito dos libros sobre Hitler y dos libros sobre Stalin, así que he pasado ya unos ocho años en su compañía. Pero no hay manera de escapar de ninguno de ellos, constato. 

 

Nunca tuve el placer –sin duda aterrador– de conocer a Vladimir Nabokov personalmente, pero pasé un día memorable con su viuda Véra, bella y de piel dorada, y judía –conviene añadir–. Y llegué a conocer a Dmitri Vladimirovich (todo un flamante portento, y pródigo). Sentí una doble tristeza cuando murió, en soledad, hace tres o cuatro años. Dmitri era el único hijo de los Nabokov. Había nacido en Berlín en 1934, y oficialmente era un mischling, un «mestizo». Durante el almuerzo, en Montreux (Suiza), Véra y Dmitri se mostraron muy cariñosos y tiernos el uno con el otro. Ambos volverán a salir más tarde, en la sección titulada Oktober, que comienza en la página 282). Le envié a Véra una fotografía de mi primer hijo, y recibí una contestación encantadora que, por supuesto, he perdido.

 

¿En general? Oh, soy un padre ridículamente permisivo e indulgente –como mis propios hijos han tenido ocasión de señalarme–. «Eres un buen padre, papá», se me sinceró Eliza cuando tenía ocho o nueve años, un día en que yo estaba solo a su cargo. «Mamá también es una madre estupenda. Aunque a veces puede ser un poco demasiado estricta.» 

Lo que quería decir estaba claro. Soy incapaz de encarnar la severidad, y para qué hablar de imponerla. Se necesita un verdadero enfado para eso, y la ira es algo que casi nunca siento. Intenté ser un padre iracundo, pero solo una vez y durante seis o siete segundos. No con mis hijas sino con mis hijos Nat y Gus (que ahora tienen unos treinta años). Un día, cuando tenían –también– unos ocho o nueve años, su madre, mi primera mujer, Julia, entró en mi estudio fuera de sí y dijo:

– Están más horribles que nunca. Lo he intentado todo. ¡Así que ahora ve!

«Así que ahora ve tú...» Me sugería que entrase en casa e impusiera algo de furia masculina.

Obediente, entré en tromba en el cuarto de los chicos y grité:

– ¡Muy bien! ¿Qué diablos pasa aquí?
– ... Oh –dijo Nat, con un lánguido alzamiento de las cejas–. Mira cómo se ha enfadado papá...

Y eso fue todo, en lo que a furia se refiere.

El caso es que no puedo con ella..., con la ira. Los Siete Pecados Capitales deberían revisarse y ponerse al día, pero de momento deberíamos recordar siempre que la Ira forma parte de este clásico septeto. Con la ira..., ¿cui bono? Compadezcamos la ira. Compadezcamos a aquellos que la expanden y a aquellos que están en el otro extremo. Anger («ira»), del noruego antiguo; angre («agravio»), angr («aflicción»). Sí, aflicción. La ira es casi tan transparentemente autopunitiva como la envidia.

 

En la esfera parental soy inocente en cuanto a la ira, pero confieso que el pecado capital al que soy proclive es la Pereza. La pereza moral. Que hace que recaiga más quehacer en la madre. Se lo advertí a Elena, un tanto lastimeramente (después de todo, tenía cincuenta años cuando nació Inez). Le dije: «Voy a ser un padre emérito (“retirado, pero autorizado a retener el título de modo honorífico”).» Así que, en términos generales, un padre perezoso, aunque presto –y deseoso y agradecido– a aceptar ese honor.

 

Hace tres años di una charla en el colegio de mi hija mediana, aquí en Brooklyn, en el St Ann (al que también va Inez). Eliza tenía quince años.

– Puede que te resulte violento, papá –dijo Gus (mi hijo número dos), cuando me disponía a dar cuenta de la charla, y su hermano mayor Nat añadió: 
– Seguro. Tiene toda la pinta de haber sido bastante embarazoso.
– Lo admito –repuse–. Pero no fue nada embarazoso. Eliza no se sintió nada violenta. Y puedo probarlo. Escuchad.

