22/07/2021
Empieza a leer 'Cuál es tu tormento' de Sigrid Nunez


Primera parte


La plenitud del amor al prójimo 
estriba simplemente en ser capaz de preguntar:
«¿Cuál es tu tormento?»
SIMONE WEIL


1

Fui a escuchar a un hombre que daba una charla. El acto se celebraba en un campus universitario. El hombre era un catedrático, pero daba clases en otra universidad, en otra parte del país. Era un escritor muy conocido que, anteriormente ese mismo año, había ganado un premio internacional. Aunque el acto era gratuito y abierto al público, el auditorio solo estaba medio lleno. Yo misma no me habría encontrado entre el público, ni me habría encontrado en esa ciudad, de no ser por una coincidencia. A una amiga mía la estaban tratando en un hospital de la zona especializado en su tipo de cáncer en particular. Yo había ido a visitar a esa amiga, a esa vieja amiga tan querida a la que no había visto en varios años, y a quien, dada la gravedad de su enfermedad, quizá no volviese a ver. 

Era la tercera semana de septiembre de 2017. Yo había reservado una habitación por Airbnb. La anfitriona era una bibliotecaria jubilada, viuda. A través de su perfil supe que también era madre de cuatro, abuela de seis y que sus aficiones incluían cocinar e ir al teatro. Vivía en el piso más alto de un pequeño edificio de apartamentos a unos tres kilómetros del hospital. El apartamento estaba limpio y ordenado y olía levemente a comino. La habitación de invitados estaba decorada de esa forma que la mayoría de la gente pensaba que haría sentir a alguien como en casa: grandes alfombras afelpadas, una cama con una pila de cojines y un edredón de plumas mullido, una mesa rinconera con una jarra de cerámica con flores secas y, en la mesilla de noche junto a la cama, un lote de novelas policiacas de bolsillo. El tipo de lugar donde yo nunca me siento en casa. Lo que la mayoría de la gente considera acogedor –gemütlich, hygge– a otros nos resulta sofocante.

Prometían que había un gato, pero no vi ni rastro de ninguno. Solamente algo más tarde, cuando llegó el momento de irme, supe que, entre el momento de mi reserva y mi estancia, el gato de la dueña se había muerto. Me dio la noticia bruscamente, cambiando enseguida de tema para que no pudiese preguntarle al respecto, cosa que de hecho iba a hacer solo porque algo en sus ademanes me hizo pensar que quería que le preguntase sobre ello. Y se me ocurrió que quizá no era la emoción lo que le había hecho cambiar de tema de ese modo, sino más bien la preocupación de que yo fuese a quejarme después. Anfitriona deprimente que hablaba demasiado sobre su gato muerto. El tipo de comentario que veías todo el tiempo en el sitio web.

En la cocina, mientras me bebía el café y comía de la bandeja de cosas para picar que me había preparado la anfitriona (entretanto ella, tal como recomiendan hacer a los anfitriones de Airbnb, se había esfumado), me puse a estudiar el corcho en el que había información para los huéspedes sobre sitios de la ciudad a los que ir. Una exposición de grabados japoneses, una feria de artesanía, una compañía de danza canadiense de gira por la ciudad, un festival de jazz, un festival de cultura caribeña, el horario del polideportivo local, una lectura de spoken-word. Y, esa tarde, a las siete y media, la charla del escritor.

En la fotografía parece rígido; no, «rígido» es demasiado rígido. Digamos que severo. Con ese aspecto que acaban teniendo muchos hombres blancos mayores a cierta edad: pelo completamente blanco, nariz aguileña, labios finos, mirada penetrante. Como aves rapaces. Poco apetecibles. Con muy poca pinta de decir: Por favor, ven a escucharme. ¡Me encantará verte allí! Sino más bien: No te quepa duda, yo sé mucho más que tú. Deberías ir a escucharme. A lo mejor así aprendes lo que son las cosas.

