11/05/2021
Empieza a leer 'Barra siniestra' de Vladimir Nabokov


INTRODUCCIÓN

Barra siniestra fue la primera novela que escribí en América, y esto ocurrió media docena de años después de que ella y yo nos adoptásemos mutuamente. La mayor parte del libro se compuso durante el invierno y la primavera de 1945-1946, en un periodo de mi vida particularmente despejado y vigoroso. Mi salud era excelente. Mi consumo diario de cigarrillos había alcanzado la marca de cuatro cajetillas. Dormía al menos cuatro o cinco horas y me pasaba el resto de la noche paseando, lápiz en mano, por el deslucido pisito de Craigie Circle, en Cambridge (Massachusetts), donde me alojaba, entre una anciana de pies petrificados y una joven de oído hipersensible. Todos los días, incluidos los domingos, me pasaba diez horas estudiando la estructura de ciertas mariposas en el paraíso laboratorio del Museo de Zoología Comparada de Harvard; pero tres veces por semana solo permanecía allí hasta el mediodía, hora en que me apartaba a viva fuerza del microscopio y de la cámara lúcida para trasladarme a Wellesley (en tranvía y autobús, o en metro y ferrocarril), donde enseñaba gramática y literatura rusas a las universitarias.

El libro quedó terminado una noche cálida y lluviosa, más o menos como la que describo al final del capítulo XVIII. Un amable amigo, Edmund Wilson, leyó el texto mecanografiado y recomendó el libro a Allen Tate, el cual hizo que lo publicara Holt en 1947. Yo estaba profundamente absorto en otros trabajos, pero no dejé de advertir el poco ruido que armó. Que yo recuerde, solo dos semanarios, Time y The New Yorker, según creo, lo alabaron.

El término barra siniestra significa «faja o tira heráldica que parte del ángulo izquierdo» (y que, común pero incorrectamente, se considera signo de bastardía). Su elección como título fue un intento de sugerir un perfil quebrado por refracción, una distorsión en el espejo del ser, un mal giro dado por la vida, un mundo siniestro, en ambos sentidos de la palabra. El inconveniente del título está en que el lector solemne, que busca en una novela «ideas generales» o «interés humano» (que es casi lo mismo), quizá se sienta inducido a buscarlos en esta.

Existen pocas cosas más aburridas que una discusión de ideas generales impuesta por el autor o el lector a una obra de ficción. El objeto de este prólogo no es mostrar que Barra siniestra pertenece o deja de pertenecer a la «literatura seria» (que es un eufemismo de la profundidad superficial y de la siempre bien recibida vulgaridad). Nunca me ha interesado la llamada literatura de comentarios sociales (en la jerga periodística y comercial: «grandes libros»). Yo no soy «sincero». No soy «provocador». No soy «satírico». No soy didáctico ni suelo alegorizar. La política y la economía, las bombas atómicas, las formas de arte primitivas o abstractas, todo Oriente, los síntomas del «deshielo» en la Rusia soviética, el futuro de la humanidad, etc. me dejan absolutamente indiferente. Como en el caso de mi Invitado a una decapitación –con el cual tiene este libro evidentes afinidades–, una comparación automática de Barra siniestra con las creaciones de Kafka o los tópicos de Orwell solo serviría para demostrar que el autómata no ha leído al gran escritor germano ni al mediocre escritor inglés.

De manera parecida, la influencia de mi época en el presente libro es tan insignificante como la influencia de mis libros, al menos de este, en mi época. Desde luego, pueden percibirse ciertos reflejos en el cristal, causados directamente por los idiotas y despreciables regímenes que todos conocemos y que me rozaron en el curso de mi vida: mundos de tiranía y de tortura, de fascistas y de bolcheviques, de pensadores filisteos y de mandriles de botas altas. También es indudable que, sin estos infames modelos, no habría podido mechar esta fantasía con fragmentos de discursos de Lenin, un trozo de la Constitución soviética y pedazos de pseudoeficiencia nazi.

