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José Antonio Marina en el archivo de Anagrama
Por su notable actualidad, recuperamos desde el Archivo de Anagrama esta entrevista en la que el autor aborda los conceptos de voluntad, impulsividad y dependencia.
Con motivo de la recuperación en Compactos de El laberinto sentimental, del filósofo y escritor José Antonio Marina, y por su notable actualidad, recuperamos desde el Archivo de Anagrama esta entrevista, publicada en 1998 en el Diario de Burgos, en la que el autor aborda los conceptos de voluntad, impulsividad y dependencia.
Sábado, 14 de febrero de 1998
Piensa que al comprar sus libros, el lector lo contrata para que investigue por cuenta suya. Se considera, pues, un detective a sueldo
José Antonio Marina / Filósofo y escritor
«La depresión y la agresividad son los dos grandes males del siglo que viene»
JUAN CANTAVELLA
Las personas estamos prescindiendo de aquella fuerza de voluntad que nos hacía plantearnos la vida como si todo lo pudiéramos conseguir con el propio esfuerzo. Lo que ha desaparecido, sobre todo, es el prestigio que antes rodeaba a esta potencia del alma, a quien se confiaba la buena dirección de nuestra existencia. En «El misterio de la voluntad perdida» se plantea el filósofo José Antonio Marina lo que ha ocurrido con ella y el camino que deberíamos emprender si quisiéramos recuperar sus dotes.
«Todo autor hace un pacto implícito o expreso con el lector. El mío es claro y nada presuntuoso. Pienso que al comprar mis libros el lector me contrata para que investigue por cuenta suya. Me considero, pues, un detective a sueldo. Más que a la estirpe de los científicos, pertenezco por vocación y destino a la de los investigadores privados». Así comienza el texto de la obra «El misterio de la voluntad perdida» (Anagrama), en la que José Antonio Marina desarrolla una investigación, rigurosa y divertida, sobre el tema de la voluntad. Antes había publicado en la misma editorial los ensayos «Elogio y refutación del ingenio», «Teoría de la inteligencia creadora», «Ética para náufragos» y «El laberinto sentimental».
Se ha ocupado, pues, del ingenio, de la inteligencia, de los sentimientos… ¿Le tocaba el turno a la voluntad?
Todas esas cuestiones, incluida esta última, no son más que partes de una teoría general de la inteligencia. El concepto de inteligencia se nos queda pequeño, porque sólo se ocupaba de lo cognitivo y cada vez nos damos cuenta mejor de que eso no funciona. Se trata de dirigir el comportamiento para resolver los problemas que se nos plantean, por tanto, también entran lo sentimientos y la voluntad.
Durante mucho tiempo se han identificado los logros humanos con la voluntad que se pusiera en obtenerlos. ¿Es que podemos alcanzar todo lo que nos proponemos?
No. Esa es la causa de que la voluntad de poder resulte a estas alturas mal vista. Quedó excluida de los libros de psicología y fue sustituida por la motivación, que no es lo mismo. En el año 1934 los nazis organizaron un congreso bajo el lema «El triunfo de la voluntad»: si es para eso, es mejor que fracase. Otra exageración es el fanatismo, peligroso también. Mi propuesta es que voluntad debe quedar supeditada a la inteligencia. La voluntad es lo que garantiza que nuestros pensamientos o acciones van por buen camino.
¿Dónde quedan aquellos manuales que nos hacían sentir super-hombre, porque todo lo fiaban a la capacidad de desear las cosas para lograrlas?
Esta es una de las razones por las que cayeron en desuso. Nos decían: tienes que esforzarte, pero es que para esforzarme ya tengo que tener fuerza de voluntad. Han tenido mucho éxito los libros de autoayuda, aunque sean unos libros que se vendan mucho y después se lean poco. A la persona que está desesperada, desanimada, con miedo, le dicen “no te preocupes, que tú puedes cambiar”. Luego se dan cuenta de que aquello no funciona, pero es tal la necesidad que tiene la gente, que les parece que ahí encontrarán la solución para sus problemas. Esa desesperación es lo que lleva a muchos a las sectas. Pero resultan ser una mala solución. La buena es pensar que la voluntad no es algo con lo que se nace, sino una serie de habilidades que el niño debe aprender. Por ejemplo, la capacidad para inhibir la impulsividad. Eso es algo que hay que enseñarlo.
