18/12/2020
Empieza a leer 'Como un ladrón en pleno día' de Slavoj Žižek


INTRODUCCIÓN: 
PRIMERO LAS MALAS NOTICIAS 
Y, LUEGO, LAS BUENAS... 
QUE PODRÍAN SER INCLUSO PEORES

La verdadera vida, de Alain Badiou, se abre con la provocativa afirmación de que, de Sócrates en adelante, la función de la filosofía consiste en corromper a la juventud, en alienarla (o mejor dicho, en «extrañarla» en el sentido del verfremden de Brecht) del orden ideológico-político imperante, a fin de sembrar dudas radicales y permitirle pensar de manera autónoma. Los jóvenes se someten al proceso educativo con la finalidad de quedar integrados en el orden social hegemónico, motivo por el cual la educación juega un papel fundamental en la reproducción de la ideología dominante. No es de extrañar que Sócrates, el «primer filósofo», fuera también su primera víctima y tuviera que ingerir veneno de su propia mano por orden del tribunal democrático de Atenas. ¿Y acaso esta incitación a pensar no es sinónimo del mal, entendiendo por mal la alteración del modo de vida establecido? Todos los filósofos han incitado a pensar: Platón sometió las viejas ideas y mitos a un implacable examen racional; Descartes socavó el universo armónico medieval; Spinoza acabó excomulgado; Hegel desató el poder destructor de la negatividad; Nietzsche desmitificó la mismísima base de nuestra moralidad, y, aun cuando a veces parezcan filósofos casi estatales, el poder nunca acabó de sentirse a gusto con ellos. Deberíamos considerar también sus contrapartidas, los filósofos «normalizadores» que intentaron recuperar el equilibrio perdido y reconciliar la filosofía con el orden establecido: Aristóteles en relación con Platón, Tomás de Aquino después del efervescente cristianismo primitivo, la teología racional posleibniziana con respecto del cartesianismo, el neokantismo en relación con el caos poshegeliano...

¿No podríamos considerar la pareja que forman Jürgen Habermas y Peter Sloterdijk la última encarnación de esta tensión entre incitación a pensar y normalización, como puede verse en la reacción de ambos hacia el demoledor impacto de las ciencias modernas, sobre todo las neurociencias y la biogenética? El avance de la ciencia actual destruye los presupuestos básicos de nuestra idea cotidiana de la realidad.

Hacia este importante progreso se adoptan cuatro actitudes principales. La primera consiste simplemente en insistir en un naturalismo radical; por ejemplo, reivindicar heroicamente la lógica del científico «desencanto con la realidad», cueste lo que cueste, aunque las mismas coordenadas fundamentales de nuestro horizonte de experiencias significativas queden hechas añicos. (En la neurociencia, Patricia y Paul Churchland optan por esta actitud de una manera absolutamente radical.) La segunda consiste en un intento desesperado de moverse debajo o más allá del enfoque científico para alcanzar una lectura del mundo supuestamente más original (aquí los principales candidatos son la religión y otros tipos de espiritualidad), tal como, en última instancia, hace Heidegger. El tercer y más desesperado enfoque consiste en forjar una especie de «síntesis» New Age entre la Verdad científica y el mundo premoderno del Sentido: lo que se afirma es que los nuevos resultados científicos (la física cuántica, por ejemplo) nos obligan a abandonar el materialismo y apuntan hacia una especie de nueva espiritualidad (gnóstica u oriental). Veamos una versión habitual de esta idea:

El suceso central del siglo XX es la abolición de la materia. En la tecnología, la economía y la política de las naciones, la riqueza en forma de recursos físicos va declinando en valor e importancia. Por todas partes vemos en ascenso el poder de la mente sobre la fuerza bruta de las cosas.

Esta argumentación representa la peor cara de la ideología. La reinscripción de la problemática científica propiamente dicha (el papel de las ondas y las oscilaciones en la física cuántica, por ejemplo) dentro del campo ideológico de «la mente contra la fuerza bruta» oculta el resultado realmente paradójico de la famosa «desaparición de la materia» en la física moderna: cómo los mismísimos procesos «inmateriales» pierden su carácter espiritual y se convierten en un tema legítimo de las ciencias naturales.