Aunque el sistema de retener personas como rehenes es tan viejo como la más antigua guerra, se introduce un matiz nuevo cuando un Estado tiránico está en guerra con sus propios súbditos y puede tomar a cualquier ciudadano como rehén, sin ninguna ley que lo restrinja. E incluso hubo un perfeccionamiento más reciente, consistente en el uso sutil de lo que llamaré «la palanca del amor» –diabólico método (aplicado con gran éxito por los soviéticos) que consiste en atar a un rebelde a su desdichado país con las retorcidas cuerdas de su propio corazón–. Sin embargo, hay que señalar que en Barra siniestra el todavía joven Estado policial de Paduk –donde el pueblo presenta como rasgo nacional cierto embotamiento del ingenio (aumentando con ello las posibilidades de confusiones y chapucerías tan típicas, a Dios gracias, de todas las tiranías)– va retrasado, en relación con los regímenes actuales, en el empleo afortunado de esta palanca del amor, el cual busca al principio bastante a tientas: pierde tiempo en la inútil persecución de los amigos de Krug, y solo advierte por casualidad (en el capítulo XV) que apoderándose de su hijo pequeño se le puede obligar a hacer lo que se quiera.

El argumento de Barra siniestra no gira realmente alrededor de la vida y la muerte en un grotesco Estado policial. Mis personajes no son «tipos» ni portadores de tal o cual «idea». Paduk, el abyecto dictador y excondiscípulo de Krug (indefectiblemente atormentado por los chicos, indefectiblemente mimado por el celador del colegio); el doctor Alexander, agente del Gobierno; el inefable Hustav; el frío Crystalsen y el desventurado Kolokololiteishchikov; las tres hermanas Bachofen; el chusco policía Mac; los brutales e imbéciles soldados: todos ellos son solo absurdos espejismos, ilusiones opresivas para Krug durante su breve lapso de existencia, que se desvanecen, inofensivos, cuando yo despido a los actores.

El tema principal de Barra siniestra lo constituyen, pues, los latidos del amante corazón de Krug, la tortura y la intensa ternura a que se ve sometido..., y, si se escribió este libro y creo que debe ser leído, es por mor de las páginas referentes a David y a su padre. Otros dos temas acompañan al principal: el tema de la estúpida brutalidad que frustra su propio objetivo al destruir al niño verdadero y conservar al equivocado, y el tema de la bendita locura de Krug, cuando percibe súbitamente la realidad simple de las cosas y es consciente, aunque no puede expresarlo en palabras de su mundo, de que él y su hijo y su esposa y todos los demás son meramente antojos y jaquecas míos.

¿Formulo por mi parte algún juicio, pronuncio alguna sentencia, doy alguna satisfacción al sentido moral? Si unos imbéciles y unos brutos pueden castigar a otros brutos e imbéciles, y si el crimen conserva aún un significado objetivo en el mundo insensato de Paduk (todo lo cual es muy dudoso), podemos afirmar que el crimen sí se ve castigado al final del libro, cuando las uniformadas figuras de cera padecen de verdad, y los muñecos sufren por fin un terrible dolor, y la linda Mariette sangra lentamente, marcada y desgarrada por la lujuria de cuarenta soldados.

La trama empieza a cocerse en el caldo brillante de un charco de lluvia. Krug observa el charco desde una ventana del hospital donde está muriendo su esposa. El charco oblongo, con la forma de una célula a punto de escindirse, reaparece como un motivo recurrente a lo largo de toda la novela: como un borrón de tinta en el capítulo IV; como una mancha de tinta en el capítulo V; como leche derramada en el XI; como un pensamiento ciliado, parecido a un infusorio, en el XII; como la huella fosforescente del pie de un isleño en el capítulo XVIII, y como la marca que deja un alma en la textura íntima del espacio en el párrafo final. El charco, avivado y reavivado de esta suerte en la mente de Krug, permanece ligado a la imagen de su esposa, no solo porque él ha contemplado el ocaso enmarcado desde el lecho de muerte de ella, sino también porque este charquito le hace evocar vagamente el eslabón que le une conmigo: un desgarrón en este mundo que conduce a otro mundo de ternura, de brillantez y de belleza.

Una imagen que acompaña a la anterior y que habla aún más elocuentemente de Olga es la visión de esta despojándose de sí misma, de sus joyas, del collar y de la tiara de la vida terrena, delante de un resplandeciente espejo. Este cuadro aparece seis veces en el curso de un sueño, entre los recuerdos líquidos, refractados por el sueño, de la juventud de Krug (capítulo V).

