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'Los nombres de mi padre': detrás de cámaras

'Los nombres de mi padre': detrás de cámaras

"Siempre será la novela que escribí mientras mi padre se moría y yo me enamoraba."

POR Daniel Saldaña París
31/10/2025

El 24 de agosto de 2022 me mudé a Nueva York para hacer una estancia de nueve meses como becario del Cullman Center de la New York Public Library. Había aplicado a dicha beca con un proyecto de investigación para una novela titulada La peor lucha —un título provisional tomado de una cita de Karl Marx—. En mi proyecto, describí esa novela aún inexistente como "a novel about cold war politics and modernist architecture in 1970s Mexico City". No tenía planeado escribir nada sobre padres, nada sobre Nueva York y nada sobre el presente.

Cuando aterricé en el aeropuerto JFK, encendí mi celular y vi que tenía un mensaje de WhatsApp de una desconocida con quien me había estado mandando mensajes las últimas semanas: Catherine Lacey me proponía ir juntos al lanzamiento del libro de nuestra amiga en común, Brenda Lozano, al día siguiente. Había quedado de ver a Catherine en algún momento para conocernos en persona y pasarle las llaves de mi departamento, ya que ella se iba a vivir una temporada a la Ciudad de México y yo le había ofrecido que se quedara en mi casa.

El 25 de agosto fui al departamento de Bed-Stuy donde Catherine estaba viviendo, que era la casa de una amiga suya. Me tomé un Apperol Spritz con ellas y luego Catherine y yo salimos para ir a la presentación del libro de Brenda. Por el camino, platicamos de muchas cosas: Catherine me contó de lo que estaba escribiendo, yo le conté de mis planes para el Cullman Center, y ambos nos contamos de nuestros divorcios.

Esa noche, después de la presentación del libro de Brenda, Samuel Rutter (un australiano con acento chileno de quien al principio sospeché que era espía de alguna agencia internacional), me invitó a actuar en una lectura escénica que tendría lugar en octubre. Kendall Storey estaba también ahí, y yo no sabía que un par de años después se convertiría en mi editora en Estados Unidos. Esa noche, además, Catherine me invitó a una cita para tres días después, el 28 de agosto.

Volví en metro desde el financial district de Manhattan hasta Ridgewood, donde me estaba hospedando en el departamento de mi prima Ángela. (Era la una de la mañana y había pocos trenes, así que hice una hora y cuarto de camino).

El 26 de agosto me desperté en Ridgewood y estaba feliz. Llevaba dos días en Nueva York y ya me habían invitado a una cita que prometía ser, si no romántica, al menos interesante. Y me habían invitado a actuar en una obra de teatro. Mientras me tomaba el primer café, abrí mi diario y escribí los acontecimientos de la víspera. Eran las últimas páginas del cuaderno, así que cuando lo terminé, abrí un nuevo cuaderno que llevaba conmigo y escribí:

26 de agosto de 2022

Así empiezo a escribir esto: sentado en una cama, el cuaderno apoyado en una cómoda que también es mesita de noche, en Queens, Nueva York, con una sensación térmica de 38 °C apenas mitigada por una lluvia inconsistente.

La entrada de diario seguía unos párrafos más, pero de pronto ya no era una entrada de diario sino otra cosa: el tipo que estaba en Queens, en NY, no era yo sino alguien más, que había vivido en lugares de la Ciudad de México en los que yo nunca he vivido y tenía una vida distinta de la mía. Al final de aquella entrada, escribí la palabra "Novela" y la subrayé varias veces. Había empezado a escribir Los nombres de mi padre. A veces pasa eso: empiezo a escribir una entrada de mi diario y, por el camino, algo se desvía, como si abriera una puerta al azar y, al cruzarla, me encontrara de pronto en el mundo de la ficción. Esa puerta que abrí el 26 de agosto de 2022 daba a una casa de muchas habitaciones, a una ciudad sumida en la pandemia y a una historia de detectives, persecuciones políticas, antiguos nazis, suburbios malditos y caminatas urbanas.

Una novela es el resultado de la negociación entre lo que quieres escribir y lo que puedes escribir. Yo quería escribir sobre arquitectura y urbanismo, sobre guerrilla urbana y utopía en el México de los años setenta. Pero me acababa de mudar a Nueva York, me estaba enamorando de Catherine y vivía en casa de mi prima Ángela y su pareja, en Ridgewood.