El auditorio elegido por el colegio era un edificio contiguo o una anexa casa de oración –una iglesia (protestante), en suma, con madera encerada y vitrales–. De pie en el púlpito, encarando a una multitud de caras jóvenes y húmedas (creo que la asistencia era obligatoria para todas las alumnas de los primeros años de secundaria). Aquellas caras tenían un aire de «expectación sensible» (como Lawrence dice de Gudrun y Ursula en las primeras páginas de Mujeres enamoradas) cuando di unos golpecitos en el micrófono y les di la bienvenida y me presenté. Y luego pregunté:


– Bien. ¿Cuántas de vosotras habéis pensado alguna vez en ser escritoras? –Y, podéis creerme, las manos que se alzaron en un minuto no fueron pocas. Proseguí–: Bien, pues el caso es que las que sabéis casi con exactitud lo que es ser un escritor... sois precisamente vosotras. Vosotras, que tenéis catorce o quince años, la edad en que accedéis a un nivel nuevo de autoconciencia, o a un nivel nuevo de percepción de vosotras mismas. Es como si oyerais una voz, que es la vuestra pero no suena como tal. No del todo; no es la voz a la que estabais acostumbradas: suena más articulada y con más criterio, más reflexiva y más traviesa, más crítica (y autocrítica), y también más generosa y compasiva. Y os gusta esa voz más avanzada, y un buen día, para mantenerla, os veis escribiendo poemas, o quizá llevando un diario, o empezando a llenar un cuaderno de notas. Y, como en aceptación de esa soledad nueva, os deleitáis en vuestros pensamientos y sentimientos, y a veces en los pensamientos y sentimientos de otra gente. En soledad.

» Y esa es la vida del escritor. El anhelo comienza ahora, más o menos a los quince años, y si te conviertes en escritor tu vida no va a cambiar realmente. Yo sigo escribiendo medio siglo después, durante todo el día. Los escritores son adolescentes «varados», pero «varados» con sumo contento; disfrutan de su «arresto domiciliario»... A vosotras el mundo se os antoja extraño: ese mundo adulto que ahora atisbáis desde el presente, con inevitables ansias pero aún desde una distancia prudencial. Como en las historias que Otelo cuenta a Desdémona, las historias que conquistan su corazón, el mundo adulto parece «extraño, sumamente extraño», y también «lastimoso, maravillosamente lastimoso». Un escritor nunca va más allá de esa premisa. No olvidemos que el adolescente sigue siendo un niño; y un niño ve las cosas sin presuposiciones, y sin el refrendo de la experiencia.

Para concluir sugerí que la literatura, esencialmente, tiene que ver con el amor y con la muerte. Y no me extendí sobre ello. A los quince años, ¿qué sabes del amor, del amor erótico? A los quince años, ¿qué sabes de la muerte? Sabes lo que les sucede a los jerbos y a los periquitos; y quizá sepas ya lo que les sucede a los familiares de más edad, incluidos tus abuelos. Pero aún no sabes que también va a sucederte a ti. Y seguirás sin saberlo otros treinta años. Y durante otros treinta años no tendrás que enfrentarte personalmente al problema realmente arduo; solo entonces te verás obligado a adoptar la posición más difícil...

– ¿Y por qué estás seguro –preguntó Nat a su debido tiempo– de que Eliza no iba a estar violenta?
– Eso, papá –dijo Gus–. ¿Y cómo puedes probarlo?
Respondí:
– Porque cuando llegó el turno de preguntas Eliza no fue la primera en hablar, pero tampoco la última. Habló claramente y con sensatez... Y no me «repudió». Me reconoció como alguien de los suyos, me honro en decir. Me reivindicó como propio, y me siento orgulloso.

Ah, y cuando les pregunté a las asistentes si habían pensado alguna vez en ser escritoras, ¿cuántas levantaron la mano? Dos tercios, como mínimo. Lo cual me hizo intuir, por primera vez en la vida, que el impulso imperioso de escribir es casi universal. Como sin duda lo es, ¿no les parece? ¿Cómo, si no, empezar a asumir el hecho de tu existencia en la Tierra?