Ninguna de estas tres opciones es adecuada para el poder, que básicamente quiere estar en misa y repicando: necesita la ciencia como fundamento de la productividad económica, pero al mismo tiempo no desea que esta influya en las bases ético-políticas de la sociedad. Y así llegamos a la cuarta opción: una filosofía estatal neokantiana cuyo caso ejemplar hoy en día es Habermas (aunque hay otros, como Luc Ferry en Francia). Resulta un espectáculo bastante triste ver a Habermas intentando controlar los explosivos resultados de la biogenética y limitar sus consecuencias filosóficas: todo ello delata el miedo a que algo ocurra, a que surja una nueva dimensión de lo «humano», a que la vieja imagen de la dignidad y la autonomía humanas salga indemne del proceso. Es un caso en el que la reacción exagerada resulta habitual, como la ridícula respuesta al discurso de Sloterdijk en el castillo de Elmau sobre biogenética y Heidegger, en el que distinguimos ecos de la eugenesia nazi en la propuesta (bastante razonable) de que la biogenética nos obliga a formular nuevas reglas éticas. El progreso tecno-científico se percibe como una tentación que puede conducirnos a «ir demasiado lejos», a entrar en el territorio prohibido de las manipulaciones biogenéticas, etc., poniendo así en peligro la mismísima esencia de nuestra humanidad.

La última «crisis» ética a propósito de la biogenética crea de hecho la necesidad de lo que podríamos denominar de manera plenamente justificada una «filosofía estatal»: una filosofía que, por una parte, promovería la investigación científica y el progreso técnico y, por otra, limitaría todo su impacto socio-simbólico, es decir, impediría que supusiera una amenaza a la constelación existente teológico-ética. No es de extrañar que quienes más se acercan a satisfacer estas exigencias sean neokantianos: el propio Kant se centra en el problema de cómo garantizar, sin perder de vista la ciencia newtoniana, que la responsabilidad ética quede exenta del alcance de la ciencia; tal como él mismo lo expresó, limitó el alcance del saber para crear un espacio para la fe y la moralidad. ¿Acaso los filósofos estatales de hoy en día no se enfrentan a la misma tarea? ¿Acaso sus esfuerzos no se centran en cómo, a través de las diferentes versiones de la reflexión trascendente, limitar la ciencia a su horizonte predestinado de sentido y denunciar como «ilegítimas» sus consecuencias en la esfera ético-religiosa? En este sentido, Habermas es el filósofo definitivo de la (re)normalización, pues se esfuerza de manera desesperada en impedir el hundimiento de nuestro orden ético-político establecido:

¿Podría ocurrir que el corpus de Jürgen Habermas sea algún día el primero en el que no se encuentre ninguna incitación a pensar? Heidegger, Wittgenstein, Adorno, Sartre, Arendt, Derrida, Nancy, Badiou, incluso Gadamer, en todas partes uno tropieza con disonancias. La normalización se consolida. La filosofía del futuro es la integración por fin consumada.

La aversión que siente Habermas por Sloterdijk queda aquí perfectamente clara: Sloterdijk es el «incitador a pensar» por antonomasia, aquel que no teme «pensar peligrosamente» ni cuestionarse los supuestos de la libertad y la dignidad humanas, de nuestro Estado de bienestar liberal, etc. No debería asustarnos calificar de «malvada» esta orientación, si entendemos el «mal» en el sentido elemental explicado por Heidegger: «El mal y, por tanto, lo más peligroso es el propio pensamiento, en la medida en que tiene que pensar contra sí mismo y, no obstante, rara vez puede hacerlo así.» Deberíamos obligar a Heidegger a dar un paso más: no es solo que el pensamiento sea algo malvado en la medida en que no consigue pensar contra sí mismo, contra la manera acostumbrada de pensar; el pensamiento, en la medida en que su potencial más recóndito consiste en pensar libremente y «contra sí mismo», es lo que, desde el punto de vista del pensamiento convencional, no puede sino aparecer como «malvado». Resulta fundamental tanto persistir en esta ambigüedad como también resistir la tentación de encontrar una salida fácil definiendo algún tipo de «medida adecuada» entre los dos extremos de la normalización y el abismo de la libertad.