Mi prima Ángela nació en México, pero creció en California y luego se mudó a Nueva York para ir a la universidad. Es artista, y vivió durante mucho tiempo en colectivos de artistas, casas okupas, comunas más o menos piojosas en las zonas industriales de la ciudad. También fue muy activa, políticamente, en las movilizaciones de Occupy Wall Strret, y tenía un club de lectura de El Capital en una librería cerca de su casa, Topos Bookstore. Cuando yo tenía siete u ocho años y mi prima Ángela era bebé, me convencí de que estábamos conectados telepáticamente, y que aunque viviéramos en países distintos, podíamos comunicarnos en un plano astral. En agosto de 2022 no me hospedé mucho tiempo en su casa, en Queens, porque renté una habitación más grande y con baño propio en un dúplex de Bed-Stuy, pero Ángela y las cosas que me contaba ya se habían filtrado en mis primeros apuntes para el libro.

Además de todo eso, en el bosque de niebla cerca de Xalapa, mi padre luchaba contra un cáncer que ya había hecho metástasis. A mí me daba culpa estar en Nueva York enamorándome mientras mi padre soportaba una ronda de quimioterapia tras otra en La Pitaya. Al mismo tiempo, sabía que tenía que hacerlo. Tenía que escribir esa novela y dedicársela y terminarla a tiempo para que la leyera. No cambiaría nada, pero era el último homenaje que podía hacerle: vivir una vida plena y feliz y enamorada, y volcar mi amor y mi humor en esas páginas que luego le daría a leer, porque a mi papá le gustaba leerme. (Spoiler: mi padre murió en enero de 2024 y no llegó a leer nada de la novela.)

Con el pretexto de estar escribiendo una novela con un filón político, le pedí a mi papá que me mandara audios de WhatsApp contándome de sus años de activismo. Partido de la risa, me contó que una vez lo intentaron reclutar de una organización clandestina que se declaraba en favor de la lucha armada. Lo citaron a la salida de un metro muy lejos de su casa, en el DF, y pasaron por él en un coche rojo. Una vez dentro del coche, le vendaron los ojos y le hicieron bajar la cabeza para que no pudiera ver por qué calles circulaban.

Le asignaron un alias y dieron vueltas por la ciudad durante una hora antes de bajarlo del coche y conducirlo, con los oojos cubiertos todavía, hasta un garage donde tendría lugar la reunión secreta. Ahí le quitaron la venda y lo invitaron a sentarse en un círculo de sillas, junto a otros veinteañeros. Dieron por comenzada la sesión, alguien citó a Rosa Luxemburgo, alguien dijo que era necesario comprometerse con la vía albanesa. Pero de pronto se oyó uno de esos coches que antes recorrían algunas colonias de la ciudad, con altoparlantes en el techo, vendiendo el periódico amarillista local: “¡Conozca la historia del crimen pasional que tuvo lugar aquí mismo, en la colonia Agrícola Oriental! Aquí mismo sucedió, sobre la calle de Rojo Gómez, a dos cuadras nada más”. Mi papá y los otros revolucionarios se miraron, desde el anonimato de sus seudónimos de guerra, tratando de descubrir si alguno de ellos era un agente infiltrado del gobierno. La ubicación exacta de la reunión había sido revelada por el pinche cochecito que repartía el periódico. Hubo risas nerviosas, gotas de sudor que perlaban las frentes.

En la NYPL, en septiembre de 2022, empecé a pedir libros al por mayor sin detenerme mucho a pensar qué me servía para la novela y qué no. Volví a algunos de los textos situacionistas sobre arquietectura y urbanismo que me marcaron en mis años universitarios, leí todo lo que pude sobre Mario Pani y saqué un informe titulado La producción de suelo urbano a través de fraccionamientos en el Estado de México (1946-1992), que extrañamente me resultó muy útil. Entre todas esas lecturas desordenadas, di con el texto Los nombres del padre, de Jacques Lacan, de donde tomé el epígrafe de la novela, así como algunas de las ideas detrás de las motivaciones emocionales del narrador. Más que un ensayo, en realidad es una clase única que dio Lacan, el 20 de noviembre de 1963, como parte de un seminario que llevaría ese mismo título. Pero Lacan no llegó a dar el resto de las clases del seminario porque fue excomulgado (la expresión es suya) de la Asociación Psicoanalítica Internacional, donde dictaba la cátedra. Como resultado, en esa única clase promete abundar en conceptos sobre los cuales luego no regresa. Esa promesa incumplida me pareció, a su manera, una forma encarnada de la función paterna que el psicoanalista dejó como una pista para exégetas y detractores.