Lo presenta una mujer. La jefa del departamento que lo ha invitado a hablar. Es un arquetipo familiar: la académica con glamour, la vampiresa intelectual. Alguien que se esfuerza en que se sepa que, aunque sea inteligente y con estudios, aunque sea feminista y una mujer en posición de poder, la señora no es un espantajo, no es una sabihonda aburrida ni una bruja asexuada. Y qué pasa porque ya tenga cierta edad. La estrechez de la falda, la altura de los tacones, la boca escarlata y el pelo teñido (una vez oí decir a un peluquero especialista en tintes: creo que la capacidad de pensar de una mujer se verá dañada si tiene el pelo canoso), todo ello está diciendo: Aún soy follable. Una delgadez que casi seguramente implica pasar hambre durante gran parte del día. A ese tipo de mujeres se les cruza por la cabeza con cierta y triste regularidad que en Francia los intelectuales pueden ser sex symbols. Aunque a veces el símbolo resulte un poco vergonzante (Bernard-Henri Lévy y sus camisas abiertas). Estas mujeres tienen recuerdos de haber sido atormentadas en la infancia, no por su aspecto sino por su mente. «Los hombres no les tiran los tejos a las mujeres que llevan gafas» realmente se refería a las chicas inteligentes, ratones de biblioteca, empollonas de ciencias y pitagorinas de las matemáticas. Los tiempos cambian. Ahora a quién no le gustan las gafas. Ahora es tan común oír que un hombre presume de sentirse atraído por mujeres inteligentes. O, como un actor joven declaraba recientemente: Siempre he sentido que las mujeres más sexis son las que tienen los cerebros más grandes. Sobre lo cual confieso que puse los ojos tan en blanco que tuve que agitar la cabeza para hacer que bajasen de nuevo.

No puede ser cierta, ¿verdad?, la historia sobre Toscanini, que perdió la paciencia durante un ensayo con una soprano, a la que le agarró sus enormes pechos gritando: ¡Ay, si fuesen cerebros!

Más tarde llegó lo de «Los hombres no se insinúan a las mujeres con el culo gordo».

Los veo, a este hombre y a esta mujer, en la cena del departamento que seguramente seguirá al acto, y que, por ser él quien es, será refinada, en uno de los restaurantes más caros de la zona, y donde es probable que se sienten uno al lado de la otra. Y por supuesto, la mujer esperará que tenga lugar una conversación intensa –nada de charlita informal–, incluso quizá un poco de flirteo, cosa que no resultará tan fácil, debido a que su atención se desviará hacia el otro extremo de la mesa, hacia la estudiante de posgrado que se le asignó como acompañante, responsable de llevarle a todas partes, incluyendo a su hotel tras la cena de esta noche y que, tras una sola copa de vino, responde a sus frecuentes miradas con unas suyas cada vez más atrevidas.

Parece que puede ser verdad. Lo he buscado en Google. Aunque según algunos informes no es que agarrase los pechos de la soprano, sino que solo los señaló.

Durante la obligada recitación de los logros del ponente, el hombre baja su mirada y adopta una mueca de incomodidad en una afectada modestia que dudo que engañe a nadie. 

Si mis calificaciones hubiesen dependido menos de estudiar y más de lo que asimilaba en las clases, me habría ido muy mal en la universidad. No suelo perder la concentración cuando estoy leyendo algo o escuchando hablar a alguien, pero las charlas de cualquier tipo siempre me han resultado problemáticas (las peores, esas en las que los escritores leen de su propia obra). Mi mente se pone a divagar casi en el momento en que el ponente empieza a hablar. Además, este día en particular yo estaba especialmente distraída. Me había pasado toda la tarde en el hospital con mi amiga. Estaba exhausta de ver sufrir a mi amiga y de impedir que mi consternación hacia su enfermedad se apoderase de mí y le resultase patente. Tratar con la enfermedad: tampoco he sido nunca buena en eso. 

Así que mi mente se puso a divagar. Divagó ya desde el principio. Perdí el hilo de la charla varias veces. Pero poco importaba, porque la charla del hombre se basaba en un artículo largo que había escrito para una revista, y yo había leído el artículo cuando salió. Lo había leído y todo el mundo que conozco lo había leído. Mi amiga la del hospital lo había leído. Supongo que la mayoría de la gente del público también. Se me ocurrió que al menos algunos habían ido porque querían hacer preguntas, escuchar un debate acerca de lo que el hombre tuviese que decir, dado que el contenido ya les resultaba familiar por el artículo. Pero el hombre tomó la extraña decisión de no permitir preguntas. No habría debate esa noche. Esto, sin embargo, no lo supimos hasta que terminó de hablar. 

Se acabó todo, dijo. Citó a otro escritor, traduciéndolo del francés: Antes del hombre, el bosque; tras él, el desierto. No importa lo que se tenga que hacer para prevenir la catástrofe, cualquier acción o sacrificio, ahora ya estaba claro que la humanidad no tenía la voluntad, la voluntad colectiva, de llevarlos a cabo. A cualquier extraterrestre inteligente, dijo, le parecería que somos presa de tendencias suicidas. 