¿Significa esto que lo único que hemos de hacer es escoger un bando en esta disyuntiva: «corromper a la juventud» o garantizar una estabilidad primordial? El problema es que hoy en día la simple oposición se complica: nuestra realidad global-capitalista, impregnada como está de las ciencias, ya nos «incita a pensar», pues desafía nuestros supuestos más íntimos de una manera mucho más violenta que especulaciones filosóficas más descabelladas, con lo que la tarea del filósofo ya no es socavar el edificio simbólico jerárquico que sustenta la estabilidad social, sino –regresando a Badiou– conseguir que los jóvenes perciban los peligros del creciente orden nihilista que se presenta como el dominio de las nuevas libertades. Vivimos una época extraordinaria en la que no existe ninguna tradición en la que podamos basar nuestra identidad, ningún marco de universo significativo que nos permita llevar una vida que vaya más allá de la reproducción hedonista. El nihilismo actual –el reino del oportunismo cínico acompañado de una permanente ansiedad– se legitima como la liberación de las viejas represiones: disponemos de libertad para reinventar constantemente nuestra identidad sexual, para cambiar no solo de trabajo o de trayectoria profesional, sino incluso nuestros rasgos subjetivos más íntimos, como nuestra orientación sexual. Sin embargo, el alcance de estas libertades queda estrictamente prescrito tanto por las coordinadas del sistema existente como por la manera en que funciona de hecho la libertad consumista: la posibilidad de escoger y consumir se convierte de manera imperceptible en una obligación de elegir del superego. La dimensión nihilista de este espacio de libertades solo puede funcionar de una manera permanentemente acelerada: en cuanto frena, somos conscientes de la falta de sentido de todo el movimiento. Este Nuevo Desorden Mundial, esta civilización sin mundo que emerge gradualmente, afecta de manera evidente a los jóvenes, que oscilan entre la intensidad de vivir plenamente (el goce sexual, las drogas, el alcohol, incluso la violencia) y el ansia de triunfar (estudiar, tener una carrera profesional, ganar dinero... dentro del orden capitalista existente). La transgresión permanente se convierte así en la norma. Consideremos la encrucijada de la sexualidad o del arte actuales: ¿hay algo más aburrido, oportunista o estéril que sucumbir a la orden del superego de inventar constantemente nuevas transgresiones y provocaciones artísticas (la performance del artista masturbándose en escena o cortándose de manera masoquista, el escultor que exhibe cadáveres de animales en descomposición o excrementos humanos) o el mandato paralelo a entregarse a formas de sexualidad cada vez más «atrevidas»?

La única alternativa radical a esta locura parece ser la locura aún peor del fundamentalismo religioso, un repliegue violento a algún tipo de tradición artificialmente resucitada. La suprema ironía es que un retorno brutal a cualquier ortodoxia religiosa (inventada, naturalmente) se presenta como la «incitación a pensar» definitiva: ¿acaso no son los jóvenes terroristas suicidas la forma más radical de juventud corrupta? La gran tarea del pensamiento actual consiste en discernir los contornos precisos de esta encrucijada y encontrar una salida. Un suceso reciente ilustra a la perfección la coincidencia paradójica de opuestos que subyace al paso que va de la fidelidad a la tradición a una «incitación a pensar» transgresora. En un hotel de Skopie, Macedonia, en el que me alojé hace poco, mi compañera preguntó si podía fumar en la habitación y la respuesta que obtuvo del recepcionista fue impagable: «Claro que no, está prohibido por la ley. Pero en la habitación tiene ceniceros, de manera que no hay problema.» La contradicción entre prohibición y permiso se asumía de manera tan descarada que quedaba anulada, se trataba como si no existiera; el mensaje era el siguiente: «Está prohibido y así es como tienes que hacerlo.» Este incidente nos ofrece probablemente la mejor metáfora de la delicada situación ideológica en la que nos encontramos.

