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Ocean Vuong sobre Sufjan Stevens: "Las canciones son prueba de que estuvimos aquí"

Ocean Vuong sobre Sufjan Stevens: "Las canciones son prueba de que estuvimos aquí"

Hay algo completo en el hecho de no encontrar nuestros fragmentos repartidos a lo largo de nuestra vida. Algo muy limpio sobre el recuerdo porque no puedo encontrarlo en ningún sitio.

POR Ocean Vuong
18/09/2025

Cuando apareció Carrie & Lowell, en 2015, yo estaba aún estudiando un máster en la NYU, tratando de terminar el que se convertiría en mi primer libro de poemas, Cielo nocturno con heridas de fuego. Recuerdo escuchar el álbum mientras caminaba por el Greenwich Village, bajando por la calle 11 hacia la Quinta Avenida, y luego de regreso hacia la Sexta por la calle 10. Daba vueltas por esas manzanas mientras el álbum se vertía desde mi móvil y entraba en mi cuerpo, y yo intentaba resolver ciertos tics y problemas de mi escritura.

Por aquel entonces no sabía que Sufjan Stevens había estudiado Escritura Creativa en The New School, en esa misma manzana, quince años antes. Que hayamos compartido ese espacio geográfico y vocacional me conmueve profundamente; sobre todo porque la música de Sufjan ha sido una banda sonora decisiva en mi vida como escritor: su ternura hacia todos los seres vivos, expresada mediante una suavidad lírica numinosa, las canciones pobladas por gente de toda índole —padres, hermanos, amantes, perdedores, criminales, fantasmas, donnadies, los vivos y los perdidos—. Pero también el cuidado y la meticulosidad del oficio con que están hechas esas canciones: sostenidas por las imágenes y los objetos que dan fe de que una vida se ha vivido plenamente, los detritus que deja el cuerpo humano mientras circulamos por el tiempo aparecen (en ese álbum y en otros) no solo como una simple textura, sino como una efervescente forma de nombrar y expandir la humanidad por medio de la memoria.

La única otra cantautora que me viene a la mente que despliega una especificidad tan audaz, incluso terca, ignorando el cansino adagio que exige que las canciones sean más simples para "llegar" a un público más amplio, es Joni Mitchell. Al igual que Mitchell, el álbum de Stevens parece esculpido desde un espacio ya vivido sin miedo y sin pedir perdón, es decir, se advierte en él una reverencia por la vida humana con todos sus defectos, alegrías, tristezas, obsesiones y triunfos. Como sucede con la mejor escritura, no le da la espalda al centro marginado.

"¿Qué sentido tiene cantar canciones", entona Sufjan en 'Eugene', "si nunca llegan a escucharte?" Y la pregunta descansa en el corazón de todo el arte escrito, y es la pregunta que me he estado haciendo toda la vida. Curiosamente, fue diez años antes, en 2005, cuando oí por primera vez la voz de Sufjan, en Illinois. Yo tenía diecisiete años y era agosto. El calor ascendía por todas partes en la noche como exhalaciones de viajeros abatidos, y los grillos y sapos zumbaban desde los árboles mientras yo atravesaba el campo de béisbol de mi barrio hacia el coche aparcado en la esquina opuesta del parque.

A pesar del calor, llevaba puesta una sudadera con capucha, porque pensaba que me podía esconder con ella, que quienquiera que esperara al otro lado tendría que internarse en ella para encontrarme. Llevaba mis mejores Levi’s 501, como si fuera a una cita y no a enrollarme con alguien del AOL Messenger después de horas de hacer scroll en salas de chat, rezando para conocer a alguien que estuviera lo bastante cerca como para que pudiera tocarme. Mi sombra, agrandada hasta la irrealidad por los faros del coche, se arrastró por la grava y se deslizó por la ventanilla del copiloto, cubriendo su rostro. Abrí la puerta y reparé en sus shorts de baloncesto. Chicago Bulls. Su camiseta de tirantes estaba oscurecida en las axilas, el olor a vinagre y asfalto de su cuerpo flotaba en el aire, indicando que había conducido más de una hora sin descanso a través de la noche.