Se acabó, volvió a decir. Ya no quedaban ni la fe ni el consuelo que habían sostenido a una generación tras otra, el saber que, aunque nuestro tiempo como individuos sobre la tierra se acabase, lo que amábamos y lo que significaba algo para nosotros continuaría, el mundo del que habíamos formado parte perduraría; ese tiempo había terminado, dijo. Nuestro mundo y nuestra civilización no perdurarían, dijo. Tenemos que vivir y morir con este nuevo saber.

Nuestro mundo y nuestra civilización no perdurarán, dijo el hombre, porque no podrán sobrevivir a las muchas fuerzas que nosotros mismos hemos puesto en su contra. Nosotros, nuestro peor enemigo, nos estamos convirtiendo en presas fáciles, que no solo permiten crear las armas capaces de matarnos tantas veces, sino también que lleguen a las manos de egomaniacos, nihilistas, hombres sin empatía, sin conciencia. Entre nuestro fracaso en el control de la difusión de armas de destrucción masiva y nuestro fracaso en impedir que lleguen a aquellos cuyo uso no era solo algo concebible, sino quizá una tentación irresistible, la guerra apocalíptica empezaba a convertirse en algo cada vez más probable...

Cuando ya no estemos, dijo el hombre, por bueno que parezca pensarlo, no seremos reemplazados por una raza de simios nobles e inteligentes. Quizá sea reconfortante imaginar que, tras la extinción de los humanos, se le dé una oportunidad al planeta. Lamentablemente, el reino animal estaba perdido, dijo. Aunque ninguna de las maldades las realizasen ellos, los simios y todas las demás criaturas también estaban sentenciadas al igual que nosotros, es decir, que aquellos que todavía no han sido aniquilados. 

Pero pongamos que no hubiese amenaza nuclear, dijo el hombre. Pongamos que, debido a un milagro, todo el arsenal nuclear del mundo hubiese sido destruido de la noche a la mañana. ¿No nos enfrentaríamos aun así a los peligros que han producido generaciones de estupidez humana, de estrechez de miras y capacidad de autoengaño...?

Los empresarios de los combustibles fósiles, dijo el hombre. ¿Cuántos eran, cuántos éramos nosotros? Era completamente increíble que nosotros, la gente libre, los ciudadanos de una democracia, no hubiésemos logrado detenerlos, no hubiésemos logrado hacer frente a esos hombres y a esos políticos suyos mediadores que con tanto tesón trabajan para negar el cambio climático. Y pensar que esas mismas personas ya han cosechado miles de millones de beneficios que los han convertido en algunas de las personas más ricas que ha habido jamás. Pero cuando la nación más poderosa del mundo se puso de su lado, pavoneándose en primera línea de la negación, qué esperanzas le quedaban al planeta Tierra. Que las masas de refugiados que huían de la escasez de alimentos y agua potable causada por el desastre global ecológico encontrasen compasión allá donde su desesperación los llevase era absurdo, dijo el hombre. Por el contrario, pronto veremos la inhumanidad del hombre sobre el hombre a una escala nunca vista.

El hombre era un buen orador. En el atril que había ante él, tenía un iPad sobre el que su mirada se inclinaba de vez en cuando, pero en lugar de leer directamente del texto hablaba como si hubiese memorizado cada renglón. En ese aspecto era como un actor. Un buen actor. Era muy bueno. No vaciló ni se trabó con ninguna palabra, pero la charla tampoco daba la sensación de haber sido ensayada. Un regalo. Habló con autoridad y se mostró cuando menos convincente, evidentemente seguro de todo lo que decía. Al igual que en el artículo que yo había leído y en el que se basaba la charla, apoyaba sus declaraciones con numerosas referencias. Pero también había algo en él que indicaba que no le preocupaba resultar convincente. No era cuestión de opinión, lo que dijo eran hechos irrefutables. Daba igual que se le creyera o no. Por eso mismo me resultó extraño, me resultó verdaderamente extraño que diese esa charla. Yo había pensado, ya que se dirigía a gente de carne y hueso, a gente que había acudido a escucharlo, que emplearía un tono diferente del que yo recordaba del artículo de la revista. Había pensado que esta vez habría algo, si no entusiasta, al menos no una moraleja totalmente fatídica; un gesto, al menos, hacia un posible camino a seguir; unas migajas, aunque solo fuera eso, de esperanza. Como en lo de Ahora que conseguí tu atención, ahora que te he dejado muerto de miedo, hablemos sobre qué se puede hacer. Si no, ¿para qué hablar con nosotros, caballero? Esto, estoy segura, era lo que otros del público deben de haber sentido.