En la ausencia de explicaciones, o en el retiro del Padre hacia la multiplicidad de sus nombres, creí ver una apertura para la imaginación. Y en esa apertura, como el moho en la grieta, brotó una novela.

En esos primeros días (según leo en mi diario), me echaba siestas en la alfombra de mi oficina, en la biblioteca, donde pasaba encerrado unas seis horas diarias. Catherine estaba en México, viviendo en mi departamento, y yo caminaba por todo Nueva York al salir de la biblioteca: me iba desde Midtown Manhattan hasta mi casa en Bed-Stuy, y desde ahí hasta el departamento de mi prima en Ridgewood. El libro está marcado por esas —y otras— caminatas, de las que incorpora algunos mapas.

En los nueve meses que duró la beca de la NYPL escribí un primer borrador completo de la novela, en primera persona. Lo terminé en junio de 2023, lo imprimí y encuaderné en la Ciudad de México y empecé a corregirlo a mano. Pero cuando iba por la mitad de la corrección decidí que tenía que empezar todo de cero, así que reescribí el libro entero en tercera persona. Acabé ese segundo borrador en diciembre de 2023, en el invierno neoyorquino, y decidí dejarlo reposar un tiempo, mientras trabajaba en otras cosas. Unos días después murió mi padre.

En junio de 2024 hice una residencia en la Fundación Jan Michalski, en Suiza. Volví a abrir el documento de la novela en tercera persona y, cuando había leído un par de capítulos, me di cuenta de que era un error: tenía que reescribirla de nuevo en primera. El primer borrador no me servía mucho como modelo, porque el tono de la primera persona tenía que ser distinto. Durante los 28 días que pasé encerrado en una cabaña modernista con vistas a los Alpes tecleé de nuevo toda la novela en primera persona, y ese borrador fue el definitivo. Lo corregí entre septiembre y octubre de ese año, ya instalado en la Ciudad de México de nuevo.

Reescribir el mismo libro desde diferentes perspectivas puede parecer una pérdida de tiempo, pero siento que me sirvió para conocer al personaje desde otro ángulo. Algo de lo que aprendí sobre el personaje al escribirlo en tercera se filtró en su entendimiento de sí mismo en la primera persona del borrador final, como si él personaje hubiera aprendido a verse un poco desde afuera. Esas sucesivas reescrituras también me sirvieron para adelgazar la trama e irme quedando con lo esencial: borré cientos de páginas de una historia secundaria que, a la hora de revisar el libro, me pareció innecesaria y reiterativa.

Escribir ficción usando elementos de investigación de archivo tiene sus propios riesgos: a veces el material que encuentras escarbando en la biblioteca es mucho más interesante que las historias que pudieras inventar, y la tentación de usarlo todo es muy grande. Durante la investigación para Los nombres de mi padre, por ejemplo, me obsesioné con leer todas las conferencias y panfletos de J. Posadas, un trotskista argentino que creía que los extraterrestres nos ayudarían a construir el paraíso obrero. Pero me tuve que rendir a la evidencia de que aquella historia no tenía nada que ver con el resto del libro y que no había manera de meter a Posadas en la novela. Como ese, hubo varios sacrificios más. La investigación, para mí, es una manera de permanecer más tiempo en el universo de la novela, aunque la novela termine por expulsar buena parte de esa investigación.

Los nombres de mi padre no es una novela autobiográfica en ningún sentido. Pero para mí, con independencia de la historia que cuenta, siempre será la novela que escribí mientras mi padre se moría y yo me enamoraba. Y ahora que está por publicarse, entiendo que esa doble experiencia (que no viví como una contradicción, sino como la síntesis más perfecta de estar vivo) late detrás de la ficción como el oscuro corazón de una verdad.

 

Este texto fue publicado originalmente en el Substack de Daniel Saldaña París, al que puedes suscribirte aquí.

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