La paronomasia es una especie de epidemia verbal, una enfermedad contagiosa en el mundo de las palabras; no es de extrañar que estas aparezcan monstruosa y torpemente distorsionadas en Padukgrado, donde cada cual es simplemente un anagrama de todos los demás. El libro abunda en distorsiones estilísticas, como retruécanos cruzados con anagramas (en el capítulo II, la «circunferencia» rusa, krug, se convierte en un «pepino» teutónico, Gurke/Gurk, con una alusión adicional a Krug invirtiendo su trayecto sobre el puente); sugestivos neologismos (la amorandola, una guitarra local); parodias de tópicos narrativos («que había oído las últimas palabras» y «que parecía ser el jefe del grupo», capítulo II); transposiciones («silencio», silence, y «ciencia», science; el salto de la rana en el capítulo XVII), y, desde luego, hibridación de lenguas.

El idioma del país, tal como se habla en Padukgrado y en Omigod, y también en el valle del Kur, los montes Sakra y en la región del lago Malheur, es una mezcla híbrida de eslavo y germánico, con un fuerte acento kuraniano (especialmente acusado en las exclamaciones de dolor); pero el ruso y el alemán familiares se emplean también por parte de representantes de todos los grupos, desde el vulgar soldado ekwilista hasta el intelectual discriminador. Por ejemplo, Ember, en el capítulo VII, da a su amigo una muestra de los tres primeros versos del soliloquio de Hamlet (acto III, escena I) traducidos a la lengua vernácula (con una pseudoerudita interpretación del primer verso, tomado para referirse a la proyectada muerte de Claudius, a saber, «¿tiene que ser o no ser el asesinato?»). Luego continúa con una versión rusa de parte del parlamento de la reina en el acto IV, escena VII (también con la introducción de un escolio) y una espléndida traducción al ruso del pasaje en prosa del acto III, escena II, que empieza «would not this, Sir, and a forest of feathers...». Los problemas de traducción, las fluidas transiciones de una lengua a otra, las semánticas transparencias que tienden capas de un sentido que se encoge o se dilata, son tan características de Sinisterbad como lo son los problemas económicos de tiranías más conocidas.

En este espejo deformante de terror y de arte, una pseudocita tomada de oscuros shakespearianismos (capítulo III) produce de algún modo, a pesar de su falta de significación literal, la confusa imagen diminuta de la acrobática hazaña que, tan espléndidamente, nos da un brillante final con vistas al capítulo siguiente. Una selección casual de incidentes yámbicos entresacados de la prosa de Moby Dick aparece disfrazada de «un famoso poema norteamericano» (capítulo II). Si el «almirante» y su «flota» en un manido discurso oficial (capítulo IV) son mal interpretados por el viudo, que oye «aspirante» y su «bota», se debe a que la casual referencia que acaba de hacerse a un hombre que pierde a su esposa oscurece y deforma la frase siguiente. Cuando Ember recuerda, en el capítulo III, cuatro novelas de gran éxito, el atento usuario de trenes no puede dejar de advertir que los títulos de tres de ellas forman, aproximadamente, la orden fijada en los lavabos de NO DESCARGAR CUANDO EL TREN PASA POR CIUDADES Y PUEBLOS, mientras que el cuarto alude a la vana Canción de Bernadette, de Werfel, mitad hostia sacramental, mitad caramelo. De manera parecida, al principio del capítulo VI, donde se mencionan otras novelas populares del momento, una ligera desviación en el espectro del significado reemplaza el título Lo que el viento se llevó (sisado de Cynara, de Dowson) por el de Rosas lanzadas (sisado del mismo poema), y una fusión de dos novelas baratas (de Remarque y Shólojov) produce la genial Sin novedad en el Don apacible.