¿Cómo hemos llegado a este punto? Una de las mayores aportaciones de la cultura estadounidense al pensamiento dialéctico es la serie de vulgares chistes de médicos del tipo «Primero la mala noticia y, luego, la buena» como este: «La mala noticia es que padece usted cáncer terminal y morirá en un mes. La buena es que también hemos descubierto que sufre un alzhéimer avanzado, de manera que cuando llegue a casa ya habrá olvidado la mala noticia.» Quizá deberíamos recordar la política radical de manera parecida. Después de tantas «malas noticias», de ver tantas esperanzas brutalmente aplastadas en el espacio de la acción radical –que, por un extremo, tendría a Maduro en Venezuela y, por el otro, a Tsipras en Grecia–, es fácil sucumbir a la tentación de afirmar que dicha acción no ha tenido nunca ninguna oportunidad de triunfar, que estaba condenada desde el principio, que la esperanza de un cambio real y eficaz a mejor era una mera ilusión. Lo que no deberíamos hacer es buscar «buenas noticias» alternativas, sino distinguir entre las buenas y las malas noticias, cambiar nuestro punto de vista y verlo de una manera nueva. Tomemos la perspectiva de la automatización de la producción, que –o eso teme la gente– disminuirá de manera drástica la demanda de trabajadores y hará que se dispare el desempleo. ¿Por qué hay que temer esta perspectiva? ¿Acaso no abre la posibilidad de una nueva sociedad en la que todos tendremos que trabajar mucho menos? ¿En qué tipo de sociedad vivimos en que las buenas noticias se convierten automáticamente en malas? Consideremos otro ejemplo de buenas/malas noticias: la lección básica de la reciente relación pública de los así llamados Papeles del Paraíso, ¿no revela el hecho de que los ultrarricos viven en zonas especiales en las que no imperan las leyes habituales?

Están surgiendo nuevas zonas de actividad emancipadora, como las de las ciudades en las que el alcalde o el ayuntamiento imponen programas progresistas que se oponen a las normas estatales o federales. Abundan los ejemplos, desde ciudades individuales (Barcelona, Newark, Nueva York, incluso) hasta una red de ciudades: hace poco, muchas autoridades locales de Estados Unidos decidieron seguir respetando los compromisos para combatir las amenazas ecológicas que quedaron cancelados por la administración Trump. Lo importante aquí es que las autoridades locales demostraron ser más sensibles a los temas globales que las autoridades estatales superiores. Por ello, no deberíamos reducir este nuevo fenómeno a una lucha de las comunidades locales contra las regulaciones estatales: las autoridades administrativas locales se interesan por temas que son a la vez locales y globales, cosa que presiona al Estado en dos direcciones. Por ejemplo, la alcaldesa de Barcelona insiste en abrir la ciudad a los refugiados, mientras que se opone a la excesiva invasión de turistas que sufre la ciudad.

Otro paso emancipador es el hecho de que las mujeres se manifiesten masivamente contra la violencia sexual masculina. La cobertura mediática de estos fenómenos no debería distraernos de lo que ocurre en realidad: ni más ni menos que un cambio que está marcando época, un gran despertar, un nuevo capítulo en la historia de la igualdad. Durante miles de años, las relaciones entre los sexos estuvieron reguladas y fueron inamovibles; ahora, todo esto se cuestiona y se socava. Y ahora los manifestantes ya no son una minoría LGTB+, sino una mayoría: las mujeres. Lo que vemos ahora es algo de lo que siempre hemos sido conscientes, pero que no hemos sido capaces (no hemos estado dispuestos ni preparados) de abordar abiertamente: los cientos de maneras en que la mujer es explotada sexualmente. Ahora las mujeres nos hacen ver el oscuro envés de nuestras proclamas oficiales de igualdad y respeto y, entre otras cosas, descubrimos lo hipócrita y tendenciosa que ha sido nuestra crítica tan en boga a la opresión de la mujer en los países musulmanes: debemos enfrentarnos a la realidad de nuestras propias formas de opresión y explotación.

