ARTÍCULOS
Ian McEwan: "Mi amigo Martin Amis era el hombre más gracioso que he conocido"
El autor escribió este homenaje a Amis para el acto conmemorativo celebrado en Londres, el 10 de junio de 2024.
Hace unos veinte años estaba sentado a la mesa de la cocina de un amigo con dos o tres poetas, un par de novelistas y académicos: una muestra bastante representativa de la sociedad británica, se podría decir. Surgió la siguiente cuestión: de todos los poetas, ¿de quién recordábamos mejor fragmentos o poemas enteros? No necesariamente quién era el más grande, sino la obra de qué poeta era la más memorable. ¿Qué poeta se nos había metido bajo la piel? A Shakespeare, en interés de la justicia, lo excluimos. Lo pensamos un poco y llegamos a una suerte de consenso.
Puesto que se mueren de ganas de saber quién quedó en cabeza, les diré que fue Yeats. Larkin, Auden y Wordsworth estaban entre los finalistas.
Si hubiéramos considerado a los novelistas de la misma manera, si nos hubiéramos preguntado de quién no nos abandonaba su prosa, sus frases o frases recordadas a medias, creo que habría habido dos posibilidades. O bien Martin Amis habría quedado en cabeza, por delante de Dickens, Jane Austen o Evelyn Waugh, o, para ser justos, tendríamos que haber excluido a Martin.
Tengo todos sus libros en las estanterías y no necesito ir a por ninguno para recordarles a ustedes el sórdido personaje que reflexiona que lo que tienen sus calzoncillos negros es que, a diferencia de los blancos, no hace falta lavarlos nunca. Ni la observación de que en París, tan sofisticada, hasta los barrenderos hablan francés. Ni el frustrado personaje de Amis que intenta cruzar una carretera en Los Ángeles y señala que, para llegar al otro lado, tienes que haber nacido allí.
Luego, en sus artículos periodísticos, escribiendo acerca de la fatua contra nuestro amigo Salman Rushdie, que había tenido que pasar a la clandestinidad, Martin observó con tino que "se había desvanecido en primera plana". Por último, de mi preselección, el hombre al que se oye casualmente en su cubículo de unos aseos públicos haciendo sus necesidades como si "vaciara un saco de melones en el interior de un profundo pozo". Recuerdo en su momento la acalorada discusión en torno a este símil —el sentido de la comicidad y el dominio de la prosa de Martin haciendo girar todos los engranajes—: nada de ladrillos ni patatas sino melones, no uno ni dos sino un saco, no en un estanque sino en un pozo, un profundo pozo.
En la extraordinaria efusión internacional de pesar y celebración de los logros de Martin a rebufo de su muerte, muchos escribieron acerca de los fragmentos de Amis que les habían dejado huella indeleble. Fue grato comprobar que había muy pocas coincidencias. El crítico James Wood evocó la descripción de Martin de su padre entrado en carnes, Kingsley, cayéndose en la calle: "Y no fue un leve tropiezo o un traspié. Fue una obra de administración colosal". Una frase maravillosamente pulida que se convirtió en leyenda en el hogar de James Wood y Claire Messud. El poeta Craig Raine, también admirador de los melones, recordó una reseña de hacía treinta años de una novela de Michael Crichton en la que Martin prometía a los lectores que verían "manadas de clichés campando a sus anchas".
Hoy estamos aquí reunidos setecientos u ochocientos lectores con sus propias versiones de esas joyas del universo ficticio de Amis que no queremos, no podemos olvidar. A lo largo de toda la vida, los autores que adoramos, ese puñado que se nos mete bajo la piel, modifican sutilmente nuestra conciencia, nos hacen ver y sentir de una manera distinta. Alteran el flujo del pensamiento y el habla cotidianos. En el caso de Martin, no es cuestión de unas cuantas frases que se pueden citar para animar una fiesta. Los elementos de su prosa que he evocado —la paradoja relámpago, los clichés a la inversa, los absurdos de una ingenuidad fingida, las ironías exquisitamente enrevesadas— están dotados de ternura, de gozo por las diferencias del ser humano y pura alegría en la creación que hacen pensar en Dickens, un escritor al que Martin adoraba y que de vez en cuando le hacía desesperar. Y esa ternura se percibe a pesar del sereno distanciamiento y la musculatura de la prosa.
Era el hombre más gracioso que he conocido. Cuando empezamos a trabar amistad a mediados de la década de los setenta, a veces nos veíamos dos o tres veces a la semana. Mientras que yo era un escritor reservado, Martin me relataba encantado, con largas citas, lo que se había traído entre manos ese día. Gozaba del acto de la composición. Confesaba sin empacho en entrevistas que se partía de risa él mismo en el escritorio. Hacia el final de su vida, dijo que se sentía satisfecho y privilegiado por haber vivido escribiendo.
Su prosa y su conversación fueron parte de una empresa de por vida. En un momento dado de una velada, lanzado a fantasear, era capaz de transformar la obscenidad en una forma de sacramento desternillante. A lo largo de los años, en diferentes compañías, diferentes contextos, cientos de frases exquisitas se difuminaron en el aire y la siguiente copa de vino de todos los presentes. Pero Martin, con su furiosa ética de trabajo, captó más frases incluso sobre el papel. Para quienes estábamos unidos a él, que se haya desvanecido sigue siendo difícil de entender, pero el regalo de despedida que nos hizo es su prosa. Continuaremos llevándola bajo la piel.
Este es el texto del homenaje que escribió Ian McEwan a Martin Amis en el acto conmemorativo celebrado en St. Martin-in-the-Fields, Londres, el 10 de junio de 2024.
Traducción de Eduardo Iriarte