Ciberterrorismo. Bioterrorismo. La siguiente e inevitable gran pandemia de gripe, para la que estábamos, como era inevitable, desprevenidos. Infecciones mortales incurables debidas a nuestro uso indiscriminado de antibióticos. El aumento de los regímenes de extrema derecha por todo el mundo. La normalización de la propaganda y del engaño como estrategias políticas y fundamentos para la política gubernamental. La incapacidad de derrotar al yihadismo global. Prosperaban las amenazas a la vida y a la libertad, a cualquier cosa que merezca el nombre de civilización, dijo el hombre. Por otra parte, eran escasos los medios para combatirlas...

¿Y quién podría creer que la concentración de un poder tan amplio en las manos de unas pocas empresas tecnológicas –sin mencionar el sistema de vigilancia del que depende su dominación y beneficio– se dé por el beneficio futuro de la humanidad? ¿En serio hay alguien que duda de que las herramientas de estas compañías se conviertan un día en los medios más increíblemente eficaces para los fines más despiadados que se imaginen? Pero qué indefensos estábamos ante nuestros dioses y dueños tecnológicos, dijo el hombre. Era una buena pregunta, dijo: ¿Cuántos opiáceos más sacará Silicon Valley antes de que todo termine? ¿Cómo será la vida cuando el sistema asegure que el individuo ya ni siquiera tiene la opción de decir no a que lo sigan a todas partes y que le griten y le den golpecitos como a un animal en una jaula? De nuevo, ¿cómo ha podido permitir un pueblo que supuestamente ama la libertad que esto ocurra? ¿Por qué la gente no se indignó ante la mera idea del capitalismo de vigilancia? ¿Es que los mataban de miedo las grandes empresas tecnológicas? Un extraterrestre que un día estudie nuestro derrumbe muy bien podría concluir diciendo: La libertad era demasiado para ellos. Preferían ser esclavos.

Alguien que solo hubiese leído las palabras del hombre, en lugar de escucharlo y verle hablar, probablemente lo habría imaginado bastante diferente del modo en que actuó esa noche. Debido a sus palabras, al significado, a los terroríficos hechos, alguien se habría imaginado probablemente alguna muestra de emoción. No esas frases tranquilas y acompasadas. No esa máscara indiferente. Solo una vez capté un destello de sentimiento: cuando hablaba sobre los animales, se atragantó levemente. Para los humanos no parecía tener compasión. De vez en cuando, mientras hablaba, miraba por encima del atril y barría al público con su mirada de ave rapaz. Más tarde pensé que comprendí por qué no quiso aceptar preguntas. ¿Has estado alguna vez en una ronda de preguntas y respuestas donde al menos una persona no haya hecho un comentario desconsiderado o no haya formulado el tipo de pregunta irrelevante que sugería que no había escuchado ni una sola palabra de lo que acababa de decir el conferenciante? Yo era capaz de ver cómo, para este ponente, tras su charla, algo así habría resultado intolerable. Quizá tenía miedo de perder los estribos. Porque por supuesto, ahí estaba: Por encima de la frialdad, del control, se sentía. Emoción profunda y volcánica. Que, si se permitiese expresarla, sería escupida por su coronilla y nos quemaría hasta convertirnos en cenizas.

También había algo extraño, incluso rocambolesco, pensé, acerca de la actitud del público. Tan dóciles ante ese retrato nefasto de su futuro y el más nefasto aún que estaba ahí preparado para sus hijos. Una atención tan serena y educada, como si el conferenciante no hubiera estado describiendo una época en la que, en una inversión espantosa del orden natural, los jóvenes serían los primeros en envidiar a los viejos –etapa ya en curso, según él– y después los vivos envidiarían a los muertos.

Vaya cosa por la que aplaudir, pero es lo que hicimos, porque supongo que nos habría resultado incluso más raro no haberlo hecho, pero ahora me estoy adelantando a mí misma.

Antes del aplauso, antes del final de la charla, el hombre sacó un tema que de hecho provocó cierto oleaje en esa superficie lisa. Un murmullo recorrió la audiencia (y el hombre lo ignoró), la gente se revolvió en sus asientos y yo noté unos cuantos gestos de cabeza y, en alguna fila por detrás de mí, la risa nerviosa de una mujer.