Al igual que en cualquier agitación revolucionaria, habrá numerosos «injusticias», ironías, etc. (Por ejemplo, dudo que las actuaciones del cómico estadounidense Louis C.K., por deplorables y groseras que sean, se puedan situar al mismo nivel que la violencia sexual directa.) Pero de nuevo, nada de todo esto debería distraernos, sino que más bien deberíamos centrarnos en el problema que nos concierne. Aunque algunos países ya experimentan una nueva cultura sexual pospatriarcal (fijémonos en Islandia, donde dos tercios de los niños nacen fuera del vínculo matrimonial y donde las mujeres ocupan más puestos que los hombres en las instituciones públicas), una de las tareas más urgentes consiste en explorar qué ganamos y qué perdemos en la alteración de los procedimientos de cortejo tradicional. Tendrán que establecerse nuevas normas a fin de evitar una cultura estéril de miedo e incertidumbre; además, naturalmente, debemos asegurarnos de que este despertar no se convierta en un caso más en el que la legitimación política se basa en la condición de víctima del sujeto.

¿No es la característica básica de la subjetividad actual la extraña combinación del sujeto libre que se ve como responsable en última instancia de su destino, y el sujeto que fundamenta la autoridad de su discurso en su condición de víctima de unas circunstancias que escapan a su control? Cualquier contacto con otro ser humano se experimenta como una posible amenaza: si el otro fuma o si me lanza una mirada de deseo, ya me está agrediendo. Esta lógica de la victimización es hoy universal y va más allá de los casos habituales de acoso racial o sexual: recordemos, por ejemplo, la creciente industria económica del pago de indemnizaciones, desde el acuerdo de las tabacaleras en Estados Unidos y las reclamaciones económicas de las víctimas del Holocausto y de todos aquellos que sufrieron trabajos forzados en la Alemania nazi a la idea de que Estados Unidos debería pagar a los afroamericanos cientos de miles de millones de dólares por todo aquello a lo que no han podido acceder por culpa de la esclavitud. La idea de que el sujeto es una víctima irresponsable obedece a una perspectiva narcisista en la que cada encuentro con el Otro parece una posible amenaza al precario equilibrio imaginario del sujeto; como tal, no es lo opuesto al sujeto libre de la sociedad liberal, sino más bien su complemento inherente. En la forma predominante de la individualidad actual, la afirmación egocéntrica del sujeto psicológico se solapa de manera paradójica con la percepción de uno mismo como víctima de las circunstancias.

Regresando al cenicero: el peligro es que, de manera análoga, en el despertar que tiene lugar ahora, la ideología de la libertad personal pueda fusionarse de manera silenciosa con la lógica del victimismo (con lo que la libertad se vería reducida a la libertad de poner de manifiesto la propia condición de víctima). Una politización radical emancipadora del despertar será entonces superflua y la lucha de las mujeres acabará siendo una más de una serie de protestas: contra el capitalismo global, las amenazas ecológicas, el racismo, por una democracia diferente, etc.

¿Cómo podrá darse entonces una transformación social radical? Desde luego, no como una victoria triunfal, ni siquiera en esas catástrofes que se debaten y se predicen ampliamente en los medios, sino «como un ladrón en la noche»: «Vosotros mismos sabéis perfectamente que el Día del Señor ha de venir como un ladrón en la noche. Cuando digan: “Paz y seguridad”, entonces mismo, de repente, vendrá sobre ellos la ruina, como los dolores de parto a la que está encinta; y no escaparán» (Primera epístola de San Pablo a los Tesalonicenses, 5:2-3). Pero ¿no está ocurriendo ya en nuestra sociedad, obsesionada como está con la «paz y la seguridad»? Si lo analizamos con más detenimiento, sin embargo, vemos que el cambio ya está ocurriendo a plena luz del día: el capitalismo se desintegra abiertamente y se transforma en otra cosa. No percibimos esta transformación porque estamos profundamente inmersos en la ideología.