¿Y qué se logra?
Para lo que me sirve inhibir la impulsividad es para tener un espacio de calma en el cual poder tomar decisiones. Hay muchas personas que tienen miedo a decidir, porque estamos en un mundo cambiante, lo que asusta a determinados individuos.
Pero no basta con tomar decisiones.
No, porque cuando ya las hayas tomado lo que tienes que hacer es ponerlas en práctica. El problema es que no se enseña la capacidad de aplazar las recompensas. Hay un anuncio de coches que viene a decir: no espere a poder tenerlo, téngalo ya. Las actividades que llevan la recompensa incorporada con muy pocas en nuestro mundo, sólo el juego, el alcohol o las drogas.
Y nosotros lo queremos todo y ahora.
Así es. Los sentimientos tienen una lógica muy clara. Esta situación que estamos describiendo produce dos derivaciones: la depresión (me he venido esforzando y no lo he conseguido) y la agresividad (como no me dan lo que quiero, me rebelo). La depresión y la agresividad van a ser los dos grandes males del siglo que viene. No deberíamos sorprendernos por ello.
¿No estamos rodeados de personas que se dejan llevar?
Todo va unido. Esta sociedad favorece todo tipo de dependencias. Hay mucha gente sumisa: se aprecia una desesperanza confortable. La gente piensa que no se puede hacer nada para cambiar el mundo y en ese contexto intentan construirse un núcleo confortable y quedarse tranquilamente ahí. Abundan las encuestas en las que la gente dice que todo va mal, pero que a ellos les va bien. O hablan de que la familia está en crisis, pero no la suya. Es algo que no encaja, porque resulta contradictorio. El sistema educativo y político debería ser consciente que hemos roto las relaciones entre las conficiones personales de la vida y la marcha de la sociedad. Siempre se espera que los problemas los resuelvan otros. Mientras tanto los jóvenes se quedan en casa con sus padres, como en un hotel, con exigencias y sin obligaciones. Y los padres lo consienten, porque piensan que las cosas están muy mal fuera de casa.
Incluso se convierten en criados de unos hijos de treinta años, que en ocasiones llegan a maltratarles.
Eso es significativo de cómo está el tema. Se les ha mentido en la cabeza a los padres que imponerles normas a los hijos va contra los derechos humanos y así se ven arrastrados por una marea a la que no hay forma de oponerse. Tenemos que empezar a recuperar pequeñas o grandes dosis de poder de actuación, porque de lo contrario estamos perdidos.
En Estados Unidos ahora abundan los libros sobre lo que llaman «parenting», relaciones con los padres. Cada vez se aprecian con más claridad tres tipos de familia: por una parte, la autoritaria, y, por otra parte, la permisiva (que son igual de desastrosas las dos) y en medio se sitúa una tercera, que ejerce la autoridad, pero no el autoritarismo, que no lo consiente todo. Los practicantes de la tercera opción tienen claro que hay una franja en la que los padres ayudan a que los hijos adquieran la autonomía y la responsabilidad.
Supongo que eso no es fácil.
No lo es, pero hay que intentarlo. El otro día leí en la revista «Temas» un artículo sobre la familia en el que se decía que la familia actual es más democrática y no es tirana, pero en cuyo seno las relaciones deben ser simétricas. Pues no, porque eso no tiene ni pies ni cabeza. No hay que confundir relaciones democráticas con relaciones simétricas, porque eso es una estupidez. Ni en el hogar ni en la escuela, ni en los juzgados ni en tantos otros sitios se pueden aceptar unas relaciones simétricas: un alumno no está de igual a igual con el maestro y, sin embargo, se han llegado a consensuar programas con los alumnos. Hay terror, por parte de algunos profesores, a que les digan que son unos tiranos y autoritarios. ¿Que eres qué?
Hace tiempo leí una entrevista, que me horrorizó, con un catedrático que se acababa de jubilar. El buen hombre decía que se iba tranquilo a casa porque en treinta años de profesión no había suspendido a un solo alumno. Que bastante dura era la vida como para encima darles esos disgustos a los chicos. Si después te encuentras con uno de esos individuos, aprobados gratuitamente como profesor de tus hijos o en la puerta de un quirófano desde luego te acuerdas de la madre del catedrático.