Stéphane Mallarmé dejó tres o cuatro bagatelas inmortales, entre las que se cuenta L’après-midi d’un faune (La siesta de un fauno), redactada por primera vez en 1865. Krug está obsesionado por un pasaje de esta voluptuosa égloga, donde el fauno acusa a la ninfa de desprenderse de su abrazo «sans pitié du sanglot dont j’étais encore ivre» («sin apiadarse del sollozo que aún me emborrachaba»). Partes de este verso resuenan en todo el libro, aflorando, por ejemplo, en el «malarma ne donje» del lamento del doctor Azureus (capítulo IV) y en el «donje te zankoriv» de Krug, cuando, con aire de disculpa, interrumpe el beso del estudiante y su pequeña Carmen (prefiguración de Mariette), en el mismo capítulo. También la muerte es una despiadada interrupción; la fuerte sensualidad del viudo busca un patético desahogo en Mariette, pero, cuando ase ávidamente las caderas de la improvisada ninfa a la que está a punto de gozar, el ensordecedor ruido en la puerta rompe para siempre el palpitante ritmo.

Tal vez se me preguntará si vale la pena que un autor cree y distribuya estas delicadas marcas, cuya naturaleza exige que no sean demasiado visibles. ¿Quién se molestará en advertir que Pankrat Tzikutin, el andrajoso y viejo pogromista (capítulo XIII), es Sócrates el Cicutero; que «el niño es atrevido», en la alusión a la inmigración (capítulo XVIII), es una frase hecha que se emplea para probar la habilidad en la lectura de un presunto ciudadano estadounidense; que Linda no hurtó a fin de cuentas el pequeño mochuelo de porcelana (al principio del capítulo X); que los pilluelos del patio (capítulo VII) han sido dibujados por Saul Steinberg; que el «padre de otra doncella del río» (capítulo VII) es James Joyce, que escribió Winnipeg Lake (ibid.), y que la última palabra del libro no es un error de imprenta (como supuso, en el pasado, al menos un corrector de pruebas)? A la mayoría de la gente ni siquiera le importará haber pasado todo esto por alto; los lectores de buena voluntad aportarán sus propios símbolos y móviles, y radios portátiles, a mi pequeña fiesta; los irónicos señalarán la fatuidad fatal de mis explicaciones en este prólogo y me aconsejarán que ponga notas la próxima vez (las notas siempre les parecen graciosas a ciertas mentalidades). Sin embargo, a la larga, lo único que cuenta es la satisfacción privada del autor. Raras veces releo mis libros, y cuando lo hago es con el propósito utilitario de revisar una traducción o de comprobar una nueva edición; pero, cuando los repaso, lo que más me gusta es el rumor marginal de este o aquel tema escondido.

Así, en el segundo párrafo del capítulo V, aparece la primera insinuación de que hay «alguien que sabe», un misterioso intruso que aprovecha el sueño de Krug para transmitir su propio y peculiar mensaje cifrado. El intruso no es el Charlatán Vienés (todos mis libros deberían llevar la advertencia «Freudianos, prohibido el paso»), sino una deidad antropomorfa que yo encarno. En el último capítulo del libro, esta deidad siente una punzada de piedad por sus criaturas y se apresura a actuar. Krug, en un súbito estallido de locura, comprende que está en buenas manos: nada importa realmente en el mundo, no hay nada que temer, y la muerte solo es una cuestión de estilo, un simple recurso literario, una resolución musical. Y mientras la sonrosada alma de Olga, simbolizada ya en un capítulo anterior (IX), zumba en la húmeda oscuridad de la ventana iluminada de mi habitación, Krug regresa tranquilamente al seno de su creador.

Vladimir Nabokov,
Montreux, 9 de septiembre de 1963


I

Un charco oblongo engastado en el tosco asfalto; como la caprichosa huella de un pie llena hasta el borde de azogue; como un agujero espatulado a través del cual puede verse el cielo inferior. Rodeado, según advierto, por una humedad tentacular difusa y negra, en los lugares donde se habían pegado algunas hojas muertas pardas y opacas. Ahogadas, diría yo, antes de que el charco se redujese a su tamaño actual.

Yace en la sombra, pero contiene una muestra de un brillo distante, de un sitio donde hay árboles y dos casas. Miradlo más de cerca. Sí, refleja un fragmento de pálido cielo azul –un tono suave e infantil de azul– que deja un regusto de leche en mi boca, porque hace treinta y cinco años tenía yo una taza de ese color. También refleja una pequeña maraña de ramitas desnudas y la parda cavidad que ha dejado una rama más gruesa cortada por su base, y una barra transversal de brillante color crema. Se te ha caído algo; esto es tuyo, casa cremosa bajo el sol en la lejanía.