Lo mismo se puede decir del tratamiento psicoanalítico, en el que la resolución también llega «como un ladrón en pleno día», como una consecuencia inesperada, nunca como la consecución de una meta planteada de antemano. Por eso, la práctica psicoanalítica es algo solo posible a causa de su propia imposibilidad: una afirmación que muchos tacharían al instante de típica muestra de la jerga posmoderna. Sin embargo, ¿no apuntaba el propio Freud en esta dirección cuando escribió que las condiciones ideales para el tratamiento psicoanalítico eran aquellas en las que el psicoanálisis ya no era necesario? Esta es la razón por la que Freud incluyó la práctica del psicoanálisis entre las profesiones imposibles. En cuanto empieza el tratamiento psicoanalítico, el paciente se resiste a él (entre otras cosas) haciendo uso de la transferencia y, gracias al análisis de transferencias y otras formas de resistencia, avanza el mismo. No puede existir un tratamiento directo, «fluido»: en el tratamiento, en cuanto intentamos sortear estos obstáculos, tropezamos con obstáculos de inmediato.

Y volviendo a la política: ¿no se puede decir exactamente lo mismo de cada revolución y cada proceso de emancipación radical? La revoluciones solo son posibles en el contexto de su propia imposibilidad: el orden global-capitalista existente puede contrarrestar de inmediato todos los intentos de subvertirlo y la lucha anticapitalista solo puede ser eficaz si se enfrenta a estas contramedidas, si convierte en arma los mismísimos instrumentos de su derrota. No tiene sentido esperar el momento justo cuando podría darse un cambio paulatino; este momento nunca llegará, la historia nunca nos proporcionará esa oportunidad. Hay que arriesgarse e intervenir, aun cuando conseguir nuestra meta parezca (y en cierto sentido sea) imposible: solo actuando así se puede transformar la situación de manera que lo imposible se vuelva posible, de un modo siempre impredecible.

Aunque podría dar la impresión de que estamos irremediablemente a merced de la manipulación de los medios, a veces ocurren milagros y de repente el falso universo de la manipulación puede desmoronarse y desaparecer por sí solo. En la campaña que precedió a las elecciones generales del Reino Unido de 2017, Jeremy Corbyn fue el objetivo de una bien planeada campaña de difamación por parte de los medios conservadores, que lo presentaron como una persona indecisa, incompetente, indigna de ser elegida, etc. ¿Cómo salió tan bien parado de ello? No basta con decir que supo resistir las calumnias con su exhibición de sencilla honestidad, decencia e interés por las preocupaciones de la gente corriente. Salió bien de todo ello precisamente por el intento de difamarlo: sin esa campaña, probablemente habría seguido siendo un líder aburrido, sin carisma y sin unas ideas claras, un representante más del viejo Partido Laborista. Gracias a la reacción a esa implacable campaña en su contra, lo convencional del personaje acabó siendo una cualidad positiva, algo que atrajo a los votantes disgustados por los vulgares ataques que le dedicaban, y ese cambio fue impredecible: no había manera de determinar de antemano qué resultados tendría la campaña negativa. Y esta incertidumbre es un rostro de la determinación simbólica que no puede explicarse en términos de un simple determinismo lineal: no es una cuestión de datos insuficientes, de que un argumento sea más convincente que otro, sino de cómo los mismos argumentos pueden ir a favor o en contra. El rasgo de un carácter –la acentuada y convencional decencia de Corbyn– podía ser un argumento a su favor (pues los votantes estaban hartos del bombardeo mediático conservador) o un argumento en su contra (para aquellos votantes que creen que un líder debe ser fuerte y carismático). El añadido je ne sais quoi que decide qué acontecimientos tendrán lugar es lo que escapa de la propaganda bien planificada.