 

Bien, eres un lector minucioso, y eres aún muy joven. Eso, en sí mismo, significaría que también tú has pensado en ser escritor. Y quizá estás ya escribiendo algo. Es un asunto muy delicado, y merece serlo. Las novelas, en particular, son algo muy delicado, porque estás poniendo al descubierto quién eres en realidad. Ninguna otra forma de escritura hace esto, ni siquiera unos Poemas completos, ni ciertamente una autobiografía o unas memorias impresionistas como las de Habla, memoria, de Nabokov. Si has leído mis novelas, lo sabes absolutamente todo de mí. Así que este libro no es sino otra entrega –y los detalles suelen ser de agradecer.

Mi padre, Kingsley, tenía una buena fórmula de partida en lo relativo a los temas delicados. Y era la siguiente: «Habla de ello lo que se te antoje, mucho o poco». Muy civilizado, y sí, muy delicado. Quizá quieras hablar de tus cosas, o quizá no. Pero no tienes por qué sentirte cohibido. Mi padre lo dijo en una nota notablemente acertada y sucinta: No quiero que esto trate de mí. Bien, yo tampoco quiero que esto trate de mí; pero es la tarea que me he impuesto.

En cualquier caso, te iré dando algunos buenos consejos sobre la técnica; por ejemplo, sobre cómo redactar una frase que resulte agradable al oído del lector. Pero deberás seguir cualquiera de mis consejos de forma no muy estricta. Es lo que se espera de ti. Los escritores han de encontrar su propio camino a su propia voz.


Intenté escribir este libro hace ya más de una década. Y fracasé. En aquel momento –provisional y pretenciosamente, y con el tímido subtítulo de Novela– lo titulé La vida. Un fin de semana de 2005, en Uruguay, me armé de valor y me obligué a leer el texto entero, de la primera a la última palabra (y eran unas cien mil). Y La vida estaba muerta.

Que todo pareciera indicar que había perdido treinta meses (treinta meses deambulando pesadamente por un cementerio fangoso) era lo de menos. Pensé que estaba acabado. Lo pensé de verdad. Y, como en busca de una confirmación –estaba en Uruguay, en la localidad norteña de José Ignacio, cerca de Maldonado, no lejos de la frontera brasileña–, bajé hasta la orilla y me senté en una roca con mi libreta de notas, como solía hacer muchas veces: el impetuoso Atlántico Sur, las grandes rocas sin aristas, del tamaño y la forma de dinosaurios adormilados, el faro macizo recortado contra el azul claro y candoroso del cielo. Y no escribí ni una sola sílaba. La escena no me instaba a nada. Pensé que estaba acabado.

Era una sensación horriblemente insólita, una especie de anti-inspiración. Cuando llega a ti una novela tienes una sensación familiar pero siempre sorprendente de insuflación calorífica; te sientes bendecido, fortalecido y maravillosamente confortado. Pero ahora la marea fluía en sentido contrario. Algo en mi interior parecía desaparecer; se alejaba, con una mano en los labios, y me decía adiós...

Obviamente, le confesé a Elena la defunción de La vida: novela. Pero no le confesé a nadie lo de sentirme acabado. Y no lo estaba. Era únicamente La vida lo que no lograba escribir. Todavía. Nunca olvidaré esa sensación –el surgimiento impetuoso de la esencia–. Los escritores mueren dos veces. Y en la playa en la que estaba sentado, pensé... Aquí llega. La primera muerte.

En cualquier momento contaré lo del perverso periodo mental que atravesé a comienzos de la edad mediana. A veces me pregunto si, en aquella orilla, tuvo mucho que ver con aquel nadir o climaterio, aquel vertiginoso desmoronamiento de la confianza en mí mismo. Creo que no. Porque la perversidad fue anterior a él, y siguió más allá. Sí, pero estas cosas tardan mucho en llegar, y mucho tiempo en irse.

 

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Traducción de Jesús Zulaika.

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