Cuando el viento de noviembre produce uno de sus recurrentes estremecimientos helados, un rudimentario torbellino de ondas diminutas altera la brillante superficie del charco. Dos hojas, trilobuladas, como si fueran dos bañistas temblorosos con tres piernas, son arrastradas por su ímpetu hasta el centro, donde se detienen de pronto y flotan completamente planas. Las cuatro y veinte minutos. Vista desde una ventana del hospital.

Árboles de noviembre, álamos, según creo, dos de los cuales brotan directamente del asfalto, todos ellos bajo el frío y brillante sol, con sus cortezas relucientes y llenas de estrías, y una intrincada red de innumerables ramitas pulidas y desnudas, oro viejo, pues ellas son las que reciben mayor cantidad del falsamente suave sol allá en lo alto. Su inmovilidad contrasta con el espasmódico temblor del reflejo en el charco, ya que la emoción visible de un árbol es la masa de sus hojas y apenas quedan algo más de treinta y siete o cosa así, aquí y allá, en uno de los lados del árbol. Solo flamean un poco, con un matiz neutro, pero bruñidas por el sol que les ha acabado dando el mismo tono dorado de icono que tienen los enredados billones de ramitas. Desmayado azul del cielo cruzado por pálidos e inmóviles jirones de nubes superpuestos.

La operación no ha tenido éxito y mi esposa va a morir.

Más allá de una valla baja, al sol, en la brillante desolación, la fachada pizarreña de una casa está enmarcada por dos pilastras laterales de color crema y una ancha, vacía y descuidada cornisa: la capa de azúcar glaseado de un pastel que ha envejecido en la tienda. De día, las ventanas parecen negras. Son trece; celosía blanca, postigos verdes. Todo muy claro, pero el día ya no durará. Algo se ha movido en la negrura de una ventana: un ama de casa sin edad abre –«abe», solía decir mi dentista, un tal doctor Wollison, cuando yo tenía aún los dientes de leche– la ventana, sacude algo y ya puede cerrar.

La otra casa (a la derecha, más allá de un garaje saliente) es ahora completamente dorada. Los álamos de miles de ramas proyectan sus ascendentes y alambicadas tiras de sombra sobre ella, entre sus propios miembros extendidos y curvados, pulidos y ennegrecidos. Pero todo se desvanece, se desvanece; ella solía sentarse en el campo, a pintar una puesta de sol que nunca permanecía allí, y un niño campesino, muy pequeño y callado y vergonzoso, a pesar de su persistencia de ratón, se quedaba plantado junto a su codo y miraba el caballete, los colores y el húmedo pincel de acuarela, erguido como la lengua de una serpiente; pero el ocaso se iba, dejando solo una barahúnda de purpúreos restos del día, amontonados de cualquier manera, ruinas, despojos.

La moteada fachada de aquella otra casa está cruzada por una escalera exterior, y la ventana de la buhardilla a la que conduce aparece en este momento tan brillante como lo estaba el charco, que ahora ha cambiado a un blanco líquido y opaco atravesado por un negro mortecino, de modo que parece una copia acromática de la pintura vista anteriormente.

Probablemente, nunca olvidaré el verde mate del estrecho césped de delante de la primera casa (la moteada se levanta a uno de sus lados, oblicuamente). Un césped desgreñado y ralo, con una raya de asfalto en medio, y todo salpicado de pálidas hojas pardas. Los colores se van. Se produce un último destello en la ventana a la que todavía conducen los peldaños del día. Pero todo ha acabado y si encendiesen las luces en el interior, estas matarían lo que queda del día exterior. Los jirones de nubes se tiñen del color sonrosado de la carne, y los billones de ramitas se están volviendo sumamente distintas; y ahora ya no hay color aquí abajo: las casas, el césped, la valla, las vistas intermedias, todo ha sido atenuado hasta tener un tono gris rojizo. ¡Oh!, el cristal del charco es de un malva brillante.

Han encendido las luces en la casa en que estoy y se ha extinguido la vista de la ventana. Todo tiene una negrura de tinta, bajo un cielo de tinta azul pálida –«sale azul, escribe negro», como anunciaba un frasco de tinta, aunque no lo hacía, como no lo hace el cielo, y sí los árboles con sus billones de ramitas.
 

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Traducción de J. Ferrer Aleu.

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Barra siniestra

 

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