Aquellos que siguen las oscuras especulaciones cosmológico-espirituales estarán familiarizados con una idea popular: cuando tres astros (generalmente la Tierra, su luna y el Sol) se encuentran en el mismo eje, tiene lugar algún suceso catastrófico; todo el orden del universo se desbarata momentáneamente y tiene que recuperar su equilibrio (tal como supuestamente tenía que ocurrir en 2012). ¿No se podría decir algo parecido del año 2017, en el que coincidieron tres aniversarios: no solo celebramos el centenario de la Revolución de Octubre, sino también el centésimo quincuagésimo aniversario de la primera edición de El capital de Marx (1867) y el quincuagésimo aniversario de la así llamada Comuna de Shanghái, cuando, durante la Revolución Cultural, los vecinos de Shanghái decidieron seguir de manera literal la llamada de Mao y tomar directamente el poder, derrocando el gobierno del Partido Comunista, motivo por el cual Mao rápidamente decidió restaurar el orden enviando al ejército para aplastar la Comuna. ¿Acaso estos tres sucesos no marcan las tres fases del movimiento comunista? El capital de Marx esbozó los fundamentos teóricos de la revolución comunista; durante la Revolución de Octubre se consiguió derrocar por primera vez un Estado burgués y construir un nuevo orden económico-social y, finalmente, la Comuna de Shanghái representa el intento más radical de llevar a la práctica el aspecto más atrevido de la teoría comunista: la abolición del poder estatal y la imposición del poder directo del pueblo, organizado como una red de comunas locales.

La lección que hemos de aprender en este caso es que, cuando consideramos el centenario de la Revolución de Octubre –el primer caso de un «territorio liberado» que queda fuera del capitalismo, de una toma de poder y de una ruptura de la cadena de Estados capitalistas–, siempre deberíamos considerarlo el estado intermedio (mediador) entre los extremos: la estructura antinómica de la sociedad capitalista (tal como se analiza en El capital), de la que surgió el movimiento comunista, y las no menos antinómicas péripéties del poder del Estado comunista, que culminaron en el callejón sin salida de la Revolución Cultural china. El nuevo poder, después de la victoria, se enfrenta a la inmensa tarea de organizar la nueva sociedad. Recordemos el diálogo entre Lenin y Trotski en la víspera de la Revolución de Octubre. Lenin dijo: «¿Qué ocurrirá si fracasamos?» A lo que Trotski replicó: «¿Qué ocurrirá si triunfamos?»

Hoy en día, todavía estamos atascados en esta pregunta. Este libro lo aborda en tres trágicos actos, añadiendo un cuarto, una especie de añadido cómico. La premisa del libro es que en la actualidad, más que nunca, deberíamos atenernos a la idea marxista básica: el comunismo no es una idea, un orden normativo, una especie de «axioma» ético-político, sino algo que surge como reacción a un proceso histórico en curso y a sus encrucijadas. En 1985, Félix Guattari y Toni Negri publicaron un breve libro titulado en francés Les nouveaux espaces de liberté, cuyo título se transformó en la traducción inglesa en Communists Like Us (Los Ángeles, Semiotexte, 1990). De manera fortuita, este título apunta a la inminente formación de una clase media alta en la idea comunista, que tuvo un modesto rendimiento como eslogan para algunos académicos prósperos que no tenían ninguna relación con los pobres explotados de verdad. Los nuevos comunistas son «como nosotros»: izquierdistas culturales académicos corrientes y molientes; no se da ninguna transformación radical subjetiva. El «comunismo» se convierte en una isla a la que uno se «retira», un perfecto ejemplo de lo que se podría denominar «oportunismo con principios», es decir, seguir fiel a ideas «radicales» abstractas como método para permanecer «puro», evitando «compromisos», porque uno también evita cualquier compromiso en la política real.

De manera que cuando hablamos de la permanente relevancia (o irrelevancia, si a eso vamos) de la idea del comunismo, no deberíamos pensar en una idea reguladora en el sentido kantiano, sino en el estricto sentido hegeliano, pues, para Hegel, la «idea» es un concepto que no es una mera Obligación (Sollen), sino que también contiene la capacidad de su realización. La cuestión de la construcción de la idea del comunismo consiste, por tanto, en distinguir cuál de nuestras tendencias existentes apunta hacia él, pues, de lo contrario, no vale la pena perder el tiempo con esta idea.
 

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Traducción de Damià Alou.

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Como un ladrón en pleno día
 

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