Llegó el breve momento de las miradas fijas, que yo llegaría a conocer tan bien, ambos midiéndonos mutuamente, decidiendo lo que seríamos el uno para el otro. Él dijo que tenía veintiocho años, y los aparentaba. Yo esperaba aparentar veintiuno lo mejor posible. Era la primera vez que hacía algo así y, con las palmas sudorosas contra el asiento del copiloto, le pregunté si podíamos charlar un poco. Y por alguna razón, después de intercambiar torpes comentarios superficiales, cuando me dijo que trabajaba como hombre del tiempo en un canal local, no pude hacerlo. Nunca se me había pasado por la cabeza, y, aunque aquello no cambiaba nada —era guapo, y estaba ahí, y a mí me gusta lo que me gusta—, no me vi capaz de estar con un hombre del tiempo, las palabras súbitamente despojadas de todo carácter sexual. Y en mi vergüenza, en mi mente ingenua e indescifrable de adolescente, me volví hacia las canchas que humeaban al otro lado de la carretera, canchas que había atravesado corriendo tan solo dos años antes, jugando al béisbol o a la rayuela, tan sumergido en la infancia que me parecía inconcebiblemente vasta, cuando en realidad había llegado ya a su último filo. "Lo siento", dije mirando al suelo, como escondiendo las palabras entre mis Vans blancas, "no puedo. No sé, es solo que no puedo ahora mismo, ¿vale? Nunca he hecho esto antes". Y quizás fuera mi temor que trataba de encontrar una razón para echarme atrás, o quizás tengo una aversión no explorada hacia los hombres del tiempo que llevaban camisetas de tirantes y shorts de baloncesto, quién sabe.

Pero esto no va de un lío que salió mal. Va de lo que pasó luego. Él bajó las ventanillas, puso su mano sobre la mía y la dejó ahí un momento, luego sugirió que nos quedáramos sentados un rato. Después apretó el botón del estéreo y al instante empezó a sonar el CD con la primera canción de Illinois, que llenó el coche mientras los grillos murmuraban a nuestro alrededor. Y empecé a llorar, y él me puso la mano en la espalda y dijo "No pasa nada. Oye, no pasa nada, amigo. Estás bien. Lo estás haciendo bien". Y de repente yo era un hermano pequeño junto a un hermano mayor en un coche, escuchando una música que no podía imaginar que iba a parecerme como brotada de mis huesos. "¿Quieres ir a por algo al Dunkin’ Donuts?", dijo después de un rato, y entonces fuimos al autoservicio y me compró un café helado, animándome a pedirlo con un chorrito de jarabe de arándanos —para que estuviera "bueno"—. Y tenía razón: estaba bueno. Nos quedamos ahí escuchando otro rato el álbum, a volumen bajo, mientras él hablaba entre sorbos de café helado. Luego me dejó en la orilla del parque, que para entonces bien podía haber sido la orilla del mundo. Me quedé ahí de pie, despidiéndome con la mano, mientras él salía conduciendo del parking. Y caminé a casa por las canchas de mi juventud, lleno de una amabilidad que no sabía que podía permitirme, que no sabía que mereciera. Y nunca volví a verle.

A veces da la sensación de que una persona solo está entera cuando se ha ido. Hay algo completo en el hecho de no encontrar nuestros fragmentos repartidos a lo largo de nuestra vida. Algo muy limpio sobre el recuerdo porque no puedo encontrarlo en ningún sitio. No tengo manera de volver a él, a esa noche —ni siquiera sé su nombre—, ninguna forma de volver más que a través de las canciones. Y esas canciones crecieron hasta convertirse en Carrie & Lowell, y la voz de Sufjan me encontraría de nuevo justo mientras yo encontraba mis palabras. Las canciones son prueba de que estuvimos aquí. Están hechas de aire y, sin embargo, caminamos sobre ellas. O, mejor aún, como me sucedió aquella noche de agosto de 2005, se convirtieron en una pequeña barca en la que navegamos el hombre del tiempo y yo. En algún lugar, espero, ambos seguimos navegando.

 

Traducción de Daniel Saldaña París

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