Se había acabado, dijo. Era demasiado tarde, habíamos vacilado durante demasiado tiempo. Nuestra sociedad ya se había vuelto demasiado fragmentada y disfuncional para que arreglásemos a tiempo los errores calamitosos que habíamos cometido. Y, en cualquier caso, la atención de la gente seguía siendo evasiva. Ni los acontecimientos climatológicos extremos que se producen en cada estación, ni el riesgo de extinción de un millón de especies animales de todo el mundo logran que la destrucción del medioambiente ascienda en la lista de las mayores preocupaciones de nuestro país. Y qué triste, dijo, ver a tantos de las clases más creativas y formadas, a esos de los que esperaríamos soluciones creativas, abrazando, en lugar de ello, terapias personales y prácticas pseudorreligiosas que promovían el desapego, el centrarse en el momento, la aceptación del entorno personal tal y como fuese, la serenidad de cara a los cuidados de este mundo. (Este mundo no es sino una sombra, un cadáver, no es nada, este mundo no es real, no confundáis esta alucinación con el mundo real.) Cuidado de uno mismo, alivio de las ansiedades cotidianas personales, evitación del estrés: estos se han ido convirtiendo en algunos de los objetivos más elevados de nuestra sociedad, más elevados aparentemente que la salvación de la sociedad en sí. La furia de la atención plena no era más que otra distracción, dijo. Por supuesto que deberíamos estar estresados, dijo. Deberíamos estar totalmente consumidos por el terror. La meditación consciente podría ayudar a alguien a que se ahogue con serenidad, pero no hará absolutamente nada para enderezar el Titanic, dijo. No eran los esfuerzos individuales para obtener la paz interior ni era una actitud compasiva hacia los demás lo que habría conducido a acciones preventivas oportunas, sino más bien una obsesión colectiva, fanática, desmesurada por la fatalidad que se interpone ante nosotros. 

Era inútil, dijo el hombre, negar que nos espera un sufrimiento de inmensa magnitud, o que hubiera alguna escapatoria al respecto. 

Entonces, ¿cómo deberíamos vivir?

Una cosa que tendríamos que empezar a preguntarnos era si deberíamos o no seguir teniendo hijos.

(Aquí, la alteración que mencioné antes: murmullos y movimientos entre el público, la risa nerviosa de aquella mujer. Además, esta parte era nueva. El tema de los niños no se había mencionado en el artículo de la revista.)

Para ser claro, él no estaba diciendo que toda mujer que esperase un hijo debería considerar abortarlo, dijo el hombre. Por supuesto que no estaba diciendo eso. Lo que estaba diciendo era que quizá la idea de planear familias del modo en que la gente lo había estado haciendo durante generaciones necesitaba replantearse. Estaba diciendo que quizá era un error traer seres humanos a un mundo que tenía posibilidades tan firmes de convertirse, durante sus vidas, en un lugar lúgubre y terrorífico, o incluso totalmente invivible. Él preguntaba si seguir adelante ciegamente y comportarse como si esa posibilidad fuese mínima inexistente no es acaso egoísta, o quizá incluso inmoral y cruel.

Y después de todo, dijo, ¿no había ya innumerables niños en el mundo desesperados en busca de protección debido a amenazas ya existentes? ¿No había millones y millones de personas que sufrían varias crisis humanitarias que millones y millones de otras personas simplemente han elegido olvidar? ¿Por qué no volvíamos nuestra atención a los muchos sufrientes que ya están entre nosotros?

Y aquí, quizá, se hallaba la última oportunidad para redimirnos, dijo el hombre alzando la voz. El único rumbo para una civilización que afronta su propio final: Aprender cómo pedir perdón y cómo reparar en alguna diminuta medida el daño devastador que les hemos hecho a nuestra familia humana y a las demás criaturas y a la hermosa tierra. Amar y perdonarnos los unos a los otros lo mejor que podamos. Y aprender a decir adiós.

El hombre retiró su iPad del atril y caminó rápidamente hacia la zona trasera del escenario. Se podía escuchar por el ritmo de los aplausos que la gente estaba confundida. ¿Eso era todo? ¿Iba a volver? Pero fue la mujer que lo presentó quien reapareció sobre el podio, nos agradeció a todos nuestra presencia y nos dio a todos las buenas noches.

Y ahí estábamos entonces, ya en pie y saliendo en rebaño del auditorio, esparciéndonos fuera del edificio hacia el aire fresco y punzante de la noche, en la que justo ahora hacía la temperatura perfecta para ese mes en esa parte del mundo, a pesar de ser uno de los años más cálidos que se hayan registrado.
 

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Traducción de Mercedes Cebrián.

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Cuál es tu tormento


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